El crimen de Gesell: ¿nace el punitivismo progresista?, por Diego Kenis
¿Qué lleva a que personas que se identifican con un pensamiento progresista, el campo popular o la izquierda renuncien a los postulados garantistas en materia penal y celebren videos que demuestran la violencia institucionalizada en el universo carcelario?
Planteada así, en abstracto, la pregunta parece ficción. Ocurrió, sin embargo, en los últimos días. A propósito del caso de asesinato patoteril de Villa Gesell. Las redes sociales son terreno propicio para el exabrupto, el grito que sobreactúa una indignación prestada, tan urgente como fugaz.
Esta conducta no es atribuible a un determinado espacio, movimiento o demanda. No es orgánica, sino espasmódica e individual, por definición mediada. Pero existe, cada quien habrá tenido un ejemplo entre sus contactos. Cuatro líneas en las redes simplifican lo que a otras y otros les lleva mucho tiempo pensar, confrontar, escribir, corregir. Si esa simplificación prevaleciera sobre la elaboración de densidad teórica, colectiva y militante, se llegaría a un punto crítico: un revanchismo de vuelo rasante vaciaría demandas genuinas –la clasista y la feminista, en este caso- y las haría chocar de frente con otras, como el garantismo y la defensa por los derechos humanos de las personas privadas de la libertad. Ya lo advertía Ernesto Laclau al apuntar que toda demanda puede insertarse, o eslabonarse, en discursos de izquierda o derecha. Un paso necesario para evitar lo segundo podría ser abstenerse de la gran tentación de estos tiempos, lo fácil que es gritar indignaciones en las redes sociales.
Un ejemplo en este sentido siguen siendo las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo. Ellas, que pasaron por lo peor en primera persona, nunca cayeron en las trampas del odio y el rencor, que hubieran tenido plenamente justificados. Lucharon contra la impunidad, rechazaron cualquier falaz “reconciliación” y reclamaron cárcel común para los genocidas de la dictadura. Pero nunca cedieron a la tentación de los regodeos de venganza. Así, su lucha por Memoria, Verdad y Justicia nunca fue incompatible con otras demandas, como la de un sistema carcelario que deje de lado la violencia institucional. Por eso lograron construir lo inédito: una nueva hegemonía. Contra todo, desde el llano y partiendo de una adversidad total.
A contramano de ello, lo ocurrido en Argentina durante enero adquiere un dramatismo ilustrativo cuando se repara en el escarnio sufrido por Pablo Ventura. Detenido durante cuatro días sin fundamento alguno, fue etiquetado como el undécimo miembro de la patota y, en la exégesis del relato mediático, el líder de la acción. Su ausencia de Gesell fue presentada como una huída febril, facilitada por su padre, para ganar impunidad de ricachón. El tiempo transcurrido y la distancia supuestamente recorrida no coincidían, pero la lógica no es un acto reflejo. Con el correr de las horas, comenzaron a hacerse evidentes otras inconsistencias. Los pies de Ventura no entraban en las zapatillas ensangrentadas que se les atribuían, se lo llamaba “rugbier” pero no practicaba ese deporte sino remo, un video lo mostraba cenando en Zárate la noche del crimen y ningún testigo lo reconoció en el lugar del hecho. Pero para entonces la prensa había asegurado su participación (y la posterior huida) y la Justicia lo había mantenido cuatro días privado de la libertad. ¿Cuál había sido el único elemento para hacerlo? La versión de los otros diez acusados, que no tenía carácter testimonial ni la policía debió tomar. Funcionarios judiciales y medios de comunicación parecieron no reparar en la contradicción de señalar un posible pacto de silencio y, al mismo tiempo, creer en la versión de los pactantes.
En redes y foros pudieron leerse los efectos de la mala praxis. Del mismo modo en que hubo celebraciones a los videos de internos de unidades penales que prometían bienvenidas a los acusados, se apeló a un nuevo espasmo de indignación para anticipar que Ventura sería beneficiado con la impunidad, merced a la protección paterna y su condición de niño bien. Llamativo resultó en este caso constatar hasta qué punto, y con tanta agua corrida bajo los puentes, se tomaba a paquete cerrado la versión policial, judicial y periodística. Es particularmente grave en los casos de quienes profesan pertenencias contrahegemónicas: omitieron recordar los cuestionamientos al oligopolio de la fe pública que ostentan la Justicia y los medios. Después de tanto cuestionarlos, resulta que ahora se da crédito a todo aquello que presentan como verdad.
Del mismo modo, pareció aceptarse desde el vamos la reducción del análisis propuesta por los títulos de los diarios y los zócalos de tevé. Eran once (luego del papelón, diez) rugbiers. Por cierto que nunca podrá ser negativo, sino más bien oportuno, revisar críticamente prácticas y discursos de un ámbito determinado, y así hubo quienes aportaron elementos surgidos de un conocimiento y estudio profundos. Muy distinto es recortar la mirada y aislar una única causa, despreciando de antemano cualquier otra posible incidencia concurrente y sintetizando todo en cuatro líneas de Facebook o 280 caracteres de Twitter. No se trata simplemente de no caer en las injusticias de toda generalización, sino de los riesgos de errar el diagnóstico: si se recorta el análisis a una única variable, aún cuando lo contenido en ella sea válido, la conclusión puede verse malograda por la exclusión de otros factores.
¿Por qué buena parte de la prensa cayó en el recorte del análisis y en errores de abierta mala praxis a la hora de informar datos concretos? No se advierte, al menos de momento, una intencionalidad determinada, una decisión deliberada de utilizar el tema. Tampoco cabe caer en esencialismos. La primera respuesta siempre es válida: las malas condiciones de trabajo. El periodismo se mide en variables de productividad industrial: número de páginas, de notas, de minutos u horas de aire, de primicias y –en la era febril de la web, que lo empeoró todo- de una actualización que prescinde de correctores porque, supuestamente, se corrige a sí misma haciendo camino al andar. Con equipos reducidos en roles y menos puestos de trabajo, los y las periodistas deben ser hombres y mujeres orquesta, hablar de todos los temas y no decir nunca “no sé”. Viejos vicios con urgencias nuevas, que llevan a omitir pasos como consultar a quienes estudian en profundidad los campos o juzgar críticamente lo que informan las fuentes. Con todo esto, se agrava la tendencia histórica que convierte a cada tema en un Macondo discursivo: sucedido un hecho, se lo exprime hasta que otro lo reemplaza en la atención, abandonando entonces el interés en él y dejando en soledad a quienes lo estudian en profundidad.
La práctica de la comunicación también merece y necesita pensarse a sí misma. Tal vez, un par de minutos antes de cada impulso de seguir lo urgente.
No hace tanto tiempo, cuando la desaparición de su hermano Santiago ocupó la centralidad en la agenda hegemónica y la irresponsabilidad mediática era norma, Sergio Maldonado dirigió a los y las periodistas un reclamo tan sensato como contundente. “Si no saben qué poner, pongan música”, sugirió. Habría que poner música más seguido.