El periodismo patrullero
Por Hugo Muleiro* | Foto Daniela Amdan
El control social extremo que demanda la estrategia que el Gobierno de Alberto Fernández eligió para afrontar la pandemia del coronavirus consigue en general el acompañamiento de los medios de comunicación, que por fuerza de los acontecimientos gozan de un beneficio extra: la recuperación inesperada de uno de los recursos que los encumbra como poder, que es dictaminar sobre las conductas sociales, dividir el vasto universo de cobertura en bueno y malo y desplegar discursos que aplauden o ametrallan.
Horacio González recordó en su “Historia conjetural del periodismo” (Colihue, 2013) cómo Natalio Botana, con su muy exitoso diario “Crítica” -en términos de circulación y capacidad de impacto-, desplegaba a comienzos del siglo XX por las calles de la Ciudad de Buenos Aires a sus cronistas, para pescar noticias de la incipiente vida urbana.
Deambulaban estos cronistas, dice González, como una suerte de patrulla social, llegaban de regreso a la redacción con datos, cuanto más escabrosos mejor, que servían para exponer de manera impactante las conductas que se salían de la norma, para señalar al disociado, al “malviviente”.
Un siglo después la práctica está intacta, es en verdad frecuente pero ahora tiene la mascarada -y la coartada- de la virtud, cual es custodiar un bien común que nadie puede poner en discusión: preservar la salud pública, la de todos y todas, la heroica misión de salvar vidas.
Acorde con el drama mundial, periodistas de estudio, cronistas de móviles, columnistas, locutores y frecuentadores de la todavía sorprendente práctica del panelismo, se sienten en su mayoría autorizados a levantar el tono contra quienes resisten el cumplimiento de las normas transitorias, en especial la restricción a la circulación. Son pronunciadas algunas descalificaciones que no requieren mayor conocimiento ni elaboración, y no faltan las que llegan al insulto. El comunicador o comunicadora a se autoadjudica la autoridad moral para estas sentencias inapelables con la comodidad inigualable de no tener que rendir cuentas de su propia observancia de las normas.
En esta ubicación formidable de poder, quienes tienen o creen tener habilidades para el ejercicio periodístico reemplazan a médicos, infectólogos, especialistas en epidemia.
La usurpación de roles se extiende a las calles: las cámaras del canal muestran una vez, y otra vez y otra al automóvil, la patente y el rostro del conductor detenido ante un control de tránsito bajo acusación de violar las restricciones a la circulación. Aceptando que esta acción es condenable, una irresponsabilidad consigo mismo y con los demás, cronistas, conductores y jefes de transmisión no ven o no quieren ver que con el “escrache” exponen a esas personas a una represalia que puede llegar a ser violenta y crear así un problema extra para las fuerzas estatales.
En fin, una primavera inesperada para el sistema mediático que es, para la sociedad, un indecible padecimiento, lleno de peligros. Sin que esta consideración pueda ser usada para ubicar en el mismo plano a un conjunto de protagonistas variopintos, diversos, lo cierto es que la emergencia abre la oportunidad para que la Argentina no olvide que tiene pendiente una definición de su sistema mediático que se obtenga mediante parámetros democráticos, de convivencia, de humanismo, de inclusión. Otra patente evidencia al respecto es que casi ningún espacio ni emisora cumple con la obligación de la lengua de señas, en general pero en especial cuando se hacen anuncios informativos trascendentes para la suerte de todas y todos, por ejemplo -y particularmente- cuando habla el presidente de la Nación, cuando hacen anuncios las autoridades sanitarias, las de Economía, las de Seguridad.
Lo más difícil de esa discusión pendiente, que no se saldará obviamente en este período extraordinario, es la perversidad comunicacional: la misma emisora y el mismo conductor o conductora que recita en tono grave la necesidad de responsabilidad de toda la sociedad pone al aire tras cartón el testimonio de una mujer española sin nombre ni apellido que denuncia abandono y, prácticamente, acusa a un Estado criminal, que deja morir a las personas. Se transmite una vez y se comenta, pero a los 15 minutos va el envío otra vez, en plena tarde, y a la hora una tercera vez, y las audiencias reciben por tres esa enorme descarga de desesperación, de angustia, de pérdida total de la esperanza.
Y el diario cuyos editores se jactan, un par de veces a la semana, de la sacrosanta práctica de los “valores” del periodismo, le dispara al público cifras de una aparentemente probable progresión de personas muertas y enfermas que llevan tres, cuatro, cinco y hasta seis ceros. Todo en cuestión de semanas. Son casos en los que lo último que les importa es la consecuencia que pueda tener ese mensaje.
*Integrante de COMUNA (Comunicadores de la Argentina)