Menéndez: murió el chacal de Córdoba
Por Enrique Manson
Si nos dejan atacar a los "chilotes", los corremos hasta la isla de Pascua, el brindis de fin de año lo haremos en el Palacio La Moneda y después iremos a mear el champagne en el Pacífico.
La frase surgió de la poética inspiración del general Luciano Benjamín Menéndez. Eran los últimos meses de 1978, y los uniformados estaban ensoberbecidos por sus dos heroicos triunfos en el campo de batalla: la derrota de monjas, prisioneros encapuchados, y madres de desaparecidos que recorrían en vano (?) la Plaza de Mayo, y la victoria en el campeonato mundial de futbol. El vástago de una familia de generales que se había destacado por la coherencia a la hora del combate: el fundador del linaje, Benjamín, tío Benjacho, se había sublevado heroicamente contra la tiranía peronista.
Su aventura terminó en lo que habría de ser la modalidad familiar: rindió sus tanques ante la irrupción del populacho desarmado. Más adelante, otro miembro de este linaje de centuriones, Mario –también, Benjamín- haría otro tanto ante las fuerzas británicas en las Malvinas en 1982.
El Cachorro, como se conocía a este feroz guerrero, había llegado al generalato en momentos en que las fuerzas armadas produjeron el golpe de marzo de 1976. Los analistas políticos lo ubicaban en la línea dura, para la interpretación de los agentes norteamericanos y los opinólogos europeos. Ellos eran “nacionalistas”, y por eso estaban molestos con Martínez de Hoz y también, desde luego, con los militares democráticos, que encabezados por el anodino Videla, estaban dispuestos a conversar con algún político presentable. En realidad, el “nacionalismo” de los generales pinochetistas, no iba más allá de la absoluta intolerancia hacia políticos y sindicalistas, una crítica superficial al liberalismo capitalista proyanqui del superministro y, sobre todo, una generosa vocación para quedarse con el poder dictatorial, que injustamente detentaban el anodino Videla su amigo, el politiquero Viola, y los pretenciosos almirantes con Massera a la cabeza.
Mientras se dedicaba a llevar adelante sus conspiraciones internas, el Cachorro trabajaba esmeradamente en llevar adelante su parte de la Tercera Guerra Mundial, torturando personalmente prisioneros indefensos, y conduciendo las provincias del noroeste desde su guarida de La Perla, donde sus cómplices se encargaban de los heroicos combates contra mujeres embarazadas, oportunos robos de bebés para que no se contagiaran de la patología subversiva de sus padres, y –como toda tarea merece remuneración- la apropiación de bienes del enemigo, desde enseres más o menos domésticos, hasta propiedades y participación en negocios.
En este marco se llegó a una relación con Chile que anunciaba la guerra inminente. En 1978 se trataba de mear en el Pacífico los brindis victoriosos que el conquistador argentino celebraría en Santiago de Chile. En sus miopes visiones de la geopolítica continental y mundial, los dictadores renegaban de la solidaridad continental que habían soñado patriotas de otros tiempos. El estudio de los planes chilenos para la guerra nos llevarían, tal vez, a bajar del optimismo compadrón, pero más allá del resultado bélico, estaba la frase del presidente Federico Errázuriz, cuando a principio de siglo, afirmaba: “Supongamos que el valor proverbial del soldado chileno nos traiga la victoria… ¿Y después, qué? … Yo veo atravesar la pampa muy felices a nuestros rotos trayendo desde Buenos Aires cada uno un piano de cola al hombro. Pero detrás quedará un odio inextinguible que imposibilitará toda convivencia.” No menos acertado el decir de Perón en 1952: “iré a proclamar la necesidad de hacer indestructible la unión de Chile y la Argentina…Chile y la Argentina pueden constituir el núcleo central de la unidad americana. Chile tiene lo que nosotros necesitamos y nosotros lo que le falta a Chile. Solos nunca podremos hacer nada; juntos seremos fuertes.”
La oportuna intervención de Juan Pablo II, a través del cardenal Samoré, impidió la locura fratricida, pero a Menéndez le quedaba resto para seguir haciendo de las suyas. Al llegar la hora de la sucesión de Videla, supuso que tenía méritos ganados para encabezar el Ejército y se postuló para el cargo. Si los marinos se oponían, “les pintaría los barcos de verde” (el color de las fuerzas de tierra.) Al ser designado Viola, se puso a la cabeza de una rebelión interna. El señor de La Perla cordobesa que se había quedado con las ganas de mear en el Pacífico después de fotografiarse con gesto de Rommel sudamericano mirando la cordillera, estaba indignado. La frustración de la guerra contra Chile, la humillante visita de los observadores de la OEA y la inminente liberación de Timerman y Cámpora, lo ponían fuera de sí. Aunque tal vez lo afectara más el triunfo de Videla y Viola en la interna del Ejército. El segundo ya había reemplazado al primero en el Comando en Jefe del arma, frustrando las expectativas del Cachorro, y todo indicaba que éste dejaría el mando del III Cuerpo para pasar a un plácido retiro.
El 28 de septiembre, no pudo más y, con la compañía de su segundo comandante, el general Maradona, se pronunció exigiendo el retiro de Viola. Pero el Comandante en Jefe había calculado ya cuántos soldados tenía y con cuantos contaba su enemigo, y procedió a destituirlo. Atrincherado en Jesús María, Menéndez amenazó con una resistencia heroica, pero poco a poco fue comprobando que los regimientos se iban plegando a las órdenes de Viola. Es cierto que el rebelde contaba con el cuerpo de Ejército desplegado por el noroeste del país, pero ya no estaba en Rosario su amigo Díaz Bessone, y Suárez Mason se mostró extremadamente disciplinado Cuando el mundo entero temblaba ante el fragor inminente de la lucha, Menéndez hizo las mismas cuentas que Viola y, como lo indicaba la tradición familiar, se rindió.
Al general derrotado le correspondía una pena, según el Código Penal, de 10 a 25 años de prisión. Si se aplicaba la justicia militar, podía corresponderle el fusilamiento, y si se aplicaban las normas de la dictadura podía terminar en un campo de concentración. Pero Menéndez era propia tropa, no subversivo. Su condena fue el pase a retiro y la aplicación de 60 días de arresto.
Otro general de la familia, Mario Benjamín, se rendiría en Malvinas en 1982, contestando la pregunta de Fidel Castro a Costa Méndez: qué clase de general era Menéndez, a lo que Costa Méndez respondió vaguedades. Pero su interlocutor aclaró de inmediato el sentido de su interpelación: “Lo que pregunto es si Menéndez es un general que pelea o es de los que se rinden.”
Después vino la restauración constitucional. En tiempos de Alfonsín tuvo arrestos para enfrentar, cuchillo en mano, una pequeña multitud que lo insultaba al salir de una declaración periodística. Siguió la indagación judicial, el indulto de Menem y la restauración de Justicia desde 2003. El tiempo que le quedaba –hasta cumplir 90 años- alcanzó para una docena de condenas a cadena perpetua.