¿Es posible derrotar al Estado Islámico en el corto plazo?
Por Ezequiel Kopel
El estado actual de las cosas en Medio Oriente (Estado Islámico, refugiados, luchas sectarias, entre otros) se produjo como consecuencia de la "sobrerreacción" de Estados Unidos luego del 11 de septiembre de 2001. El envío de tropas terrestres a Siria no sólo constituiría un error, a esta altura de las circunstancias, sino que sería un "regalo" para el Estado Islámico que podría argumentar –tal como lo hizo Al Qaeda para justificar el atentado a las Torres Gemelas- que se encuentra enfrentando la invasión occidental a tierras musulmanes (las tropas estadounidenses quedaron estacionadas en Arabia Saudita luego de la Guerra del Golfo).
Mientras tanto, es pertinente no caer en la trampa de polarización que pretende imponer el Estado Islámico con sus ataques: provocar el odio y reacción occidental contra los musulmanes para lograr una respuesta que, bajo la perversa ideología de los radicales, inauguraría una "guerra santa". Pero, según el parecer de algunos líderes como Polonia y Estados Unidos, ya inauguraron esa tendencia: mientras que el primer ministro de Polonia propuso crear un ejército con los refugiados en su a país y enviarlos a Medio Oriente para combatir al Estado Islámico, veinte estados norteamericanos anunciaron que ya no recibirán refugiados de Siria (aunque, hasta el momento, el número ha sido ínfimo y los gobernadores no tienen la potestad de rehusarse). Lo que han decidido no recordar, convenientemente, estos líderes es que Estados Unidos ha recibido más de 750 mil refugiados desde el 11 de septiembre de 2001 y ni uno de ellos ha realizado acciones terroristas dentro de su país.
Es necesario un repaso por los orígenes y desarrollo del Estado Islámico, el cual no sólo es consecuencia del neoimperialismo de Occidente sino que también es el "hijo bastardo" del despotismo de las dictaduras árabes y de las divisiones de sus sociedades. El Estado Islámico se encuentra en pleno desarrollo y expansión desde 2004: primero fue Al Qaeda en Irak (AQI), después el Consejo Consultivo de Moujahidines en Irak, más tarde el Estado Islámico de Irak y ahora, en su última encarnación, es el Estado Islámico (EI), a secas. La organización radical, que comenzó su vida después de que Estados Unidos derribara al gobierno de Saddam Hussein en 2003, es mucho más que un grupo terrorista: se trata de una insurgencia de cosecha iraquí, orgánica a un proyecto político totalitario que prosperó en un entorno geopolítico en el que los musulmanes sunitas se vieron a sí mismos privados de sus derechos de privilegio durante la ocupación estadounidense de su país y la posterior dominación chiíta. Nada ayudó más al desarrollo de este grupo que la disolución del ejército iraquí y la Ley de “desbaathificación” (por el partido Baath, de Saddam Hussein) promulgada por Paul Bremer, gobernador estadounidense de Irak, en 2003. De un plumazo, a 400 mil miembros de un ejército iraquí de mayoría sunita (más los afiliados civiles) se les prohibieron el acceso al empleo público, les negaron pensiones -aunque les permitieron la posesión de sus, otrora, reglamentarias armas. De un plumazo, el preciado estatus gozado por los sunitas sufrió un cambio demoledor; antes de la invasión no sólo controlaban el Partido Baath y eran los empresarios a quienes se les otorgaban los contratos gubernamentales más lucrativos sino que, también, conformaban la exclusiva mayoría de los graduados de las academias militares. La disolución de las fuerzas armadas iraquíes contribuyó al levantamiento de las milicias sectarias (chiítas, sunitas y kurdas) al disolverse un orden -por cierto, injusto- creado en Irak, que priorizaba el poder sunita desde que los otomanos tomaron el país, en 1534, por sobre los chiítas.
Francia no provocó los ataques terroristas -el gobierno del primer ministro iraquí Haider al-Abadi le viene informando al Eliseo, desde hace 18 meses, que se planeaba un atentado contra la capital francesa, momento en el cual los franceses no participaban, todavía, de la campaña internacional - como tampoco lo hizo Beirut, dos días antes de los ataques contra París. El fundamentalismo religioso ve provocación en todos lados, especialmente en las diferencias religiosas y políticas, en la música, en la libertad de las mujeres y en todo lo que amenace su atávica concepción de la vida. No obstante, y como contraparte, la falta de estabilidad en la región tampoco es producto del derrocamiento de líderes despóticos como Muammar Gaddafi o Saddam Hussein, tal la afirmación del candidato republicano para los Estados Unidos, Donald Trump. Esta concepción, expresada por un individuo que piensa que los mexicanos inmigrantes de su país son asesinos y ladrones, es una falacia: los que aportaban seguridad y estabilidad en estos estados no eran sus líderes sino sus policías secretas y la represión de sus gobiernos. Afirmar que Saddam Hussein aportaba seguridad, desconociendo que Hussein provocó un millón de muertos al invadir Irán en 1980 es, cuando menos, un acto de memoria selectiva.
Lo que hace más difícil la solución del problema es que numerosos países tienen agendas opuestas (Estados Unidos -el acuerdo nuclear-, China –el petróleo-, Rusia -mantener a Assad-) y que todo se da en el marco de un enfrentamiento regional entre Arabia Saudita e Irán, que reavivó una "competencia" que se mantiene, hace siglos, entre las dos corrientes del Islam -los mayoritarios sunitas y los minoritarios chiítas- por su control ideológico. Sin lugar a dudas, el promotor de esta guerra, durante el último siglo, ha sido la monarquía sunita de Arabia Saudita, que comparte la misma ideología con el Estado Islámico -el wahabismo, una interpretación radical del conservadurismo islámico- y que es responsable de su propagación alrededor del mundo con el millonario financiamiento de mezquitas y centros religiosos. Esta movida aumentó considerablemente a partir de 1979, cuando se produjo la chiíta "Revolución Islámica de Irán" y los sauditas vieron su poder amenazado por un movimiento que pretendía ganar las almas y las mentes de los musulmanes del mundo. Arabia Saudita prioriza, primero, la caída de Assad y, en segundo lugar, la derrota del movimiento Houthi en Yemen, antes que la destrucción del Estado Islámico. En Siria, los sauditas pretenden cambiar el gobierno tiránico-secular de la secta alawita encabezado por Basher Al Assad (aliado con los chiítas iraníes desde que el clérigo Musa as-Sadr los reconociera como parte de la corriente chiíta del Islam), por un régimen fundamentalista sunita asociado a Arabia Saudita. La intención es clara: obstruir el canal de poder chiíta que surge en Teherán, pasa por Bagdad, atraviesa Damasco y llega a Beirut. Sin embargo, los deseos de Arabia Saudita colisionan con el país más efectivo para contener al Estado Islámico: Irán.
Otro actor exitoso en la lucha contra los radicales yihadistas han sido los kurdos pero su antiguo enfrentamiento con Turquía ha contenido su avance. Sólo basta con mirar el mapa de la región para comprobar que el único país que detiene, de manera efectiva, el avance kurdo sobre Raqqa (el centro de poder del Estado Islámico en Siria) es la propia Turquía y sus bombardeos contra sus enemigos mas acérrimos. Es por esto que tanto Arabia Saudita como Turquía han dejado crecer a los igualmente peligrosos Jabat Al- Nusra y Ahrar al-Sham, movimientos radicales sunitas en Siria, para debilitar a sus enemigos. Estados Unidos y Francia apoyan activamente a Arabia Saudita - además les venden armamento por millones de dólares- y siguen, en muchas ocasiones, sus líneas de pensamiento pero estar cerca de los sauditas implica alejarse de Irán y alejarse de los iraníes es una receta segura para que el futuro de Siria sea controlado por algún grupo proveniente del fundamentalismo islámico.
Favorecer a Irán presenta dificultades: a medida de que gane más poder al ya acumulado luego de firmar el acuerdo nuclear con Estados Unidos, entrará aún más en conflicto con sus rivales sunitas en otras partes de la región, y con Arabia Saudita en particular. Por el momento, aparece como única opción favorable continuar el camino iniciado por el acuerdo nuclear, que considera al país persa como a un igual pero también lo compromete a atenerse a una hoja de ruta muy clara sin desviaciones en materia atómica. La peor opción sería repetir lo hecho por Estados Unidos tiempo después del 11 de septiembre de 2001, cuando George W. Bush descartó a Irán después de utilizarlos: los iraníes, que fueron uno de los primeros países en expresar su solidaridad con Estados Unidos ante el ataque de Al Qaeda a las torres Gemelas e, incluso, colaboraron para que la afgana Alianza del Norte apoyara al gobierno instaurado por Estados Unidos luego del derrocamiento de sus enemigos talibanes, fueron "recompensados" por Bush con la acusación de que pertenecían al famoso "Eje del Mal". Las consecuencias de su furia estuvieron a la vista tiempo después: cuando Estados Unidos tomó el poder en Irak, Irán resolvió fomentar muy rápidamente a las milicias chiítas para atacarlos.
Si la forma de derrotar al Estado Islámico parece sostenerse en el apoyo a sus enemigos más exitosos, la única posibilidad de terminar con el gobierno de Assad -que con sus políticas genocidas sólo contribuye a aumentar el apoyo a los yihadistas- es mediante una elección democrática y limpia que incluya a todos los sectores de la sociedad siria, incluidos sus refugiados. Aplicar una solución militar para derrocar al mandamás sirio sería, cuando menos, contraproducente, debido a que el Estado Islámico u otro grupo radical, instantáneamente, la aprovecharía para ocupar su lugar y apoderarse del país. Y sólo basta con imaginarse lo que sucedería si los radicales –que en la actualidad controlan un territorio de tres millones de personas- serían capaces de hacer si dominaran un estado de casi 20 millones de personas, con aeropuertos y puertos para exportar su idea de dominación mundial.
En los últimos y convulsionados tiempos, junto a la irrisoria afirmación de muchos especialistas, tanto conservadores como progresistas, de que los dictadores árabes traían estabilidad a la región, se sumaron las voces de entusiastas que calificaron - sin entender sus orígenes o comprender su desarrollo- a la Primavera Árabe como parte del problema actual de Medio Oriente. No pueden estar más equivocados: la insurrección que sacudió al mundo árabe y sacó del poder a cuatro presidentes vitalicios no forma parte del problema; tal vez haya sido la única solución posible. Es probable que a esta solución no podamos verla inmediatamente y haya que esperar dos o tres décadas, del mismo modo que hubo que esperar por los líderes de la revuelta de Praga, en 1956, hasta principios de la década del 90, para que los jóvenes árabes que encabezaron su, demasiado breve, primavera, lleguen a su madurez política y sean capaces de conducir a sus países y sus nuevos proyectos políticos.