"El filósofo y su pito": un aporte a una crítica de la deconstrucción
Hasta hace unos días creí que había logrado vencer al falocentrismo (para no hablar del falologocentrismo), que yo había elaborado creyendo que podía destituirlo de ese lugar de poder (o de impotencia disfrazada) que tuvo para toda una civilización, para toda una sociedad y para mí. Creí, ingenuamente, que lo que hacía el pito me importaba un pito, pues el placer podía circular por otras zonas, experimentando otros afectos. La cosa no podía reducirse a la eyaculación y san se acabó. Me había sacado de encima la exigencia indeclinable de que se me parara.
Pero bueno, una vez más, estaba equivocado. En los días de internación que pasé, de análisis re invasivos y con la operación de próstata mediante, advertí, para mi desagradable sorpresa, que no era tan así. Que mi destitución del falo era más simbólica o imaginaria que real, menos una realidad que un deseo, como le debe de pasar a muchos. Detesto cuando un amigo me confiesa que prefiere que el otro/a con el que está teniendo sexo termine antes que él, y que imagine ese acto como un acto democrático o un gesto de amor en el que se le da el lugar prioritario al otro/a: no advierte lo sometido al falo que está, y que infecta toda la relación. Ahora bien, cuando tuve que convivir con la sonda vesical, me di cuenta que lo que le pasaba al pene no me era indiferente, más bien todo lo contrario.
A partir de una infección urinaria medio fea, con mucha fiebre, con bacterias que habían llegado a la sangre, los riñones se habían visto afectado gravemente (pielonefritis), y terminé internado. Ni bien me internaron me pusieron una sonda, un cañito que entra por el agujero del pene, recorre la uretra y llega hasta la vejiga, así ésta descarga cada vez que tiene líquido: como dije, se habían dañado mal los riñones y había que dejarlos descansar y ver si se acomodaban a la antigua situación, que por supuesto en sí misma no era óptima (ya estoy en esa edad en la que lo físico denuncia los años; cuando yo era chico veía a la gente de la edad que tengo ahora directamente como viejos). La orina sale automáticamente y termina en una bolsita que a veces me ataba en la pierna, para disimular (así fui varias veces a dar clases a la facultad); otras veces llevaba la bolsita en la mano o la dejaba en un balde, a mis pies, mientras leía. Casi un mes estuve viviendo con este apósito médico de este modo precario, donde te sentís invadido, híper vulnerable y a la vez protegido: sabés que sí o sí vas a hacer pis sin que intervenga tu voluntad o tu capacidad, de hecho volvés a dormir de corrido toda la noche. Cuando me sacaron la sonda, uno de los problemas que podían surgir era precisamente que no pudiera hacer pis (el otro problema era que saliera directamente sangre); esas primeras horas fueron extrañas, felices y ansiosas. La liberación auténtica, si existe tal cosa, llegó cuando salió el primer chorro (soy de los que piensan que una vez que te agarra la medicina y te cura, no te suelta más).
Cuando tuve que convivir con la sonda vesical, me di cuenta que lo que le pasaba al pene no me era indiferente, más bien todo lo contrario.
Eso sí, caminaba 2 cuadras y ya empezaba a sentir la molestia —ni cuento cuando tenía una seudo erección nocturna (ahí aparecía el gran fantasma: ¿lograré tener alguna vez otra erección? ¿Es tan fundamental la erección?). Primero fue el dolor insoportable, antes de la internación. Luego vino la internación, donde me vi reducido al tamaño de la cama, conviviendo con un señor que defecaba por el estómago. Cuando salí, mi espacio existencial se amplió al tamaño de mi casa. Visité poco o nada la calle. Mis hijas hacían las compras y me mimaban. Mi socia en la marihuana compró y compartimos lo que conseguimos, mientras algunas noches volvía a frecuentar otras sustancias que en el hospital no podía conseguir (bah, no sé, no se me ocurrió preguntar). Todos estos rituales debían llevarse a cabo sin regarlos con el maravilloso encanto dorado del whisky: por 20 días se me suspendió el alcohol. No extrañé la calle ni la ciudad, y los amigos y amigas venían a casa a saludarme y cuidarme (¿serán enseñanzas que dejó la pandemia?). ¿Qué más podía pedir? Pero estaba con la sonda, esa era la única realidad, la realidad incontestable, irrefutable y vergonzosa.
¿Vergonzosa? No era la primera vez que usaba sonda, hará dos años atrás unos aprendices de urólogos me pusieron una durante una semana, nunca entendí para qué. Creo que era por protocolo. Los urólogos se manejan con esta libertad de cuerpo. Me habían atendido unos residentes, porque el urólogo jefe estaba operando o haciendo otra cosa. Me cayó muy mal este urólogo. Creo que los urólogos en general, el individuo masculino que elige esa especialidad, después tiene de por vida un complejo con su profesión. Como me dijo un amigo: están todo el día tocando penes, ¿y si resulta que les gusta? El especialista hetero tiene que demostrar todo el tiempo su elección. De aquella experiencia bastante traumática solo se enteraron los amigos íntimos, en esos días ni siquiera vi a mis hijas. Acá, ahora, decidí que tenía que ser distinto: lo que no te destruye, te potencia. No podía ni quería ocultarlo, y entonces mis hijas me vieron con la sonda, que cuando venían amigos la disimilaba dentro del pantalón, pero en cuanto preguntaban por mi salud, le mostraba el bulto que se formaba en el talón del pie, por lo general el derecho, con la bolsita que muchas veces acumulaba orina. Fue un crecimiento para mí, la incorporé a mis conversaciones, se lo conté a la gente que me saludaba y me preguntaba cómo estaba: “estoy bien, mejorando, todavía con la sonda, mirá”, respondía, y le mostraba, sin llegar a ser un exhibicionista.
“Mirá boludo, si mirás o no mirás no va a cambiar la realidad”. Pero no podía mirar. Les dejo la interpretación profunda a los psicoanalistas. ¿Sería un tipo de castración real?
Lo cierto es que cuando defecaba o cuando me bañaba no podía mirar el pene, del que salía una manguera injuriosa, bastante más grande de lo que cualquiera puede imaginar. El cuerpo realmente es plástico y se adapta a cualquier realidad. Ya me había pasado con el ano eso: hay algunos órganos cuyo tamaño y funciones pueden variar con el uso. Cuando me sacaban la sonda (por diferentes motivos me la sacaron y volvieron a colocar varias veces), tampoco podía mirar. Cerraba los ojos, de algún modo sufría, aunque no sintiera ningún dolor. Estamos en la época de la medicina indolora, por suerte. Cuando me introdujeron una cámara para explorar la próstata y la vejiga por el lugar por donde salía la sonda (cistoscopia se llama el análisis), tampoco pude mirar. De hecho, me atendieron dos médicas urólogas muy profesionales en esa ocasión. En el medio del análisis les pregunté a estas médicas si alguna vez se les había desmayado alguien. Respondieron que no, nunca. Les respondí que siempre hay una primera vez. Me acostaron, me levantaron las piernas, me dieron un caramelo y me dijeron que suspendíamos todo para otro día. Les dije: “No chicas, no puedo volver a casa sin hacerme estos análisis”. Me repuse y toda la maquinaria médica se puso de nuevo a funcionar. Es eficiente. Siguieron poniéndome cañitos y sondas. Más de una vez me dije: “Mirá boludo, si mirás o no mirás no va a cambiar la realidad”. Pero no podía mirar. Les dejo la interpretación profunda a los psicoanalistas. ¿Sería un tipo de castración real?
Ahora estoy en pleno proceso postoperatorio y de recuperación, casi feliz. No puedo tomar alcohol ni practicar ningún tipo de sexo, pues la operación de próstata cambia la manera de tener sexo o por lo menos de acabar o eyacular, pues implica lo que se llama eyaculación retrógrada o retroeyaculación: tenés todas las sensaciones del orgasmo y la eyaculación, pero el semen no se expulsa, se eyacula hacia adentro, hacia la vejiga (alguna vez y por encontrarme en estado de gran desposesión ya había tenido este tipo de experiencia, que aún obviamente no probé en mi nueva normalidad postoperatoria). En el diccionario a la palabra retrógrado se le adjudica este significado: “las armas de fuego hacen un movimiento retrógrado al ser disparadas”. Lo que sucede es que usualmente al término retrógrado se lo suele interpretar en un sentido moral, no físico, y no es algo moralmente retrógrado que no se expulse el semen. En mi interpretación, retrógrado no solo retrocede sino que al retroceder avanza. O mejor dicho: esta palabra significa algo así como un movimiento que al mismo tiempo que su producto se lanza hacia adelante (la bala, el semen), el dispositivo retrocede, se retroproyecta hacia atrás.
En esta situación inestable (para decirlo de algún modo), en estas condiciones extra singulares en las que no puedo tener sexo hasta dentro de un mes, lo que significa, no que no puedo estar con otra persona dándonos placer, sino que no debería tener erección y mucho menos eyaculación, me expuse al porno después de 30 días. Acá se jugaba otro goce, un desnudo goce voyerista al mirar a estos dioses y diosas profanos entregados a la cámara que se ve que recién pude descubrir, o mejor, que recién pude asumir cuando materialmente el pene fue intervenido, inutilizado y violado.