¿Dónde va el amor? Sobre el último libro de Virginia Cosin
Mi hija mayor, Franny, me da el regalo que me mandó su madre, su último libro: La pizarra mágica. Para nosotros los libros son muy importantes. Iba a escribir, en lugar de su último libro, su última novela, pero este libro no es una novela. ¿O es una novela? A ella le preocupa esta cuestión del género: ¿es ficción o no es ficción? Si me apuran, diría que Virginia Cosin inventó un género en el que la verdad y la ficción, la exhibición y lo más íntimo y visceral de la propia vida, lo incompartible y la publicación, constituyen las dos caras de un mismo fenómeno, un fenómeno que tiene tanto de literatura como de vida.
Por ello, mucho menos es un libro de “memorias”, aunque las páginas estén abarrotadas de anécdotas personales, en varias de las cuales aparezco yo, a veces sólo como “el padre de mi hija”, a veces como “el profesor” que tiene miles de libros, a veces como el dueño de una pizzería. Cuenta, con bastante detalle, cuestiones de nuestra intimidad de aquellos años, cuando nos enamoramos locamente y luego, después de varios años, decidimos tener un hijo —deseábamos una hija, en verdad. Luego, como suele suceder, como lamentablemente me sucedió siempre, tuvimos que aceptar que lo nuestro no funcionaba y nos separamos. Es la vida.
En ese relato cuenta su insistencia y mis resistencias al comienzo, y también la vez que me fui de su cumpleaños con una de sus amigas (en realidad era la hermana menor de un amigo en común), cuando éramos amigos, muchos años antes de ser pareja. Por supuesto, al ir leyendo el libro se movilizaron fuerzas tectónicas en mi cerebro.
Mucho de lo que Vir narra yo lo conocía, como por ejemplo su relación con el “Chico Raro”, su gran amor de juventud —de hecho, yo la conozco a ella gracias al Chico Raro, ya que había sido alumno mío en un taller de escritura que dictamos con mi pareja de aquella época en una escuela secundaria de Belgrano. Ese verano, el Chico Raro vino a Valeria del Mar y se puso de novio con ella. Se integraron a nuestras amistades de letras (mi pareja estudiaba letras y yo cursé con ella varias materias) y venían seguido a casa. Evidentemente la escritura y la lectura siempre se entremezclaron en nuestras vidas, que soñamos literarias: “Me parece todo terriblemente literario”, confiesa Vir.
Soy una persona que desde que se puso de novio por primera vez, a los 15 años, hasta que cumplió 50, siempre estuvo con una pareja o con varias parejas al mismo tiempo. Pero a los 50 decidió que valía la pena conocer la soledad, de la que ahora ya no puedo desprenderme y que me persigue como una sombra oscura. Vir hace cierta apología de la vida en soledad, y cuenta cosas buenas y no tan buenas de lo que implica vivir sola o solo. Creo entender que es un desafío. Como dice ella, la vida no la elegimos, la muerte sí, como si la muerte fuera más nuestra que nuestra vida.
En algún momento, Vir dice no temerle a la cursilería y escribe que nuestra hija es lo mejor que le pasó en la vida. Le creo. Es también una de las dos mejores cosas que pasaron en la mía. Después de narrar los repetidos fracasos que conoció tanto en la escuela como en los diversos trabajos, sumados a su desorientación general, por diversos motivos encontró su profesión, que no es una profesión o es, como dice ella, una profesión de autodidactas (una especie de lector que casi se extinguió en nuestra sociedad eficientista). El coordinador de talleres de escritura no tiene nada que enseñar, dice Vir, una gran coordinadora de talleres literarios. Tiene que hacer algo diferente que enseñar: tiene que escuchar.
“La escritura y la lectura siempre se entremezclaron en nuestras vidas, que soñamos literarias”.
“No creo en los consejos”, escribe. Siempre pienso que ser coordinador de taller es un trabajo muy duro, porque los “autores” somos muy celosos, y una palabra malinterpretada o un elogio escaso pueden afectarnos mal. Egos por todos lados. Pero el coordinador de un taller tampoco puede ser condescendiente, tiene que ser crítico. Hay que practicar un extraño equilibrio entre el elogio y la crítica y, para colmo, hacerlo con palabras.
Para mí los psicoanalistas, por más profesionales que sean, tienen que llegar al atardecer recargados de una energía negativa, imagino que algo parecido le sucede al coordinador de talleres. Me imagino, también, que cuando lee en sus talleristas la palabra justa en un texto que fluye, debe haber una felicidad que la trasciende. Fascinación y agotamiento.
Realmente siento mucho orgullo por lo que Vir construyó sola (a veces las parejas funcionan como tapones para el desarrollo del otro/a), y que en este libro, como sin querer, ella nos cuenta cómo lo hizo, cómo hizo para hacer eso que no sabe bien qué es, y que es su vida, sus lecturas y su escritura.
La pizarra mágica se llama el libro, y es un título hermoso, que nunca es aclarado ni retomado, salvo que pensemos que Vir lo tiene en mente cuando escribe que “todo intento de decir la verdad es un acto fallido”. Sobre el final del libro dice que nosotros, ella y yo, “hoy somos como extraños”, y es cierto. Pero también es mentira, pues, por ejemplo, ella cenó en los últimos años muchas veces en mi casa con amigos, o fuimos al cine, o ella vino, como cuenta en el libro, a mi casa en la costa varios días, o porque simplemente es la mamá de mi hija. Nos conocemos demasiado bien y a la vez no nos conocemos en absoluto. La fatalidad de los románticos es que sólo pueden amar lo extraño.