Elogio del traductor: Anna Fioravanti, en búsqueda del Kierkegaard perdido

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    Anna Fioravanti
SERIE DE LOS ELOGIOS

Elogio del traductor: Anna Fioravanti, en búsqueda del Kierkegaard perdido

20 Octubre 2024

Hay traductores que aman su profesión, hay otros que traducen como medio de vida, y existen aquellos —muchos menos, sin duda— que hasta se enamoran del autor que han traducido. Es cierto que hubo incluso matrimonios entre autores y trujimanes, o raras amistades póstumas como las de Edgar Allan Poe y Charles Baudelaire, pero son excepciones. En una época de poliamores y banderitas de colores chillones para identidades múltiples, nosotros tenemos una de esas excepciones: la traductora Anna Fioravanti, quien se declara decididamente monógama, mujer de un solo hombre, y atada a él per sæcula sæculorum. No por eso reniega del resto de la humanidad; también es capaz de amistades con Dostoievski, Pascal, Simone Weil, Pasolini y hasta Jacobo Fijman. Pero cuando se habla de hombre, ah, para ella hay uno solo, y se llama Søren Kierkegaard.

Es cierto que Kierkegaard (1813-1855) vivió en la brumosa Copenhague hace dos siglos, pero para nuestra heroína —sin necesidad de recurrir a ouijas o mesas parlantes— él está vivo, dirigiendo su voz al “tú” singular que el dinamarqués pretendía que cada uno nosotros fuéramos. Aunque no es egoísta: anhela compartirlo, y por ende, traducirlo; razón que la llevó a aprender casi de manera autodidacta la para muchos inextricable lengua danesa.

Alguien le dijo alguna vez, medio en broma, medio en serio, que si en la historia de la filosofía, para Protágoras el hombre era la medida de todas las cosas y, para Platón, el dios era la medida de todas las cosas, para ella, Anna Fioravanti, la medida de todas las cosas es Søren Kierkegaard. Como respuesta, le basta con repetir la frase de Ludwig Wittgenstein: “Kierkegaard era más que un hombre, era un santo”. Y un santo –aunque no ande por el calendario católico, dadas sus raíces luteranas– quizás sea “su” medida necesaria, el eslabón perdido que desconocieron tanto Platón como Protágoras.

Nuestra traductora nació en 1947 en Italia, puntualmente en Roseto Capo Spulico, provincia de Cosenza, Calabria. El pueblo de Roseto tenía, como ahora, uno de los mares más azules del mundo, pero padecía también la miseria típica del sur de Italia, una Italia de yapa arrasada por la guerra. Arribó a la Argentina de niña, y vive en Buenos Aires desde entonces. Es profesora de francés por la Alianza Francesa, estudió Filosofía en la Universidad de Buenos Aires, y se licenció en Humanidades y Ciencias sociales por la Universidad Nacional de Quilmes. Amiga de los oxímoros, se proclama también anarquista y monárquica, neopaleoperonista, y férvida exkirchnerista.

Uno de los acontecimientos más importantes de su vida es precisamente su primer encuentro con Kierkegaard. Encuentro que se dio cuando ella se consideraba atea y comunista. Dejemos de lado esa epifanía, que, como tal, es huidiza a las palabras. Al principio se resignó a leerlo en las malas re-traducciones que se hacían vía el francés; después, en las de Demetrio Gutiérrez, quien fue el primero en verterlo directamente del danés, en la década del 60, tarea meritísima pero con todas las desprolijidades de lo que se emprende por vez primera. También lo leyó en la versión italiana de Cornelio Fabro. Pero un nuevo acontecimiento capital en su vida llegaría con el cambio de milenio. En 1999, Andrés Albertsen, entonces pastor local de la Iglesia Luterana Dinamarquesa, armó un grupo de estudio del idioma danés con especial foco en la lectura de Kierkegaard. En el año 2002 nació oficialmente la Biblioteca Kierkegaard –más que biblioteca, un ateneo–, y poco después vieron la luz las Jornadas Kierkegaard de Argentina, hoy ya internacionales y con 20 años de vigencia.

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Soren Kierkegaard

Esas Jornadas se desarrollaron primero en la propia Iglesia Dinamarquesa, luego en el ex ISEDET y en la Biblioteca Nacional, y hoy lo hacen en la Universidad del Salvador. Por ellas han pasado personalidades de la filosofía, el psicoanálisis, la teología, la literatura y otros saberes varios, académicos de unos 20 países, especialistas y también algún chanta, y se han suscitado encrespados y memorables debates, no siempre pacíficos. Kierkegaard sabe cómo despertar pasiones.

Fioravanti se integró a este grupo casi en su primera hora, agregó profesores particulares de danés, tomó alumnos daneses para enseñarles español, pero en realidad haciéndolo para perfeccionar su propio danés. Compró gramáticas, diccionarios y otras herramientas. Hasta el día de hoy es una de las principales organizadoras de las Jornadas Kierkegaard de Argentina. Y no sólo eso, también formó parte del equipo de traducción que, teniendo entonces a Albertsen como director y mistagogo, tradujo por primera vez al castellano dos obras del Gran Danés: El instante y Para un examen de sí mismo recomendado a este tiempo, publicados ambos por la prestigiosísima editorial española Trotta.

Ya como traductora en solitario, aunque dentro de un equipo más amplio, se integró al proyecto de la Universidad Iberoamericana de México para verter los fundamentales Diarios de Kierkegaard en versión directa y completa. Hasta ahora se publicaron unos 10 volúmenes, y algunos de ellos corresponden a la labor de Fioravanti; otros, dicho sea de paso, también fueron traducidos por otro miembro de la Biblioteca Kierkegaard Argentina: la doctora María José Binetti. Pero más allá de la importancia de esas ediciones en España o el resto de Latinoamérica, aquí nos interesa destacar su trabajo editado en la Argentina, que, como era de esperar, pasó prácticamente desapercibido, tanto para la academia como para la prensa cultural.

Pues bien, bajo el sello local La Docta Ignorancia, entre el 2020 y el 2022 salieron dos textos importantísimos de la última etapa kierkegaardiana, póstumos y de los firmados con su propio nombre, no con uno de sus casi veinte seudónimos. Ambas son obras muy revalorizadas últimamente, y una vez más, nunca vertidas al español: hablamos, respectivamente, de El libro sobre Adler (intensa, extensa e imprescindible labor sobre los males de la cristiandad), y de La neutralidad armada, donde Kierkegaard examina, por tercera o cuarta vez, su propio papel como escritor, y como escritor cristiano. Dígase también que, si acá no se dijo ni mu, la segunda versión de El libro sobre Adler, realizada en España, fue acompañada por bombos y platillos desde el suplemento “Babelia”, de El País. No reseñaremos las obras en sí, pero sí el plus con que supo enriquecerlos nuestra traductora en cuestión.

Y ese plus consiste en barrer los falsos lugares comunes (Kierkegaard “padre del existencialismo”, dudador, oscuro y angustiado), y comenzar a decir una media docena de cosas obvias, tan obvias como la famosa carta robada de Poe; cosas que siempre estuvieron a la vista de todos, pero que fueron sepultadas por esa hojarasca por la que Kierkegaard quedó recubierto a través del siglo XX. Porque hay un Kierkegaard lacaniano o lacanizado, uno sartreano, otro heideggeriano, otro derrideano y muchos otros Kierkegaard más. A veces en simbiosis o entreverados, pero también hay que decirlo, a tal punto que el propio pensador danés queda irreconocible, o al menos mutilado. Esto sucede especialmente cuando se hace uso y abuso de sus libros firmados con seudónimos como si “siempre” ellos fueran sus alter egos y no construcciones, juguetonas y hasta contradictorias, como  monólogos de personajes de un drama del que ciertamente Kierkegaard es el autor, pero que también pueden decir exactamente lo contrario a lo que él piensa.

Hay un Kierkegaard lacaniano o lacanizado, uno sartreano, otro heideggeriano, otro derrideano y muchos otros más.

Para hacer una comparación: creer que su libro más conocido en castellano, el Diario de un seductor, representa su pensamiento, sería como creer que los cínicos (y tan populares en su momento) consejos del Viejo Viscacha son la suma del pensamiento moral y político del autor del Martín Fierro. Tampoco el no menos célebre Temor y temblor, centrado en el tema de la fe, representa ni de lejos su última y personal palabra sobre ella.

Fioravanti, sin desconocer esos juegos de máscaras, postula que siempre hay que priorizar la voz de las obras firmadas con su nombre, y la de sus diarios y papeles póstumos. Y devolverle a Kierkegaard lo que es de Kierkegaard: incluso aceptar cómo él se define a sí mismo, un espía de Dios, “un escritor religioso al servicio de lo que significa ser cristiano”. No un teólogo, no un filósofo, no un maravilloso prosista; o todo eso pero malgré lui, todo eso sin olvidar que está supeditado a Cristo.

El libro sobre Adler viene precedido por un breve prólogo donde Fioravanti se complace en recordarnos que Kierkegaard, al criticar la cristiandad, politizada, mundanizada, aburguesada, como esencialmente contraria al verdadero cristianismo, no niega la necesidad de la institución en sí (verbigracia, la iglesia y su clero), sino su inexistencia: la iglesia y el clero verdaderos, para Kierkegaard han desaparecido. También insiste en no postular a Kierkegaard como apóstol de la subjetividad: “la subjetividad es la no verdad”, dice el Gran Danés a través de su seudónimo el no cristiano Johannes Climacus; “Cristo es la objetividad plena”, insinúa con su seudónimo hipercristiano Anti-Climacus.

Yendo ahora a La neutralidad armada, Fioravanti en su tarea de lectora se permite cometer un par de bromas dignas de su único hombre. Por ejemplo, Kierkegaard escribió con seudónimo un libro llamado Migajas filosóficas. Años más tarde escribió una posdata a ese libro, llamada Poscriptum no científico y definitivo a las Migajas filosóficas. Ahora bien, esa posdata es cinco veces más larga que las Migajas propiamente dichas. También el danés escribió la reseña de una novela, más larga que la novela misma. Su traductora lo emula: La neutralidad armada ocupa solo 14 páginas de traducción y 134 páginas de desaforados aportes fioravantinos, contando notas, un jugoso postfacio, y hasta un diccionario de términos y expresiones kierkegaardianos “a modo de ayuda para futuros traductores”.

En el postfacio de ese libro se insiste en el cristocentrismo esencial de la obra kierkegaardiana, a la par que recuerda que, al menos en castellano, el Kierkegaard mayormente estudiado es el de los seudónimos dedicados a la estética y a la ética. Por eso, agrega Fioravanti: “sería magnífico tener toda la obra vertida en español y poder deshacer el embrollo al que ha sido (y sigue siendo) sometida una creación verdaderamente iluminadora. A tal punto Iluminadora que al traductor o crítico o exégeta no le queda otra cosa más que callar y ceder el paso a la luminosidad de esa voz”.

Esa voz, la de Kierkegaard, que tanto despotricó contra la cristiandad ahogadora del cristianismo, ¿puede seguir diciendo algo al hombre de la era de la posverdad, del poscristianismo, de las iglesias a la carta que van desde el fundamentalismo hasta la desvaída espiritualidad new age, pasando por aquellas iglesias “progresistas” aliadas de la posmodernidad que todo lo atomizan, derrotando así la especificidad de Cristo? Fioravanti respondería con un rotundo sí. Como dice, en rioplatense, el final de su prólogo a El libro sobre Adler: “Leélo con atención y despacio y, de ser posible, en voz alta, para que… no dejes de decirte una y otra vez a vos mismo: ‘es a mí a quien habla, es de mí de quien se habla… ¿Cómo he de huir de este hombre, cuyo discurso me alcanza en cada uno de mis escondrijos, y cómo he de librarme si está sobre mí en cada instante?’”.

Los traductores de Kierkegaard tienen ese qué sé yo, ¿viste?