De las incompetencias del señor Bonadio
Por Miguel Gaya
Hace muchos años que soy abogado. Esto no me hace necesariamente un letrado sabio y ni siquiera experimentado, pero alcanza para suponer una mirada sin demasiadas ilusiones sobre el ejercicio de la profesión. Al menos en nuestro país y en estos tiempos. Tampoco alcanza para renegar de ella, y bastaría para amarla tener presente que una parte relevante de la lucha por la verdad y la justicia y el castigo al terrorismo de estado se dirimió, y ejemplarmente en muchos casos, impulsada por abogados, funcionarios y jueces probos.
Sin embargo de un tiempo a esta parte, y en particular desde el comienzo del actual gobierno, una sucesión de resoluciones judiciales en causas de alto contenido político no dejan de asombrarme, al correr hacia el absurdo no solo la noción de justicia sino la misma verosimilitud de su administración. Pero cada vez que falla ese juez Bonadio logra dejarme estupefacto. Hay límites que el derecho no permite traspasar; incluso hay varios que, aunque suene raro, la misma política aconseja no saltarse. Y hay otros que el simple decoro o la dignidad personal nos dictan respetar. Bonadío se los salta todos. Sin inmutarse, sin que nadie se inmute. Como si sus dislates no contagiaran a todo el poder judicial, por decir lo menos, y al gobierno, el estado y la prensa.
El procesamiento que acaba de dictar en la causa Los Sauces alguna vez se estudiará en las facultades de derecho del mundo como prueba de la infamia. Una causa amañada e inventada de cabo a rabo, superponiendo inútilmente objetos procesales en manos de otros jueces, una manifiesta hostilidad hacia los investigados, y una larga y apabullante serie de irregularidades y procedimientos viciados no alcanzaron para armar un auto medianamente sostenible. El mismo auto es inconcebible en términos de requisitos mínimos de verosimilitud.
Pero su declaración de incompetencia entra en el libro del absurdo y la afrenta al sentido común. Es tanto un atentado al estado de derecho como una ridícula muestra de impotencia. Desde el comienzo de la causa se le cuestionó duramente su competencia. La defendió con uñas y dientes. La Cámara la ratificó. Y justo en el momento del procesamiento la advierte. Sin embargo, no la advierte como corolario de un accionar, luego del cual toma conocimiento de alguna situación, encuadre legal o hecho ignorado que lo obliga a dar un paso al costado. Tampoco la advierte como resultado de su razonamiento al procesar a sus víctimas justiciables.
Llega a la conclusión de apartarse de la causa luego de dictar los procesamientos, agotado ese acto, pero habiendo sabido, tenido ante sus narices para decirlo en buen castellano, las causas de su incompetencia todo el tiempo. No podía ignorar su incompetencia antes y durante el acto de dictar los procesamientos, y la trata como un paso posterior lógico al solo efecto de dictarlos. Estas circunstancias vician de nulidad todo lo actuado, y apuntan directamente a un accionar doloso del señor juez. Pero dudo que al señor juez le importe este extremo. Bonadío es un hombre menoscabado en su accionar como juez, que ha menoscabado la justicia, el derecho, a la sociedad que lo consiente, y al gobierno y la prensa que lo miman y sostienen. Poco del derecho y nada de la justicia parecen importarle.
Pero me temo que a nosotros debería importarnos. No como defensa de sus ostensibles víctimas, sino en mera defensa propia. Si Bonadío estuviese solo, su labor como juez sería repudiable, pero podríamos confiar en que algún día podría ser corregida por los órganos encargados de velar por la buena administración de justicia. Sin embargo, siendo un ejemplo grosero del deterioro de la justicia, de su uso espurio con fines políticos, no es el único, y ni siquiera el más grave. Cada día que a Bonadío se le sostiene como juez, que se avalan o consienten sus atropellos, el poder judicial se deteriora, y el estado de derecho se resiente.
Es posible que a algunos les alegre esta persecución, que sientan que truena el escarmiento para unos réprobos que de otro modo más apegado al derecho no podrían ser castigados; o que es el precio a pagar para sacar de circulación a una figura política, que de este modo se aseguran dañar un contrincante para pode gobernar o ganar elecciones. Habría que preguntarse a qué costo, y quiénes lo pagamos.
El costo es la destrucción de la administración de justicia, la consecuencia es la pérdida de credibilidad de los jueces y el poder judicial, la degradación del estado de derecho; la aceptación cínica de que el poder todo lo puede, aunque sea de forma circunstancial. Y después el diluvio que caerá sobre las cabezas de los ciudadanos de este desgraciado país, otra vez sin paraguas, otra vez a la intemperie.