Una bici para tres
Por Betina Payaslian
El día que le daría la bici a sus hijos mi abuelo José cambió su rutina. Decidió dejar la zapatería en manos de su ayudante para poder ir de Lanús a La Boca. Desde el nacimiento de su último hijo, hacía cuatro años, no había vuelto a pisar aquel barrio que lo había recibido recién llegado de Siria en el año 1920. Tomó el tranvía a las once de la mañana y cuando por fin llegó a La Boca caminó apurado para llegar a encontrar abiertos los negocios de la avenida Patricios. El viaje había sido largo y fastidioso para él porque ya casi ni se movía de Lanús, había encontrado en su barrio su lugar definitivo, después tanto andar, su lugar y el de su familia.
Tenía la idea de comprarles a sus tres hijos varones la ropa que les regalaría junto con la bicicleta y para eso había trabajado más que de costumbre durante largos meses. Ya en la avenida no pudo dejar de pensar en todo lo que había padecido desde su llegada en el barco hasta el momento en que por fin pudo comprarse el terreno y hacerse una casita en Lanús, una casita donde además había construido un local y se había convertido en el zapatero del barrio. Hacía fuerza para no pensar, pero sobre todo intentaba no sentir demasiado. Eso era lo que mejor había aprendido, no sentir, tragar el llanto, ir para adelante sin mirar lo que dejaba atrás porque sería insoportable.
Saludó a cada uno de los vecinos de La Boca que lo recordaba, caminó con una sonrisa un tanto impuesta, buscaba darse aires de superación, “mírenme, ahora vuelvo acá de compras porque las cosas me están yendo bien, al sobrino de las costureras, al armenio, al final le está yendo bien”.
Entró en la sastrería, saludó al dueño y se presentó, “¿se acuerdan de mi?, soy José, el ayudante del ruso, el zapatero”… El turco Abel se alegró de verlo, cruzó el mostrador para abrazarlo pero mi abuelo le largó enseguida: “Vengo a comprar ropa para mis hijos, hoy es un día importante y quiero verlos bien vestidos”.
Salió de ese negocio con el paquete en la mano sin poder sacarse la sonrisa de la cara, esta vez no era impostada. Llevaba para sus hijos lo que nunca habían podido comprarle, no sólo porque era inalcanzable para sus tías, sino porque no habría tenido para qué usarla.
Cuando llegara a su casa lo esperaría su mujer, mi abuela, y el fotógrafo de la plaza, Don Enrique, que le había prometido estar ahí antes de que oscurezca.
Al momento de darles la bici a sus hijos mi abuela no puedo aguantar las ganas de llorar. Estaban todos muy contentos y emocionados. Significaba mucho para todos ellos. Un paso más en el camino para dejar la miseria atrás, la tragedia atrás, las pérdidas atrás.
Mi abuelo se encargó de frenar a sus hijos que ya querían lanzarse por las calles, “ahora quiero que se vistan con esta ropa que les traje y que le hagan caso a Enrique, ¿me escucharon?”.
En ese momento solo podía pensar en la foto y en lo que haría con ella. Para él, aquel día lo más importante era poder tener una imagen, una imagen que dijera lo felices que por fin eran. Esa foto cruzaría el océano haciendo el camino inverso al de años atrás para llegar a manos de su hermana mayor. Una bici, tres niños con ropa nueva y sonrisas plenas. Una bici para tres en una foto para decir: “acá estamos, quedate tranquila hermana, estamos bien”.