Roberto Santoro: una mirada irreverente y feliz
Por Agustina Catalano
En la mayoría de sus fotos, Roberto Santoro tiene una mirada irreverente y feliz. Desafiante, profunda y al mismo tiempo, llena de ternura; la mirada de alguien alegre, que se ríe muy seguido, que sabe que todo (o casi todo) tiene solución, pero también sabe de los peligros de estar vivo, alguien que se conmueve con el dolor de los demás, con las injusticias diarias. Sus últimos libros, dan cuenta de eso mismo.
En medio de la feroz represión que la ultraderecha nacionalista desató alrededor de 1973 en nuestro país, Santoro eligió la risa. Una risa que no era diversión sino pensamiento, catarsis, en cierta forma, resistencia. Había entonces una amenaza real y concreta, que el poeta ya venía alertando tempranamente: las “botas”, los “milicos”, como se decía en aquella época, las fuerzas armadas en cualquiera de sus expresiones. En 1965 supo organizar el Informe sobre Santo Domingo, con sus amigos y compañeros de Barrilete, un cuadernillo de poemas que cuestionaba duramente la invasión militar de Estados Unidos en la República Dominicana, en pleno auge de la guerra fría. La vida y la libertad estaban en juego.
Ese mismo año, 1973, en que grupos parapoliciales como la Triple A secuestraban, asesinaban y desaparecían personas (la mayoría jóvenes militantes) a plena luz del día, Santoro publicó Poesía en general, un libro audaz y llamativamente irónico, humorístico, al que denominó “monumento gráfico poético”, dedicado a los presos políticos, “a los torturados”, “a la gente de mi país”. Acompañado de más de una decena de ilustraciones sueltas de diferentes artistas, escribió veinte poemas dirigidos al “culo gordinflón” del general, al “efebo reluciente” que “se caga en el país con toda el alma”. El general, que es uno y son todos, policías, militares, “hienas”, “juntacadáveres”, animales desfigurados “por la coima”, “cerdos de fonda”, “traficantes de panes”, “capangas del olvido”. “La familia unitas”, como supo llamar en 1974, en su Informe sobre Trelew, a toda la cadena de mando de las fuerzas de seguridad: cabo / cabo primero / sargento / sargento primero / sargento ayudante / suboficial principal […]”, etc., etc.
¿Qué tenían que hacer los poetas, los artistas, los trabajadores de la cultura ante la violencia, el terrorismo de estado, las muertes, las pérdidas? ¿Servía escribir versos? ¿Ayudaba “decir algo”, “poner la firma” al pie de unas palabras?, se preguntaba Santoro. ¿Qué hacer? ¿Qué escribir y cómo? La militancia política fue una respuesta. Y la literatura.
Sus publicaciones hacían frente, nombraban sin pudor las experiencias más difíciles y dolorosas, ridiculizando al enemigo, burlándose de su falta de humanidad, su torpeza e ignorancia. Sin olvidarse nunca de su poder y su peligrosidad, pero augurando su inevitable rendición final y días de fiesta para el pueblo.
Mientras tanto, en el ojo de la tormenta, había que sobrevivir, tener “el corazón bien alto”, como le escribió a su entrañable amigo José Antonio Cedrón, exiliado en Venezuela, en una carta fechada en 1976. Para lograrlo Santoro tenía algunas pistas, algunos consejos que fue dejando en sus versos. Por ejemplo, “durante 15 segundos / y en ayunas / repítanse diariamente las siguientes palabras / hi-jos-de-pu-ta-hi-jos-de-pu-ta” (“Ablución”, No negociable, 1975). O “hacer la revolución”, como dice su poema de un único verso, “Trabajo Práctico”. Así de simple, sin vueltas, sin excusas.
Hacer, siempre hacer. Hacer de todo. Una comedia musical. Una antología sobre fútbol. Poemas, poemas y más poemas. Listas de izquierda para ganar la Sociedad Argentina de Escritores. Revistas de humor. Frentes culturales antiimperialistas. Discos de música. Collages y dibujos. Ediciones cartoneras de literatura y arte. Juntarse, agruparse, ser muchos, ser con otros. Vivir y andar a pura “prepotencia de trabajo”, como decía Roberto Arlt. Cuando en una entrevista le preguntaron a Santoro “¿qué proyectos tiene para el futuro?”, respondió: “Si la bomba quiere, una cantidad impar y heterogénea que va desde la publicación de ciento catorce libros de poesía, varios hijos, algunos ensayos y obras de teatro, alguna que otra antología y la creación de una sociedad protectora de insectos, pero de los chiquitos”.
El filósofo Walter Benjamin dijo, a propósito del cine de Charles Chaplin, que quizás la emoción más internacional y revolucionaria de las masas era la carcajada. Santoro no ignoraba el enorme potencial de esa mueca extraña que se dibuja en la cara, en muchas de sus fotos. Le gustaba hacer chistes. Descolocar. Ser absurdo e irrisorio. Y a la vez transparente, clarísimo en sus ideas, sus objetivos, sus anhelos.
El 12 de marzo del 77, solo tres meses antes de su secuestro y desaparición, escribió un poema breve titulado “The End”, en el que se lee: “Fueron las últimas palabras del general ajusticiado: Muero contento, hemos batido a la guerrilla”. Versos valientes, directos, punzantes. Deslizamientos sutiles de sentido, bromas sencillas, casi obvias, gestos mínimos que tal vez le arrancaron o le arrancan todavía hoy a alguien algún “¡ja!”. Una risa que no alcanza a ser descontrolada o grandilocuente, que es más bien acotada, cortita como su poema, pero necesaria, catártica, en definitiva, humana.
De nuevo, las líneas finales de una carta (esas cartas que siempre terminaban en abrazos fraternales, calurosos, revolucionarios) a su amigo José resume perfectamente esa postura, que es ética y también estética: “Y bueno, Negro, ¿qué querés? Nosotros estamos en un camino que no tiene asfalto y si me apurás un poco te digo que ni siquiera estamos en un camino. El camino tenemos que hacerlo y es difícil, como es difícil la poesía y es difícil la vida. Pero nosotros amamos lo que cuesta, aquello doloroso, lo que se consigue con muchos esfuerzos. Nosotros cuando sufrimos o tenemos bronca, lo hacemos como si fuéramos no uno, sino tres o cuatro, pero recordá también que cuando tamos contentos o enamorados o simplemente alegres, gozamos no por tres o cuatro, sino por seis u ocho. ¿Está claro?”.
En efecto, si la poesía, en este caso la poesía de Santoro, enseñara algo, si dejara al menos la sensación de una certeza, aunque fuese precaria, esta podría ser una: jamás renunciar a la risa, al amor, al goce, ni siquiera cuando casi todo nos ha sido arrebatado, ni siquiera en el peor momento de la historia. Esa también es nuestra trinchera.