Lo nuevo de Daniel Böhm: En el jardín del mal puede nacer una flor
De pronto a uno le vienen ganas de meterse a espiar en la vida de los narradores de historias, y la historia (y la lectura) son una excusa para eso. Esto fue lo que me pasó en mi primera lectura de Una flor en el jardín del mal (CienVolando, 2023), el nuevo libro de cuentos de Daniel Böhm.
¿Con qué nos encontramos? Con una multiplicidad de voces narradoras: puede ser un hombre hétero, una mujer, un hombre menos hétero, etc. Y si bien todes elles “hablan” en un mismo tono entre melancólico y deprimido, todas estas voces escritas no se confunden, se distinguen, tienen algún tipo de personalidad propia. Porque ellas encarnan personajes solitarios y personajes que están solos, y esa soledad se infiltra de diferentes maneras. Hay algo desolado en este jardín del mal.
Los cuentos son sólidos, tienen conocimientos detrás, aunque dicho conocimiento esté disimulado. La narración fluye. Hay cuentos de médicos y cuentos de fotógrafos, cuentos con guiños deleuzeanos, cuentos sobre jardines y plantas.
Si tuviera que adjudicarle una influencia, me recordaron esos cuentos de Cortázar en los que éste jugaba con sus pasajes de un tipo de existencia a otra. Pero en los cuentos de Böhm (y espero no estar espoileando ninguna idea), este pasaje que parece inminente, no ocurre, u ocurre muy pocas veces. Este juego me parece otro gran mérito, porque la atención del lector, al contrario de lo que debería ser, no decae.
La otra cualidad que me impactó fue la estructura de los relatos. Recordemos que narra una voz melancólica, que a veces recuerda historias de su infancia, otras veces sus visitas a ciudades importantes pero periféricas de Europa, otras a sus perros, y cosas así.
Bueno, la estructura es de este modo: al comienzo la historia se va tiñendo de sombras siniestras (casi en el sentido psicoanalítico del concepto), a lo que le sigue un momento de tensión, senderos que se bifurcan: ¿el mal o el bien?; el lector (perverso fisgón), ¿qué espera? Y sí, como se diría vulgarmente, espera “la” noticia, el hecho siniestro, la caída calamitosa de estos personajes de clase media-bien que se mueven entre Belgrano y Recoleta; pero finalmente la historia termina en un final tan apacible, tan tierno, que el lector no se siente defraudado o traicionado, sino más bien al revés: se siente agradecido que algo bello crezca en el jardín del mal. Quiere seguir leyendo. Le gustaría saber más de lo que pasa cuando el cuento termina. Ahí está obligado a fantasear.
Y si bien “hablan” en un mismo tono entre melancólico y deprimido, todas estas voces escritas no se confunden, se distinguen.
Esta necesidad de fantasear, a veces, se acrecienta porque algunos fragmentos de los relatos te hacen acordar a ciertas noches de psicodelia o viajes especiales: “Pero de pronto la distingo mejor. No es un ángel quien me revolotea, es un esbelto murciélago negro. Lisa vuela con amplios movimientos, ahora adentro del espacio oscuro de mi cabeza, para luego circundarla un par de veces. Con un batir de alas apoya sus delicadas garras sobre mi glándula hipófisis, en medio de su cerebro, sosteniéndose como un pichón en una rama. Me siento totalmente poseído”. El lector también.
Por decisión del autor, el artículo contiene lenguaje inclusivo.