Las novelas de Hernán Díaz y la construcción del mito
El gran escritor argentino Hernán Díaz, por cuya última novela: Fortuna (Alfaguara), ganó el premio Pulitzer de Ficción (que será inminentemente producida como serie por la cadena HBO), vive en Nueva York y eligió el idioma inglés como la lengua más adecuada para su producción literaria. Debe de haber un significado político en ese gesto. A los gestos de un escritor especialista en Borges no le podemos adjudicar un significado simple. Si hay algo político acá proviene, sospecho, de la tensión que provocan las traducciones y las traducciones de las traducciones en un juego de espejos en el que al final, o la obra se enriquece, o la obra se empobrece. ¿Es posible traducir? Como supo enseñar alguna vez el maestro Jorge Panesi, toda traducción es una traición. El lector, en este caso, debe adivinar sus propias conclusiones: ¿estaremos en el origen de un mito? Por ahora, Díaz tiene dos enormes novelas en su haber, que yo trataré de vincular aquí por lo que considero su gran tema, oculto bajo la hojarasca de sus historias monumentales, densas y algo anacrónicas: la construcción del héroe y del mito. ¿La verdad? Sin desmerecer la genialidad de Fortuna (¿con qué autoridad lo haría, además?), me gustó más su primera novela: A lo lejos (Impedimenta) —sé que esta reseña tendría que haber sido escrita hace un mes atrás, cuando recién había terminado de leer las dos novelas seguidas, en el momento espectacular de la visita del escritor a nuestro país.
Fortuna, la novela con la que Díaz acaba de hacer “fortuna”, en verdad son cuatro libros interrelacionados que dialogan entre sí, cuestionándose o respaldándose. Aparentemente trata de la suerte de un magnate de las finanzas que nació millonario y que supo incrementar su riqueza a lo largo de su vida. Nada más aburrido. Por supuesto, no es este el meollo central de la novela. Por su parte, en A lo lejos lo que se cuenta es la suerte de una persona abandonada por la fortuna, que es tratada como esclava ni bien se sube a un barco, y pasa de mano en mano como un objeto insignificante. Si bien ambas son novelas de aventuras, mientras en Fortuna las aventuras son más psicológicas que históricas, en A lo lejos las aventuras son las propias de los folletines decimonónicos en los que los personajes asumen rasgos fantásticos y desmesurados a partir de los relatos de boca en boca. Lo que encontramos en ambas son las matrices invisibles a partir de las cuales se construyen los mitos populares, aunque cada novela representa un mundo radicalmente distinto, y por lo tanto conforma un mito también diferente. Ahora me explico. En Fortuna, anécdotas triviales se convierten en nudos gordianos de sentido a través de los cuales vislumbramos ciertos comportamientos que no salen en las revistas de moda. Son los comportamientos desconocidos de la clase social más privilegiada y más envidiada del planeta. Mientras que en cambio en su primera novela el héroe proviene de la clase ortogonal a esa: los pobres más desheredados que podamos imaginar desde la infancia y para siempre. Uno tiene todos los mecanismos para reescribir a su antojo su propia historia y la historia de cualquiera; el otro no tiene ni siquiera idea de que su nombre será recordado por alguien. Si bien no coinciden totalmente en la era que refieren (la primera ocurre en el siglo XIX, mientras que la segunda comienza linealmente en ese siglo, pero llega hasta mediados del siglo XX), ambas transcurren en unos Estados Unidos que podemos imaginar ansiosos por elaborar sus propios mitos fundacionales.
Hernán Díaz eligió el idioma inglés como la lengua más adecuada para su producción literaria. Debe de haber un significado político en ese gesto.
No por nada la parte que más me conmovió en Fortuna es el relato autobiográfico de la escritora pobre, hija de un imprentero italiano (un padre duro e ideológico como uno se imagina que fueron los anarquistas de principios del siglo pasado), que comienza su carrera (y su vida) sirviendo a lo que su papá abominaba, el capital financiero. Para lograr el privilegio de esta servidumbre (cuando ella llegó a pedir el empleo, la fila de postulantes daba vuelta a la manzana) ella reniega de su nombre, pues intuye que con un apellido italiano no le darán el puesto. Me imagino a esta escritora como la que media entre esos dos universos extremos producidos por el dinero, la pobreza extrema y la riqueza extrema, el hombre que pertenece a un apellido y a una tradición, y el otro, un hombre del que nadie supo durante gran parte de su vida pronunciar correctamente ni siquiera su nombre de pila. Dicho esto, también debo confesar que lo único que me perturba de Fortuna (mentira, me perturban muchas cosas, y eso que la leí en la traducción de Anagrama, que todos sabemos lo que implica) es que está anclada en la ideología imperante en estos tiempos que corren.
Sin ser un libro feminista, en su trama, en sus vueltas de tuerca (en mi limitada capacidad interpretativa, si debo pensar un autor que Díaz tiene como modelo es Henry James), lo que se devela es el rol fundamental que cumplen las mujeres en la vida de los grandes hombres. Esto puede ser cierto, o no. En este caso, los giros son forzados (un poco forzados, para ser más exactos) y un poco inverosímiles (su inverosimilitud es diferente a la que vamos a encontrar en A lo lejos, donde lo fantástico proviene de la ignorancia y el relato popular, no de la trama de la novela). O mejor dicho, a medida que la escritora, Ida Partenza, va descifrando los documentos y diarios de su biografiada, el lector, sin ser detective, encuentra elementos para adivinar la inversión que lo sorprenderá, o no. La jugada, de cualquier modo, es magistral, pues en pleno siglo XXI una novela “bastarda” escrita por un argentino en inglés recrea el espíritu y la letra de la novela inglesa que envidia a la nueva aristocracia norteamericana. Tal vez sólo un extranjero como Díaz podía captar ese sentido. Voy a escribirlo: el héroe de esta novela monumental no es el magnate financista, son por un lado la escritora que tiene la función de redactar entre líneas la biografía de Mildred Bevel, la mujer del magnate cuya memoria debe ser rehabilitada, y por otro lado la misma biografiada secreta —por supuesto que esta interpretación es una simplificación de un libro de casi 500 páginas, que desbordan conocimientos de especialista en el mundo financiero, con datos creíbles que un lector común no tiene la capacidad de discernir. La crítica literaria está puesta a prueba a partir de novelas como esta. En A lo lejos no ocurre nada de esto.
No es que no ocurre nada de esto porque casi no hay personajes femeninos (sería un reduccionismo disparatado escribir algo así), o porque no haya giros muy bruscos que dan vuelta la trama como si se tratara de un guante. Como dije recién, la historia está anclada en el siglo XIX norteamericano, y narra la vida de un personaje singular, un extranjero sueco que llega a Estados Unidos luego de una errancia trágica. Una vez puesto en marcha hacia lo que soñaba como el paraíso americano, el motor que impulsa a este niño desahuciado, que se perdió antes de salir, es la búsqueda de lo único que ama en esta vida, su hermano —del que se había separado cuando éste se perdió en la multitud, justo un momento antes de que se subieran al barco que los llevaría a la tierra prometida, Nueva York. En esa búsqueda él pretende recorrer el país para dar con su hermano, que imagina como alguien encumbrado y rico —el hermano solía contarle historias deslumbrantes de él mismo, aventuras increíbles que tenían la función de paliar el hambre y el frío que sufrían, historias que el más chico creía al pie de la letra en su Suecia natal. De hecho, le llevó muchos años sospechar de su autenticidad. Lo significativo de este viaje que emprende el niño abandonado es que lo hace o lo intenta hacer en un sentido contrario al que tomaban las masas en ese momento histórico: de oeste a este —sospecho que el Díaz borgeano se imagina ese territorio interminable como un laberinto en el que los personajes se pierden sin entender el motivo.
Si en Fortuna se cuenta la vida de un millonario financista, en A lo lejos, entonces, se narra la de un migrante pobre que llega a la costa oeste de Estados Unidos siendo un niño y sin saber decir una palabra en inglés. Gran parte de su vida, que pasa literalmente como un esclavo, es un extranjero de esa lengua. Lo significativo, lo prominente es que alrededor de esa vida en desuso (como la de millones de otras personas) se va gestando un mito. Uno cree que los mitos se gestan a partir de acciones contundentes del héroe en cuestión. Nada que ver, según la perspectiva de Díaz. Los mitos se conforman con un pequeño porcentaje de acciones y con un gran porcentaje de fantasía e interpretaciones distorsionadas de la realidad —¿será necesario mentar aquí el famoso relato de Jorge Luis Borges: “Tema del traidor y del héroe”, en donde a un mito hay que solaparlo con otro para que no se devele la traición?
Por diferentes motivos a este niño extranjero y abandonado le va creciendo un cuerpo deforme. Se lo representa como alguien fiero, un asesino infalible y sanguinario. La novela empieza cuando este personaje medio monstruoso emerge del agua: “Solo entonces pudieron apreciarse sus colosales dimensiones, pues no resultaba fácil estimar su tamaño… Aquel hombre desnudo era todo lo grande que puede llegar a ser sin dejar de ser humano”. Obviamente, ya había dejado de ser solo humano, era un mito vivo. El hombre, mitad carne mitad leyenda, surge del agua helada cubierta de capas de hielo y apenas si se mosquea, como si fuera indemne al frío, a las inclemencias del tiempo y al dolor. En la mente del lector se perfila un ser prepotente y bravo. Bueno, no es con lo que se va a encontrar. Todos los que lo ven, le temen. Se cuentan fábulas muy cruentas, que un borracho pendenciero desmiente: “¡Mentiras! —gritó Munro, acercándose al grupo. Estaba borracho—. ¡Todo mentiras!”. En eso irrumpe el mito en persona. Todos los contertulios se callan (todos son hombres rudos, marineros y pobres). El silencio es ominoso, el lector está sumergido en él. Cuando el gigante golpea unos troncos que tiene en sus manos y este Munro se guarece muerto de miedo en la oscuridad, al lector se le prende la lamparita mágica de la fantasía. Arranca la historia. Ahí nuestro héroe afirma: “Sí —dijo sin mirar a nadie en particular—. Casi todo es mentira…. Casi todo es mentira —repitió el hombre—. No todo. Pero sí la mayoría”. Así empieza la novela. El héroe no teme hablar en contra de sí mismo, pues sabe que las palabras modestas que lo empequeñecen, en verdad lo agigantan. El combate entre distintas verdades, o cómo la verdad puede tener una torsión que la alimenta al mismo tiempo que revela su doblez, que es distinto a su falsedad. Asegurar que lo contado es mentira lo cubre de una pátina de verdad inconmovible. Los mitos no temen desmentirse porque saben que su poder ya está más allá de la verdad y la mentira. Forman parte de la imaginación popular. De eso, repito, se trata la novela: de la construcción del héroe popular y de su mito.
Los mitos se conforman con un pequeño porcentaje de acciones y con un gran porcentaje de fantasía e interpretaciones distorsionadas de la realidad.
En Fortuna, si bien no hay que construir un héroe, sí hay que construir un mito y su leyenda. Bevel, uno de los hombres más ricos del mundo, se propone resarcir la memoria agraviada de su mujer muerta (agraviada por un escritorzuelo cualunque, del que compran toda su obra para borrar así su nombre de la historia). A fin de conseguir esto, contrata a una escritora (o la compra, para decirlo mejor). Le exige a la escritora que sin perder el ritmo propio de su voz, ella le agregue los vuelos literarios que a él no se le ocurren. Tiene que inventar hechos que sean o parezcan reales, y tiene que interpretar los hechos como si ella fuera él. Lo logra. Más tarde descubrirá la verdad (otra verdad), que se aloja entre las escenas distorsionadas por el escritorzuelo, y las escenas distorsionadas por el magnate. Debe vivir como una trapecista que hace su prueba sobre una pared medianera entre dos precipicios, sin red en la que caer. Acá hay una intención consciente, no sé si de construir un mito (como ya dije, él nace en una de las familias mitológicas neoyorquinas), pero sí sin duda de rectificar su representación.
En A lo lejos la historia arranca como en una novela de Joseph Conrad: están en un barco varado en el medio de los témpanos, sin saber a ciencia cierta cuál será su destino. Alrededor de una fogata, como se cuentan las auténticas historias, el Halcón, así le dicen a nuestro héroe (en verdad, un antihéroe) va narrando toda su vida de miserias, develando lo distorsionado que el mito encarna. Por ejemplo: el mismo apodo de Halcón no proviene de una destreza suya o por algún rasgo de su carácter o por su físico (aunque se dice que lo adquirió cuando comandó a unos indios perdidos), sino de una mala traducción de su nombre sueco, que nadie entendía: Håkan (en un preclaro pie de página el traductor aclara que se trata de una similitud fonética en inglés: Howk can). Esta equivocación, este equívoco mínimo es la clave para comprender esta novela fabulosa que el lector no quiere que termine a medida que avanza frenético en la lectura de sus páginas.
Cruel y tierna, A lo lejos nos muestra cómo en el relato popular se van construyendo las leyendas, y lo que estas encubren en su exhibición y aparente transparencia. En Fortuna, se quiere construir un héroe que tal vez no existe ni podría existir (de ahí que en la inversión final el auténtico héroe de la riqueza sea otro; no digo una palabra más para no espoliar la trama). Si en Fortuna me imagino la influencia de James, se me hace que en A lo lejos la influencia es la de J. D. Salinger y esas aventuras fantásticas acometidas por el mítico Hombre que ríe, que el Jefe contaba a los “comanches” sentado a horcajadas en el asiento del conductor de su ómnibus destartalado. Tal la suerte que le aguarda al lector en estas páginas aciagas: perderse fascinado como un adolescente entre sus narraciones melancólicas.