Dorrego y los profetas del odio
Por Ernesto Jauretche
Manuel Críspulo Bernabé Dorrego. Amado por el bajo pueblo, respetado por los poderosos, venía abriendo anchas avenidas a la igualdad social, a la democracia y a la confederación, en las estoicas tierras de las provincias del Plata.
A las vueltas de la vida, que dedicó en sus primeros años como espada al servicio de la emancipación americana, puso sus afanes en la conciliación nacional y la construcción de un futuro de patria grande y pueblo feliz para los suramericanos. El arisco Dorrego era la gran esperanza de los pobres: poner fin a la anarquía de una lucha de intereses que descansaba sobre el sacrificio de las mayorías.
Lo sabemos: como hoy, ese camino suele estar tachonado de traición y perfidia. Un pueblo en marcha hacia su beatitud genera el odio de los privilegiados.
A los 41 años enfrentó el pelotón de fusilamiento como lo que era: un valiente soldado, hombre de honor y coraje, un abnegado y servicial caudillo popular. Si morir era una ofrenda a la necesaria reorganización nacional, entregaba incondicionalmente su vida. Ejemplo. Decenas de miles de jóvenes siguieron ese rumbo de héroes a lo largo de nuestra historia.
Lavalle es responsable de ese crimen ante la memoria y la historia, ejecutor y único reo sin condena. Y de la calamidad que desató. Es atroz la decisión criminal de matar al camarada de las guerras por la emancipación americana; pero mucho más grave es el error político que se deriva de su elitista mirada del pueblo y sus destinos.
Se le han buscado toda clase de atenuantes; incluso la famosa correspondencia de los intelectuales unitarios, que lejos de exculparlo pintan como un pelele al condecorado combatiente.
El, sólo él: osado general de mil batallas por la emancipación americana, habrá de cargar con lo imperdonable, un baldón que ultraja fatalmente el inefable honor que cultivaba. Uno solo, un desafortunado aunque meditado acto, en acontecimiento que merece reflexión de todos los hombres, nubló para siempre su lugar en la historia, su memoria, su valor, su talento.
¡Pobre de él!
A su pesar, creemos los hombres de buena fe que la insufrible servidumbre de ese infame asesinato lo ha perseguido, lo persigue y lo perseguirá a través de los siglos. Ni siquiera la poética imagen de su corazón conservado en aguardiente atravesando la quebrada de Humahuaca lo redime. Ni la pluma inglesa de Jorge Borges ni el vulgar bolígrafo de Félix Luna, ni romances, lamentos folklóricos, vidalitas, aunque rescaten un hombre que fue soldado de San Martín, con el tiempo apenas un nombre, pueden borrar aquel arbitraje antipatriótico, antipopular y antidemocrático.
Quienes lo usaron cometen un delito continuo. Una vez más en el espíritu de los hombres de casaca negra, los Varela y los Rivera Indarte, el mismo Echeverría apostrofando al asesino, concurren con los Mitre y los Magneto, los Bullrich y los Pinedo, junto a las autoridades de caducas academias. Porfiados e impenitentes actúan homenajes crueles, vengativos, abominables, al pie de la alta columna que en Plaza Lavalle encumbra el bronce de la espada sin cabeza. Sólo el diario La Nación los registra.
Sí, justo allí; a un lado de la Plaza que llamaron Lavalle, en Talcahuano y Tucumán, mirando insolente y contumaz hacia el Mirador Massue, construido en 1903 sobre las ruinas del solar de la familia Dorrego, hoy bellamente reciclado por arquitectos benévolos y tal vez ignorantes de la tragedia que conmemoran, la seca mirada de bronce de Juan Galo de Lavalle preside tan anacrónicos como hostiles ofrendas y cortesías. No persiguen redención sino reafirmar que allí siguen, presentes, los profetas del odio.
Dorrego vive y nos acompaña en esta hora dichosa argentina.
Pero es dolorosa la imagen metropolitana de celebración de una derrota popular en una ciudad que, como continente sangrientamente logrado de Capital Federal, debe pertenecer a todos los argentinos.