Cultura de la cancelación: el cortocircuito entre lo que no queremos ver y lo que realmente vemos
Por Manuela Bares Peralta
La cancelación llegó al mundo de entretenimiento de la mano de la irrupción del movimiento #MeToo y las denuncias hacia Bill Cosby y Harvey Weinstein por abuso sexual, que no sólo consiguieron una condena judicial sino también pública y mediática. A partir de ese momento, la industria comenzó a ensayar una autocrítica televisada: los contenidos que se producían tenían mayor escrutinio, hubo un cambio de paradigma de acuerdo al tratamiento de la violencia de género en los medios y se les dio mayor visibilidad a las denuncias realizadas hacia ciertas figuras como Woody Allen, Marlon Brando o Marilyn Manson. También empezaron a gestarse otras formas de obtener justicia que desbordaban las tradicionales y que lograban obtener algún grado de reparación para las víctimas. En ese contexto, no sólo se ponía— por primera vez— en disputa el pacto de silencio que había imperado durante décadas sino su funcionamiento: las desigualdades entre varones y mujeres, la invisibilización en la representación de personas LGBTIQ+, la forma en que los medios de comunicación trataban las noticias, entre otras cosas.
Sobre ese terreno de posibilidades también recayó una sobredosis de corrección política y un juicio atemporal sobre nuestros consumos culturales, es decir, la cultura de la cancelación se expandió y nos obligó a reevaluar a nuestra bitácora de ídolos, bandas, músicos, series, películas y opiniones, al calor de esta nueva coyuntura y por fuera de aquellos contextos colectivos de emergencia. La cancelación podía trascender a los sujetos y tenía el potencial de transformarse en parte de la narrativa de todo aquello que decidimos consumir.
En el último año ocurrieron algunos fenómenos que ponen de manifiesto los matices y lo complejo del debate. El estreno de Jimmy Savile: una historia de terror británica despertó una fuerte campaña en redes sociales donde se le exigía a Netflix que retirara de su catálogo a la producción. La miniserie documental rápidamente se posicionó como uno de los contenidos más vistos de la plataforma y permaneció allí durante varios meses. El debate, en ese momento, radicaba en por qué debíamos volver a revivir cómo televidentes aquello que ya habíamos cancelado, es decir, por qué la sociedad británica debía volver a rememorar la historia de un personaje sobre el que pesan más de 450 acusaciones por delitos sexuales que incluyen en su mayoría víctimas menores, si ya habían decidido erradicarlo.
En esa oportunidad, a ese derecho al olvido colectivo le ganó la demanda. Algo parecido sucedió con el juicio televisado entre Johnny Depp y Amber Heard en los tribunales de Virginia. El actor ya había sido despedido de la franquicia de Piratas del Caribe y Animales Fantásticos tras la publicación de un artículo en The Washington Post donde Heard se definía a ella misma como la imagen de la violencia doméstica, que desembocó en una demanda por parte de Depp al periódico The Sun por referirse hacia él como “un golpeador de esposas”. Lo que sucedió en el juicio se convirtió en trending topic y fue lo más comentado durante semanas en internet. Más allá del fondo del proceso, una demanda por difamaciones en la que el tribunal obligó a la actriz a indemnizar a Depp en quince millones de dólares por acusarlo de violencia doméstica, lo que se debatía mediáticamente era otra cosa: ¿Se puede reparar la cancelación? ¿Qué límites existen? ¿Qué fantasías creamos alrededor de sus efectos? ¿Existe una condena social infinita?
En 2021 Johnny Depp había dicho ante el público del Festival de San Sebastián que “nadie puede estar seguro dentro de la cultura de la cancelación”, como si la capacidad de cancelar fuera un estado de excepción capaz de generar un momento de incertidumbre crónica sobre la sociedad. Después del despliegue mediático que fue el juicio, Depp parecía estar en condiciones de recuperar su carrera y desempolvar su filmografía. Sin embargo, nuestra compulsión por cancelar aquello que no queremos ver continúa entrando en cortocircuito— muchas veces— con lo que realmente vemos. Sobre esa misma realidad convive una impostura moral conflictiva de esta época, donde todavía buceamos entre los límites y horizontes del punitivismo y la denuncia en lo que vemos, en lo que consumimos y en lo que hacemos.