Abrazos en la geografía del infierno

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Abrazos en la geografía del infierno

25 Enero 2020

Por Norman Petrich

 

Con 19 años, uno estaría muy contento de ser marcado por una dama. Pero la chica que nuestro personaje se cruza está, al igual que él, en un lugar oscuro. Y esa escena, esa conversación de tabicados, de niños asustados, golpeados, abusados, abre la puerta del horror, el retorno a la pesadilla.

En una especie de diario que no respeta formas, el personaje principal va contando lo que recuerda. Parece poco (Releí estas páginas que vengo escribiendo de a una por día. Me sonó fatal que después de haber esperado cuarenta años para escribir esto, haya tenido tan poco para decir, dice en un momento), no recuerda nombres, por ejemplo, pero lo que recuerda dice tanto del espanto que pedirle más sería obligarlo a un portento.

Porque Eugenio Previgliano nos sumerge en los años de la última dictadura con un rigor estético que supera la mera denuncia. Manuel Vázquez Montalbán cuenta que sus Escritos subnormales nacieron por la imposibilidad de usar los métodos convencionales de la narrativa y esa fue la forma que encontró para evitar la censura del franquismo que no terminaba de desarmarse. El autor de La chica parece recurrir a métodos similares pero aquí la imposibilidad es interior, ya que el absurdo de la situación es enorme. Va de ojos vendados y le pide que baje: Bajar, la acción de bajar, por la escalera; pasar, sin embargo, de una geografía del infierno a otro encierro no menos horrible.

Empiezan las torturas para alguien que no sabe por qué está allí: Me preguntan hasta cuándo milité. ¿Qué es lo que debo contestar?Después ya acá, habiéndome vendado los ojos con alguna cosa, alguien me pregunta por mi nombre de guerra. Pero ¿qué guerra?, contesto.

Después está el dolor. Que se repite. Y como el personaje dice, un chico de diecinueve años no está aún acostumbrado al dolor, sueña con una vida bella.

El tiempo es confusión. Lo que parece un día puede ser meses y lo que creía soledad no es más que cuchicheo de muchos. Aquí, abajo, no se puede comprender, no se puede preguntar por qué se está allí. Sólo hay tiempo de pensar en sobrevivir porque es difícil creerle al que dice que no sabe, pero no es más fácil imaginar lo que estos tipos hacen.

El joven narra como puede porque en los hechos no hay lugar para la razón, lo que deja en el papel son perlas del desgarramiento, textos cortos que hablan de la imposibilidad de entender, donde los días pasan entre signos de preguntas: Es un misterio de dónde sacan a la gente ésta que traen acá. Incluso hay uno que tiene, en un brazo, tatuado un escudo de la armada.

Entre esas preguntas, la que se repite como un estribillo de canción, es qué habrá pasado con la chica; aunque siempre sospecha la respuesta la misma no extingue la duda.

Hay un viejo chiste que habla de una competencia entre fuerzas de seguridad internacionales en donde se deja escapar un conejo y éstas deben recurrir a sus habilidades para recuperarlo en el menor tiempo posible. Las fuerzas extranjeras recuperan sus animales en horas mientras que las nacionales se toman tres días para regresar con un chancho todo ensangrentado que repite “soy un conejo, soy un conejo”.

Nuestro personaje principal, despojado hasta de nombre, nos recuerda que ese absurdo fue realidad: Yo sé con seguridad, firmeza y ninguna duda que no tengo a nadie para vender, que no participé en ningún hecho, que nada más tangible que mis íntimas convicciones me podrían convictir. Y sin embargo me pegan, me maltratan, me torturan, me preguntan, me sugieren.

La escritura del libro es un regreso a la semilla, un intento de volver a encontrar la humanidad robada a picanazos, con notas al pie, con cambio de estilo para convertirse en riguroso y querido diario a mitad del relato, para descifrar todo aquello que no se le pudo poner nombre. La búsqueda de acomodar las cosas que fueron trastocadas: Mi hermana tenía la piel hermosamente oscura, más oscura, incluso, que la mía. Sin embargo yo no la recuerdo sonriendo… …Acá la veo poco, pero las veces que la veo me sonríe de una sonrisa que enseguida da paso a esta expresión de su rostro que yo todavía recuerdo.

Aunque trate de que todo se naturalice, nuestro joven se hace preguntas. Y va acomodando los tantos: Me contaron. Decían que los trajeron con un gran despliegue. Que en un momento atravesaban la autopista y en la otra mano, en un puente, para más datos, había unas chicas. Chicas, putas, que hacían la vida, el patín, la calle. En la autopista. Me contaron que cortaron el tránsito por la autopista, que atravesaron hacia la calzada de sentido contrario, que a los tiros persiguieron a las chicas, que a una de las chicas la redujeron y la trajeron a Rosario. Cuando entraban a Rosario tiraban tiros al aire. Esos son los que nos tienen presos.

Y empieza a comprender que pocos de los que están ahí parecen guerrilleros. Pero a esta gente le preocupan más los sumbersivos (lo escribe de varias formas distintas) que los guerrilleros y que todo aquel que no piense como ellos puede ser un sumbersivo que merece estar ahí abajo: Pero, ¿cómo llegué yo acá? Por incordioso, caprichoso e injusto que me parezca, el error es mío. Yo soy el que piensa que soy bueno, que no jodo a nadie, que no ando en nada, que no hay motivos, que no hay razones, que aquel andaba en tal cosa y este otro en tal otra. Yo soy el que me creo que uno puede vivir mudo, silencioso y transparente una vida tibia e indecisa refugiado puertas adentro en afectos privados y domésticos. Yo soy el que se ha creído que en este país las acciones privadas de los hombres sólo serán juzgadas por dios. Yo soy el que piensa feo. Y el gobierno es el que cree que eso es peligroso.

Rosario nos ha dejado un par de libros en estos últimos meses que retoman el tema de la dictadura del 76 pero dándole un giro en el enfoque. La Rote Kapelle, de Britos, que nos la hacía mirar desde los ojos de un niño integrante de una familia diletante en su paso hacia la adolescencia. Y esta novela de Previgliano, que construye (la palabra reconstruye le cabe mejor) un escrito de sobreviviente, un libro que seguramente nos debíamos no por su denuncia sino por su altura literaria. En La chica la escritura no aparece sobrecargada, más bien es sencilla pero nos dibuja un cuadro estremecedor que intenta recuperar, unir la memoria desecha para recordar qué es el amor: Es en ese momento, con la espalda arqueada, y apenas la cintura en contacto con el pabellón 5, que me doy cuenta de que, como tengo diecinueve años y toda una vida por delante, si es que no me matan como capaz a la chica, un día, tal vez en un pasado lejano, en un futuro borroso, un día dulce, un día claro, sencillo y cualquiera, sin que yo me dé cuenta, incluso ahora mismo, alguien va a volver a abrazarme. Y eso me calma.

 

Biografía

Eugenio Previgliano es egresado del Instituto Politécnico Superior y se recibió de Agrimensor en la Universidad Nacional de Rosario. Trabaja como agrimensor y docente investigador en Física Biológica. Desde 1991 colabora en el diario Rosario/12. Además de cuentos y poemas en varias antologías, publicó los libros de narrativa Los territorios de Bibiana y otros lugares (Gauderio, Rosario, 1993), La pelea (Ciudad Gótica, Rosario, 2006), La tierra perdurable (EMR, Rosario, 2013) y los de poesía Alcohol para las heridas (Ciudad Gótica, 2003) y La cuerda (Editorial del Pasaje, Rosario, 2015). La chica (Casagrande, 2019) es su último libro.