Un temporal es un temporal
Por Norman Petrich
Ilustración: Leo Sudaka
En el final de Los desnudos y los muertos (el crudo libro de Norman Mailer que para algunos es una de las mejores novelas escritas sobre la Segunda Guerra Mundial), ante un frente estabilizado en la lucha contra los japoneses en el pequeño islote de Anopopei, el comandante Dalleson recibe un inquietante informe justo el día en que el general Cummings lo había dejado a cargo de las operaciones mientras viajaba para entrevistarse con el Estado Mayor, para tratar de conseguir dos destructores que consideraba vitales para romper con el frente nipón y así terminar la campaña.
Ese informe le indicaba que un destacamento de la Compañía E había explorado alrededor de un kilómetro de la posición más avanzada y había descubierto un campamento enemigo abandonado. Si las coordenadas del informe no eran enteramente erróneas, ese campamento debía estar casi en la retaguardia de la línea Toyaku (línea de defensa del ejército japonés en la isla).
La primera reacción de Dalleson fue no creer en ellos. Hace unas llamadas y los confirma. Cummings le había dicho que debía mantenerse firme ante un posible contraataque japonés hasta que él volviera pero las nuevas noticias cambian el cariz del asunto. Maldice al general por ausentarse justo ese día. ¿Qué podía hacer sino ocupar con un batallón ese campamento?
De a poco empieza a desplegar las órdenes pero ¿cuáles serían finalmente esas órdenes? Cuando cae en la cuenta, había puesto en movimiento todo un ataque de gran envergadura. Sus subalternos le dicen que se está poniendo la soga al cuello. Dalleson piensa que puede ser una trampa, y recuperarse de eso le va a llevar días, además de significar el final de su carrera.
Es más, si hubiese tenido la mente más clara, habría dudado, pero dadas las circunstancias sólo podía pensar en avanzar.
Y es lo que hace. Y el avance es tan rotundo y encuentra tan poca resistencia que decide el final de la guerra en ese atolón.
Los informes que se obtuvieron luego de algunos prisioneros, darían cuenta de que los japoneses estaban al borde de sus fuerzas hacía rato y que Toyaku y su plana mayor habían perecido apenas empezó el avance de Dalleson, pero eso él no lo sabía.
Para Cummings esto parecía ridículo. Había planificado toda una estrategia y la había desplegado por meses y se había ido una mañana tranquila en busca de lo que le faltaba para el zarpazo final; llega al día siguiente y se encuentra con que la campaña estaba casi terminada por un avance frontal.
En Tifón, el maravilloso relato de Joseph Conrad, ante la situación producida por el empeoramiento de la marejada y el levantamiento de vientos que hacen sospechar la existencia de una gran tormenta desatada en un lugar no muy lejano, el capitán MacWhirr es azuzado por su segundo Jukes (en representación de la tripulación) a fijar rumbo al este y desviarse cuatro puntos y así evitar esa supuesta tormenta que, por ahora, sólo le da de bamboleos al barco.
El discurso del capitán mientras saca un libro que “habla sobre tempestades” y lo golpea sobre su muslo, es de las mejores partes del libro: se pregunta cómo sería eso de correr para situarse detrás de la tormenta. Si lo escrito en ese libro fuera de alguna utilidad significaba que debía desviar el rumbo inmediatamente, quién sabe hacia dónde, para luego bajar desde el norte a la cola de esa tempestad que se supone se había desatado en la zona. Trescientas millas de distancia y una buena factura de carbón.
Supongamos que cambiara el rumbo y llegara con un retraso de dos días –conjetura MaCWhirr- y me preguntaran “¿Dónde ha estado todo este tiempo, capitán?” “Me he desviado para evitar el mal tiempo”, diría yo. “Pues debe haber sido verdaderamente malo” “No lo sé porque lo he esquivado”.
Y sentencia: Un temporal es un temporal, señor Jukes, y un barco a vapor tiene que hacerle frente.
Terminará metiéndose en la madre de todas las tormentas pero esa es verdaderamente otro parte de la historia y no será esta vez que se las cuente.
Traigo todo este palabrerío, quizás, porque fueron libros que me marcaron en mi juventud.
Quizás porque, cuando leí Tifón por primera vez, me encontraba en el altillo de mi antigua casa mientras se desataba una tormenta muy fuerte, y mi primera sensación fue que estaba en el barco y no rodeado por las cuatro paredes de mi habitación o que esas cuatro paredes se habían vuelto una barcaza.
O quizás todo esto último sea una excusa para recordarle a mi obsesivo en el momento justo en que intenta darle una vuelta más a la duda, ahora que las referencias climáticas están a la orden del día y muchos planean estrategias a futuro cuando nos estamos quedando sin presente, que un temporal es un temporal y que, cuando todo lo indica, no queda más que avanzar de frente.