Pepe Rosa ¿El último revisionista?
Por Eduardo Rosa
Primera historia: ¿Quién es Pepe?
Empezamos estas líneas llamándolo “el viejo maestro”, y esto viene de lejos. Al final de su vida a Pepe Rosa le halagaba que lo llamen así y como todo lo de él es historia vamos a historiarlo: Rosa, reunido con Perón, le hace un comentario sobre los cursos de estrategia militar en la escuela superior de guerra; que tuvo oportunidad de leer y le dice que es un excelente profesor. “Yo seré buen profesor, pero usted... usted es un maestro”, le contesta.
Perón tambien había leído a Pepe, pero su admiración venía de algo más personal. A Perón, militar de alma, el presidente Lanusse le había quitado, junto a su grado, el derecho a usar uniforme. Perón tomó esto como de quién viene y contestó a un periodista que lamentaba la decisión: “No podré usar el uniforme del país que amo, pero puedo usar el uniforme paraguayo que es el ejército más glorioso de América”. Lanusse asombrado se indigna, diciendo que esas palabras eran poco menos que una traición. Pepe Rosa recoge el guante y sale al cruce y le recuerda a Lanusse que la calificación de los paraguayos como El ejército más glorioso de América, fue hecha por el General Gelly y Obes en plena guerra del Paraguay, admirado del coraje y la bravura de sus adversarios. Y que casualmente Juan Andrés Gelly y Obes era tío abuelo de Lanusse.
Polemista temible, hacía de la polémica un deporte y no medía consecuencias. Preso a los pocos días de la autodenominada revolución libertadora por dar refugio en su casa a un compañero buscado es finalmente llamado a declarar ante un poco equilibrado personaje que se hacía llamar “Capitán Ghandi”, y este sedicente juez libertador le hace preguntas sobre historia (ese era su delito).
-“¿Y usted me ha tenido preso e incomunicado tantos días para preguntarme sobre historia?; ¿No hubiese sido más fácil invitarme a su barco y conversar sobre historia - (aún Rosa no sabía que el “capitán” no era capitán de la marina sino maestro de escuela). - O tal vez comprar mis libros; de esta forma yo hubiese ganado algo”. “¡Usted es un mercader de la historia!”, se indignó Ghandi. –“¿Y usted de que vive?, pregunta Rosa, porque supongo que será mercader de algo”. En un momento que tocan el tema de la agresión franco británica a la Argentina de 1838 y 1845 y Ghandi minimiza el conflicto… “ah, dice , los bloqueos...” ¡pero no bombardearon Buenos Aires! … no, dice Rosa... Buenos Aires no fue bombardeada... por marinos... Extranjeros. Ghandi no se da cuenta de la sutileza hasta que unos jóvenes que observaban le pasan un papelito. Esa imprudente bravuconada le costó meses de cárcel, pero Pepe Rosa, polemista impenitente no se pudo callar.
¿Quién era este hombre?
El 20 de agosto de 1906 una guardia de Granaderos a caballo escoltaba una visita en dirección a la casa rosada. Era el arribo de Mr. Elhiu Root, embajador extraordinario de los Estados Unidos, que estaba recorriendo “el patio trasero”. Mr. Root, como la mayoría de sus compatriotas, no le quedaba dudas sobre el “destino manifiesto”, que era (o es) la creencia que ellos tenían derecho primero a “civilizar y educar” a toda América, y luego, naturalmente, a gobernarla. Era presidente por entonces en ese país Teodoro Roosvelt, a quien Rubén Darío cantara:
Eres los Estados Unidos,
eres el futuro invasor
de la América ingenua que tiene sangre indígena,
que aún reza a Jesucristo y aún habla en español.
(oda a Roosvelt – Rubén Darío)
Mr. Root se ufanaba de haber sido uno de los artífices de la enmienda Platt, que luego de la guerra hispano-norteamericana aseguraba la inclusión yanqui en el Caribe “hasta su anexión definitiva”. Esa mañana fría de 1906 se cruzaron esos dos destinos opuestos.
Al pasar la comitiva por la puerta de la casa, estaba naciendo José María Rosa, cosa que impresionó tanto a su padre, que en la pila bautismal incorporó el “Elhiu”.
Pero fue llamado Pepe, y este sobrenombre también viene de la historia. Retrocedamos a 1806. Liniers ha llegado a Colonia, cuyo puerto estaba bloqueado por los ingleses, siempre bien informados por sus numerosos espías y por sus logias masónicas. Liniers no se movía; esperaba un aliado, decía. Finalmente el aliado llegó, era la sudestada, temible tormenta que acumulaba las aguas marrones en la orilla oriental pero producía bajantes en la otra costa. Y los ingleses sabían muy bien que el Río de la Plata era mayoritariamente bajo, navegable solo por secretos canales que pocos prácticos conocían.
Liniers entonces cruza el río pasando entre los asustados ingleses que no se atrevían a soltar amarras. Lo hace con los barcos que habitualmente trasbordaban desde Colonia o Montevideo las mercaderías de los buques de ultramar. Uno de estos prácticos era un pintoresco catalán llamado José Pons a quién apodaban “Pepe el Mahonés”.
En 1807 encontramos a Pons incorporado al regimiento de Miñones al mando de un pelotón peleando en Alsina y Perú. En el fragor de la lucha los Miñones le sacan un cañón a los ingleses y tal vez por no tener munición lo clavaron, -operación irreversible en el campo de batalla- y lo guardaron en una casa vecina. Al finalizar el combate fueron a buscar su cañón y... ¡no estaba!, ¡Se lo habían llevado los Patricios!. Hubo un largo reclamo judicial y finalmente devolvieron el cañón. Pocos días después se depone el virrey y ¿quién asume?: ¡el odiado jefe de los Patricios!. Pepe no lo soportó y cruzó a Montevideo para ponerse a las órdenes de Elío; nuevo virrey nombrado por la junta de Cádiz. Para eso armó dos de sus barquitos con un cañón cada uno impulsados por diez remeros (una chalupa armada en guerra, que solían usarse para policía de los puertos). A uno de ellos lo bautizó “La Podrida”, y, para ganarse la vida sacó patente de corso. En los registros de Montevideo se consignan varias capturas de buques “de Buenos Aires” realizadas por La Podrida.
Cuando el sitio de Montevideo, en 1813 en la primera batalla naval contra las fuerzas “de Buenos Aires” (Argentina todavía no existía), el único barco hundido fue el “San Luis”. Lo hundió “la movediza podrida” según los anales de la historia naval argentina.
Pasó aquella época; la política fue reemplazada por las cosas cotidianas y Pepe el Mahonés retomó sus habituales fletes. En 1829 llegó de España un conocido de la familia, que como tantos otros inmigrantes comenzó a trabajar en la casa de comercio de su connacional y como tantos otros terminó casándose con una de sus hijas; era Vicente Rosa. A uno de sus hijos le pusieron José María tomando el nombre de pila de ambos suegros (José y Josefa) heredando también el sobrenombre Pepe, y este pasó a su hijo y luego a su nieto y bisnieto y tataranieto.
El primer José María, abuelo del Pepe Rosa fue un abogado de prestigio y un entendido en economía, siendo -pese a que su militancia lo encontró en los cantones Radicales del 80-, ministro de hacienda de Roca y más tarde de Sáenz Peña. Fue él quien “inventó” la convertibilidad creando la caja de conversión que canjeaba un peso por 0,44gr. de oro, ley que subsistió hasta que estalla la guerra del 14 y su propósito era evitar que el peso argentino siguiese subiendo, lo que imposibilitaba el nacimiento de nuestras industrias y abarataba las importaciones.
En sus memorias, (Pablo Hernández -Conversaciones con José María Rosa – 1978), nuestro Pepe le contaba que le gustaba ir los domingos a la casa de su abuelo, donde unos señores que dominaban el ya olvidado arte de la conversación, hablaban de “calles” (Sarmiento, Pellegrini, Mitre). También cuenta que la historia se vivía en su casa como chimentos vecinales y entre sus recuerdos relata que una de sus tía abuelas hablaba de la batalla de Rodeo del Medio, entre el tío Ángel y el tío Goyo. (Pacheco y Lamadrid).
Otro cuento histórico nos relata el espanto de una señora que contaba horrorizada el haber pasado por la quinta de Rosas y haber visto cientos de cadáveres colgando de los árboles. No le pareció a joven Pepe de buen gusto usar su propia quinta para algo tan desagradable, por lo que averiguó y encontró que era cierto lo que esta espantada señora había visto, pero no era un capricho del “tirano” sino que era cosa de Urquiza, que ejecutó a toda una división que se había sublevado y se había pasado al bando Argentino antes de Caseros colgando sus cadáveres en Palermo. Tal vez fue en esa temprana edad que Pepe supo que no existía objetividad para ver la historia, y los “malos” eran malos sólo por definición de diccionario.
Pepe fue un precoz lector que ya se asomaba como polemista. A los once años había caído en sus manos “El origen de las especies” de Charles Darwin y en la clase de religión el pequeño Pepe discutió con su profesor sobre la creación.
“¿Quién le ha dicho a usted eso? ¿Darwin? ¿Y ese Darwin cree saber más que la Biblia?. Vea jovencito, lo que ese Darwin dijera fue amplia y definitivamente rebatido por Cruvier, enterrando la ridícula teoría de las especies mutantes”.
Pepito; joven testarudo no se dio por vencido y buscó en la nutrida biblioteca de su casa argumentos que pudiesen confirmar a Darwin. No los encontró, pero al día siguiente volvió con algo que incuestionablemente ponía fin a la objeción de su maestro.
“Cruvier no pudo haber rebatido nada de lo que Darwin haya dicho, por la simple razón que Cruvier ya había muerto cuando Darwin publica El Origen de las especies”. Una mala nota para Pepito, tal vez precursora de los meses de cárcel ganados por no quedarse callado.
Según quienes lo conocieron de veinte años, Pepe les parecía un bicho raro. Su madre había muerto cuando él tenía solo 13 y seguramente su casa era regenteada por sus hermanas mayores, por lo que Pepe prefería hacer una vida de mesa de bar. Se lo podía encontrar con cuatro o cinco libros de los más variados temas, no estudiado (era un buen estudiante y se recibió de abogado a los 20 años), sino leyendo; conocía al dedillo la mitología, los libros de la literatura en boga, recitaba largos poemas con solo haberlos leído un par de veces, era sin duda uno de esos privilegiados que tienen permanentemente encendido el teatro de su imaginación.
De más está decir que su conversación fascinaba a sus interlocutores y en mayor medida a sus oyentes femeninos. Ha contado alguna vez que hasta Alfonsina Storni quedó tan impactada que le inspiró un poema. (3)
Nunca ejerció muy seriamente su profesión de abogado. Salvo algunos asuntos familiares el joven Dr. parecía más inclinado a la política y militaba activamente en el partido de Lisandro de la Torre, como casi todos los jóvenes estudiantes de su época. De la Torre, apreciando los quilates de su militante decide mandarlo a Santa Fe, ciudad donde su partido no era fuerte y el objeto era hacer que Rosa hiciese los dos años de residencia en la provincia para luego candidatearlo a algo. Por esto mandan al recién casado matrimonio Rosa (su joven esposa era Delfina Bunge), a esa ciudad con el conchabo de “Juez de Instrucción”. Un juez de instrucción es el juez de las comisarías, que debe actuar en primera instancia en los casos policiales (hurtos, prostitución, juego, peleas). Esto le da un contacto cotidiano con una realidad que para él seguramente era muy lejana.
Era el principio de los años 30; la crisis iniciada en el mundo capitalista también llegaba a la Argentina. Era la época que el tango cantaba: donde hay un mango, viejo, Gómez y que en el puerto aparecían ollas populares. Si eso pasaba en Buenos Aires, con todos sus recursos ¿qué le quedaba a Santa Fe? Tal vez la única forma de trabajo era agachar la cabeza y hacer cola en “La Forestal” para mendigar la inclusión en la “tarja”, ocupando el lugar dejado por algún díscolo que no sabía agacharse. Allí al menos se tenía cama y “provista” aunque de plata no hablemos.
Pepe volvió a ver allí a los molinos de viento. En su primer libro “Más allá del Código” (1932), nos relata como un juez debe administrar justicia tratando de sobrepasar las falencias del código. Esta actitud le trajo algunos problemas, sobre todo con lo que para algunos era el sagrado derecho de propiedad. Relata en el libro varios casos donde se absolvía de culpa a algún paisano que carneaba una oveja para dar de comer a su familia, dejando el cuero en el alambrado para no perjudicar en más al propietario.
Su relación con la historia tal vez haya comenzado al entrever en esa gente sencilla algo no escrito en los libros. En los paisanos, nietos o bisnietos de los que hicieron la patria aún quedaba el rescoldo de sus abuelos, aquellos hombres que sentían la patria “de la gente” y no entendían a las palabras huecas que hablaban de abstracciones, como libertad, civilización, progreso; palabras todas aplicables a una clase social que no era la de ellos. Y menos entendían que ellos debían ser excluidos de la patria que con su sangre habían ayudado a nacer.
Hubo entonces un primer compromiso con la verdad, a la que previamente habría que encontrar escarbando en el subsuelo de la Patria, separando escombros de mentiras ocultaciones y verdades a medias que tapaban aquel tesoro, antes que la muerte o los siglos los oculten y ya no podamos ser.