Una ciudad que ya era una masacre: el asesinato de Gustavo Benedetto
Por Leandro Andrini
Yo adivino el parpadeo de las luces que a lo lejos
van marcando mi retorno
son las mismas que alumbraron con sus pálidos reflejos
hondas horas de dolor
1934: Volver, Carlos Gardel y Alfredo Lepera
Diciembre 2001. Llegamos a la ciudad sitiada, a la masacre que se venía engendrando, en un tren sacudido por las palmas, el viento de las banderas, y el canto popular “¡Qué boludos! ¡Qué boludos! Al estado de sitio se lo meten en el culo”.
De manera discreta la “blanquitud” universitaria nos permitió ir sorteando las murallas de las fuerzas de seguridad, abigarradas, apretadas en armas que no dudaron en probar sus culatas contra cuerpos elegidos, y con amabilidad distendida en el arte de fingir corrimos el garrote, agradecimos y seguimos. Estar del otro lado, fuera de la estación era el objetivo. En la ingenuidad de la partida no habíamos pensado, jamás, en el tamaño del despliegue represivo. Al salir de la estación nos recordamos el lugar de encuentro, sin saber la precisa dirección, también ingenuamente, porque miles teníamos como premisa ese mismo lugar.
Caminamos por la ancha Avenida 9 de Julio, bajo el sol. De pronto vimos una multitud enardecida. Una multitud tremendamente enardecida. Una multitud que gritaba “¡Vamos que retroceden! ¡Vamos que retroceden!”. Allí estaban haciendo retroceder a la policía, por Avenida de Mayo. Corrimos y nos sumamos a esa corrida, pero nos encontramos desesperadamente con la primera de las tantas represiones de la tarde.
El olor a los gases, las lágrimas del olor a los gases; el estruendo, la sordera después del estruendo; las motos de la policía en su versión “ninja” y ese duelo medieval entablado por motoqueros dispuestos a derribar y ser derribados, allí donde la invención y el valor surgieron entre la desesperación y la acción…
Tenaces, volvimos. Nos arengábamos “¡Sigamos! ¡Sigamos! ¡No nos detengamos! ¡Sigamos!” y avanzábamos sin detenernos, y retrocedían sin detenerse, y la plaza a pocas cuadras podía ser nuestra…
El silbido furioso, espeluznante, desgarrador… Corrimos rápidamente pegados a la pared de la derecha yendo hacia la plaza, pero las balas venían desde adelante y desde atrás y se escuchaban silbar. No sabíamos si eran de goma o de plomo, pero se escuchaban silbar. Estábamos encerrados. Luego nos supimos aterrados, muertos de miedo; corrimos pegados a la pared.
El terror sublime, las corridas, el cansancio, la exaltación. Yo no sé en qué pensé, no lo recuerdo en el día de hoy. En ese instante el grito me desesperaba. Éramos jóvenes aterrados y acorralados, corriendo en distintas direcciones, chocándonos, atropellándonos. Corrí hacia adelante e intenté volverme, pero tenía miedo de quedar solo. ¡Solo entre tantos! Éramos mujeres y varones jóvenes corriendo por nuestra suerte.
No sé qué impulso nos llevó a doblar hacia la derecha por esa calle. Y cuando terminábamos casi de recorrerla a plena velocidad humana debimos girar repentinamente y emprender regreso sobre nuestros pasos a mayor velocidad porque desde esa esquina salieron los federales que estaban apostados esperándonos y comenzaron a dispersarnos con gases y perdigones de goma. Yo me refugié detrás de unas chapas de una construcción, junto con una pareja que no superaba los veinte y poquitos años. ¡Cómo temblaba esa chica! Habíamos quedado solos; y teníamos que salir de ahí. Pegados a la pared, corrimos hacia Avenida de Mayo nuevamente; recuerdo haberla tomado de la muñeca a ella y llevarla a velocidad sobre-exigida corriendo. Volvimos sobre nuestros pasos, en la dispersión que la represión había generado. La plaza quedaba lejana. Volvimos a ese lugar que minutos antes habíamos traspasado en la corrida hacia la plaza…
El hecho: no habíamos realizado más de media cuadra desde la sede del banco multinacional HSBC: una balacera silenció los cantos populares que se transformaron en aterradores gritos de desesperación. Se escuchaba el silbar de las balas en el aire y de pronto un grito desgarrante que mi memoria retiene imperturbable.
Le dieron a un compañero, bajaron a un compañero
Estábamos acorralados, fue una lluvia rápida que no duró demasiados segundos, pero fue la vida y a un compañero nuestro le fue la vida. ¿A quién no le tembló el pulso cuando jaló el gatillo como a mí me tiemblan las piernas en el día de hoy mientras escribo el recuerdo vivo de ese grito desesperado?
Cuando volvimos sobre nuestros pasos, nos reencontramos con compañeras y compañeros. Caminamos en silencio hacia la ambulancia que llegaba. Caminamos en silencio. La gente de enfermería tomó el cuerpo y la ambulancia partió rápidamente. De pronto una voz – “¡Vamos! ¡No decaigan! ¡Vamos! ¡Vamos hacia la plaza!”.
Ya no se pudo, y todas y todos nos dedicamos a huir, orgánicamente desorganizados. Defendiéndonos de manera primitiva, y tratando de no quedar en la trampa.
Pasó el tiempo de esa tarde en maratónico estado. Gustavo Benedetto -hoy sé su nombre- no escuchó a ese hombre que desde un balcón nos anoticiaba que “renunció el infame”, ni los acordes del himno de Charly García que ponían desde un departamento para festejar.
Un compañero le pidió a otra que vaya a buscar el auto al estacionamiento (esos autos que habían llegado para rescatarnos). Fui con ella. La calle comenzaba a estar desierta, los lugares eran cada vez más oscuros, no habíamos tomado un taxi por temor, pero todo comenzó a ponerse “denso” y decidimos afrontar el riesgo. Abrimos la puerta, nos sentamos, le dijimos la dirección. El taxista se dio vuelta, nos miró y nos dijo “Acá, a dos cuadras”. “-Disculpe, somos del interior-” replicamos rápidamente mientras pagábamos la bajada de bandera. Así huimos de la noche, en la soledad de una ciudad que ya era una masacre.