El juego de las máscaras en la poesía de Kenneth Rexroth: Marichiko ahora ama en castellano
Hubo un tiempo no muy lejano en que las mujeres debían ocultarse en el anonimato o tras un rostro masculino a la hora de publicar un libro. Sin salirnos de nuestra literatura, Eduarda Mansilla firmó varias de sus obras con los nombres de sus hijos, y Emma de la Barra se escondió tras el seudónimo de César Duayen para editar un hoy olvidado éxito de ventas, la novela Stella. Muchos más raros, aunque no inexistentes, son los casos de varones que deciden encubrirse tras una máscara femenina, tan convincente como para que el público lector caiga en el engaño: aquí no cuadra la necesidad de resguardarse de una repulsa social, sino el afán de una alteridad, de una entonación que logre emocionar desde el doble artificio de una literatura travestida.
Una vez más, casos argentinos. Por ejemplo, los Versos de una… (1927), de Clara Beter, que en realidad era César Tiempo, que en realidad era Israel Zeitlin. Un judeo argentino ucraniano que jugó a ser una desdichada prostituta judeo argentina ucraniana, consiguiendo conmover malas conciencias y hasta buenos corazones de espectadores (¿y consumidores?) de su tiempo. Más recientemente, el poemario póstumo de Hugo Gola, Diario de amor de Anahí, retoma ese anhelo por las máscaras.
Si el lector cree, como yo, que la traducción es un acto de apropiación y no un mero camión de mudanzas, permítaseme presentar otro caso, que multiplica espejos y vértigos. El notable poeta y traductor rafaelino Gastón Navarro vertió al castellano rioplatense Los poemas de amor de Marichiko, que se supone son de una poeta japonesa del siglo XX, vertidos al inglés como The Love Poems of Marichiko en 1978 por el no menos notable (pero mucho más famoso) poeta y traductor estadounidense Kenneth Rexroth (1905 – 1982).
Rexroth, curtido por vastas traducciones desde el japonés y el chino (¡y también el castellano!), especialmente de voces femeninas en las que el extremo oriente supo abundar más que el occidente, habría condescendido a traducir a una ignota Marichiko que le entregó sus versos como para tantear cuán buenos, malos o medianos eran. A la muerte de Rexroth, se supo que Marichiko era simplemente una máscara, que los poemas eran del propio Rexroth, y que éste hasta intentó una versión de esos textos ingleses al japonés… Creo estar seguro de que el traductor Gastón Navarro es Gastón Navarro. En las fotografías suele asomar con rostro de tipo malo, pero parece que eso también es cuestión de máscaras.
Jugar al traductor, como lo hizo Rexroth, tampoco es una novedad. Muchos libros sagrados dicen ser traducciones de escritos antiquísimos. Ya sabemos que Cervantes es un mero traductor del Quijote, puesto que el verdadero autor es el musulmán Cide Hamete Benengeli. O que nuestro Juan Gelman supo ser, alguna vez, un tal Sidney West. Lo original en Rexroth fue juntar los dos juegos: el de la traducción, el del trueque de los sexos.
Existían en nuestro ámbito algunas versiones parciales. En España el poemario completo fue traducido por Pablo Boullosa para Ediciones Verdehalago. La de Navarro salió este año en una exquisita edición artesanal en Rafaela, provincia de Santa Fe, bajo el sello Unbudha, con un magnífico arte de tapa de Inés Roldán, del que hablaremos luego.
El prólogo, del propio Navarro, es breve, enjundioso, impecable. Nos habla de Rexroth, de sus aventuras de viajero por el inmenso mapa estadounidense, por México, por París. De su afincamiento definitivo en la costa californiana. De su autodidactismo omnívoro que lo llevó por los terrenos de la poesía, la pintura, el ensayo, la defensa de las minorías y, por supuesto, de la traducción. De su sincretismo entre la tradición cristiana y la budista. De su supuesto papel como precursor –que él negaba– de la poesía beat, y de la transformación de su propia figura en uno de los personajes de Los vagabundos del Dharma, de Jack Kerouac. Y por supuesto, nos habla de Marichiko, esa forma de “captar y representar una erótica del deseo femenino”, ese “gesto de despojarse de su última piel, la del poeta-traductor, y lanzarse hacia la intimidad de lo desconocido”.
“¿Qué dice, con esa voz prestada?”, se pregunta Navarro, y nosotros con él. “Entre el rencor y la melancolía, entre el desdén y la incertidumbre, a Marichiko podría cifrársela como alguien que arde y espera. Arde de pasión, arde de amor; de anhelo; y arde, también, de confusión”.
“¿Lo contrario de huir es esperar? Parecieran dos formas de la desesperación”. El poemario, que comprende sesenta textos breves –ninguno supera los veinte versos; algunos son de tres; la mayoría, de cuatro o de cinco–, traza sin embargo un vaivén que le da continuidad: la amada recupera por un tiempo a su amado, pero luego las visitas, que siempre parecen clandestinas, empiezan a espaciarse hasta desaparecer. Mucho antes de la deserción final, Marichiko prevé el abandono, y el apagamiento de la vida. Devuelvo la palabra a Navarro: “De su deriva ardiente nos queda una voz que, antes de extinguirse, y con la belleza del relámpago, ilumina un camino ya vacío, por el que ha transitado la magia, el amor y el erotismo”.
Lo original en Rexroth fue juntar los dos juegos: el de la traducción, el del trueque de los sexos.
Los poemas de amor de Marichiko nacen en el clímax del segundo gran “descubrimiento” del Japón por parte de Occidente. El primero se había dado en el siglo XIX, cuando sus grandes pintores, xilógrafos, artesanos del papel, etc., son dados a conocer en Europa, con consecuencias perdurables –la influencia en el impresionismo, por ejemplo– y la esperable banalización: las japoniseries, o las historias sentimentales como la ópera Madama Butterfly de Puccini. El segundo, después de Hiroshima. Los “vencedores” vieron resurgir al vencido, hibridar sus tradiciones antiquísimas con una nueva occidentalización, a la vez que conquistaba al conquistador con su exquisita literatura milenaria, con su enorme camada de grandes escritores de posguerra, con su espiritualidad sofisticada, con su paisajismo, con su cine que pudo ubicarse pronto entre los más prestigiosos del mundo. Rexroth fue uno de los grandes difusores de ese universo, sobre todo en el aspecto literario, así como Octavio Paz lo hizo en el área de habla española. Resultados, los hubo de todos los colores. Japón oxigenó algunas contraculturas europeas y americanas. No fue su culpa la banalización: una vez más, creó estéticas a la carta, decoloró la religiosidad zen en un producto de consumo… o creó una plaga, aún viviente, de perpetradores y hasta autopercibidos profesores de haiku, y la consecuente exaltación de las macetas. Artífices que en realidad sólo pretenden escribir Tik-Toks “literarios” y tranquilizar con exotismo. En la sociedad de consumo, no hay agallas para talleres de épica, para continuidades, por ejemplo, de la Ilíada o de La guerra y la paz.
Marichiko es sin duda, uno de los felices resultados de un verdadero encuentro, y no encontronazo, de culturas. Y a su vez, Navarro, discípulo de la gran Mirta Rosenberg, ha sabido traernos ternuras, texturas y coloraturas de ese feliz encuentro. El inglés de Kenneth Rexroth, aunque salpicado aquí y allá de palabras propias de la cultura japonesa, es engañosamente fácil, transparente, etéreo, tanto cuando atiende a sugerir como cuando busca el golpe explícito de un erotismo sin disimulos. Navarro logró mantener esa diafanidad. Descreo del voseo para la traducción de poesía: creo que agrega un énfasis del que suele carecer el original, o que no llega al decoro poético del tú. Me sonaron horripilantes, por ejemplo, los ensayos de trasladar los sonetos shakesperianos, con todo su exuberante manierismo, al voseo no señorial del Siglo de Oro sino al nuestro, al coloquial.
Debo reconocer que ante resultados como éste, mi generalización se desarma: “¿Quién anda por ahí? Yo. / ¿Yo quién? Yo soy yo. Vos sos vos. / Si tomás mi pronombre, / somos nosotros”.
Construidos los originales en versos libres pero generalmente breves, Navarro tomó la sabia decisión de liberar también la traducción. Muchas veces, y en contra de prácticas más usuales, achica la cantidad de versos, que en consecuencia se vuelven más extensos; la prosodia castellana pierde levedad, pero gana en dignidad sin disipar la mesura. Marichiko (y con “ella”, Navarro) se contiene, y logra que el grueso de la página, que queda en blanco, devenga como un arrabal de lo decible. En cambio, a veces no se logra entender por qué el traductor huye de una puntuación que en Rexroth es muy cuidada (¿quizás estamos ante erratas editoriales?) o invierte frases enteras, como en el poema XXXIII, donde incluso deja pasar un recurso tan bonito como la epífora, la repetición de palabras al final de los versos.
Pero lo que prima es la belleza, y ésta solo puede captarse con una lectura completa del poemario, que bien podría calificarse como un solo poema, dividido en sesenta fragmentos y sus correspondientes silencios. Si Rexroth pudo convencernos con su Marichiko, sin necesidad de amontonar rasgos idiosincráticos o meros clichés, es porque su máscara transparenta deseos y frustraciones que van más allá de una geografía o de una moda. Y Navarro logra cabalmente la nueva trasposición, incluso en textos como este, donde los toques localistas –“japonizantes” – no están ausentes:
El uguisu canta en los árboles en flor.
Las ranas cantan en los juncos verdes.
En todos lados el mismo llamado
de un ser a otro ser.
Las nubes sombrías se mecen en el vacío.
Los botes pesqueros se mecen en la marea.
Las velas se los llevan mar adentro
pero las sogas, tejidas como antes,
con el pelo de sus mujeres,
los traen de vuelta
surcando sus reflejos sobre las verdes profundidades
hasta los puertos del amor.
Como dijimos más arriba, una mención aparte merece el arte de tapa y, en general, el libro-objeto. Todo está muy cuidado, como suele suceder en muchas de las editoriales artesanales: tiradas pequeñas, numeradas, reimpresas a medidas que se agotan. Las tapas combinan dos cartulinas superpuestas, una de color hueso y otra roja, calada a mano, con la forma de una rama otoñal con hojas desprendidas: la delantera, en bajorrelieve; la contratapa, en altorrelieve. El lector encontrará otros detalles y agradecerá a Unbudha Ediciones sus quehaceres en pro de la hermosura.