Liturgia para cuerpos sin nombre: a propósito de “Napalpí, Tierra de los Muertos”, de Emiliano Campos Medina

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    Medina Campos
    Autoretrato de Campos Medina
RESEÑA

Liturgia para cuerpos sin nombre: a propósito de “Napalpí, Tierra de los Muertos”, de Emiliano Campos Medina

26 Enero 2025

En 1924, indios qom y mocovíes, reducidos en ese entonces en Napalpí –Territorio Nacional del Chaco–, se decidieron a llevar a cabo una huelga contra la explotación semiesclavista en los algodonales y contra la imposibilidad de movilizarse hacia lugares con salarios más dignos. Pero la huelga tenía también raíces religiosas: un reciente despertar chamánico se había producido entre las tribus, y los líderes visionarios prometían no sólo la ayuda de los dioses, sino el retorno al pasado, la resurrección de los asesinados por los blancos, e incluso la ineficacia de las balas. Los fenómenos extáticos, con cantos, danzas y plegarias, comenzaron a multiplicarse.

El 19 de julio de aquel año, aviones con metrallas, policías y civiles armados, se arrojaron sobre el grupo de mujeres, hombres, niños y ancianos, que no opuso resistencia alguna. La embestida salvaje tuvo el aval del gobernador que, por ser de un territorio nacional y no de una provincia, era nombrado por el Ejecutivo nacional.

La cantidad de muertos aún es objeto de debate: desde un par de centenas hasta un millar. Hubo violaciones en masa, castraciones y otras vejaciones. Se los persiguió hasta lo profundo del monte para que no sobrevivieran testigos. En la comisaría de Quitilipi se exhibieron en frascos testículos, penes y orejas de las víctimas. Los cuerpos fueron arrojados en fosas comunes o directamente incinerados.

La Masacre de Napalpí, denunciada y silenciada en el propio Congreso de la Nación bajo el gobierno constitucional de Marcelo T. de Alvear, tiene el honor de ser uno de los horrores más dantescos y también menos conocidos de nuestra breve historia.  

Pese a todo, la memoria no se extinguió. Algunos de los sobrevivientes, niños entonces, llegaron a vivir cien o más años. Historiadores, etnógrafos y grupos de derechos humanos, continuaron interesándose en el tema, antes de que las reminiscencias orales se perdieran. Desde 2018, antropólogos forenses comenzaron a exhumar tumbas colectivas. El estado provincial, y luego el nacional, pidieron perdón públicamente, cuando ya quedaban apenas una o dos víctimas con una vida más que longeva. Gabriela Exilart romantizó la historia en una novela prescindible. Rod Aloras filmó un documental. Hubo jornadas y conversatorios. La justicia dictaminó la obviedad: se había tratado de un crimen de lesa humanidad.

Napalpí estaba buscando su poeta, y quizás lo encontró en Emiliano Campos Medina y su libro de poemas titulado Napalpí, Tierra de los Muertos, que editó Ediciones en Danza. El arte de tapa es del propio autor –Campos Medina también es pintor, y, junto a Laila Baldelli, responsable de la editorial artesanal Heliogábalo–, y está dedicado al recordado poeta Javier Galarza (1968-2022).

Napalpí salió al encuentro del poeta de la forma más prosaica imaginable: la burocrática y, quizás también, la demagógica. El propio Campos Medina lo explicita en la introducción: “Durante el mes de septiembre de 2019, fui convocado para formar parte de un operativo sanitario de urgencia en El Impenetrable chaqueño. La misión no estaba destinada a dar soluciones definitivas… A decir verdad, había más oportunismo electoral que legítima preocupación humanitaria”. El epicentro de operaciones será El Sauzalito, poblado por wichís. Ya no son tiempos de algodonales ni quebrachales: ahora opera “la industria del agronegocio con su desmonte, sus incendios, su veneno”.

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Tapa Napalpi

Más adelante el autor nos dirá que los chicos de la zona, pese al tardío bilingüismo obligatorio en las escuelas, se niegan a aprender la lengua de los ancestros: se prefiere la huida ante las “patotas que llegan, pagadas por los empresarios del agro, y que amenazan a la gente”. El monte de espinillos está atravesado por “senderos estrechos” y alguien le informa: “Son los caminitos que van abriendo los gurises con las motos… Llevan y traen cocaína a la frontera. A falta de trabajo y futuro, terminan siendo la mano de obra de los narcos locales”.

El viaje es, para el poeta, un verdadero acto de aprendizaje, pero también de fracaso. Madres y niños le evitan la mirada, o las meras respuestas a sus “palabras de gringo…, de colonos”. “Ahora –continúa-, con un puñado de médicos y enfermeras, ponemos paños inútiles, pálido bálsamo, sobre la llaga abierta de la usura”. Enfermedades erradicadas en todo el resto del país, se aglutinan allí; el agua misma es una inmundicia que corre.

El libro, luego de la introducción, se compone de dos partes con un total de cuarenta textos: treinta en verso, diez en prosa, ninguno de ellos numerados, y solo dos titulados, al inicio y al cierre, ambos como “Oración”. No queremos hacer gematría barata, pero en la tradición judeocristiana el cuarenta remite a lo iniciático, y también a lo desértico… o desertizado. Cuarenta años pasa Israel en el desierto antes de entrar en la Tierra Prometida, cuarenta días pasa Jesús en el desierto antes de ser tentado por el Diablo. Campos Medina no halla diablos ni geografías promisorias; aunque ciertamente debe enfrentarse con el misterio y con la desolación.

La prosa remite a la experiencia presente; el verso dialoga con la antigua masacre. Ambos, por supuesto, confluyen en el paisaje y en la voluntad de memoria. Para los versos, letras normales; para la prosa, cursivas. Solo en un momento coinciden: en el monólogo en prosa inserto en el poema dedicado a un niño sobreviviente que enloqueció, y al que luego de morir en un hospital “tapan su cuerpo. / Lo arropan con basura / en un terreno baldío”.

Los antiguos teólogos decían que Dios se manifiesta a través de dos libros: el de la Revelación, las Sagradas Escrituras, asequibles por la fe; y el de la Creación, el de la naturaleza que nos rodea, que a través de los sentidos puede ser aprehendido por la razón. Si a esto que decimos les quitamos las mayúsculas, podríamos decir que Campos Medina también lee doblemente. Al promediar el viaje, le es “revelada”, de manera fragmentaria, la antigua historia de la aniquilación; alguien se la relata, alguien le alcanza libros y recortes, otro trae recuerdos de los recuerdos: el poeta va armando su rompecabezas.

Al mismo tiempo, el “libro” de la naturaleza se le abre con su calor tórrido, su paisaje yermo a fuerza de continuo extractivismo, sus árboles achaparrados y casi hostiles, sus perros famélicos, la lluvia que convierte todo en un lodazal succionador, la miseria humana: “Los arbustos del Impenetrable / copian la forma de sus cuerpitos / crepitando en las llamas. / La naturaleza muestra / lo que los hombres / sepultan en la historia. / Napalpí quiere decir / Tierra de los muertos”.

Es curioso que Campos Medina solo mencione de manera explícita tres colores: el negro, el blanco, el rojo. Sin embargo, innominados pero intuibles, son otros los tonos que gravitan a lo largo de la obra: los pardos, los ocres, los grisáceos. Los versos mismos, que felizmente no buscan el melodrama ni los golpes de efecto, marchan de la policromía a la monocromía. Son ascéticos, austeros, mesurados, huidores de la grandilocuencia y la sensiblería. Son como la trama de una arcaica liturgia.

La prosa remite a la experiencia presente; el verso dialoga con la antigua masacre.

De hecho, y ya lo dijimos, solo dos poemas reciben título, el mismo título, “Oración”, al comienzo y al cierre del libro. La primera de las plegarias comienza con una écfrasis, la descripción de una mala reproducción de un Rubens, donde la diosa romana Juno arroja leche de sus pechos, formando la Vía Láctea. Pero:

 

…a la madrecita del Impenetrable

la pintarán

con una bandada de cuervos

que le brota de los pezones:

uno abierto hacia la noche

otro cerrado

hasta el fin de los días.

Copo de sangre

que se quita con el pliegue

de la camisa…

 

Y en la plegaria de cierre:

 

            La Sagrada Madre del Sauzalito

            sostiene un niño de carbón

            sobre su pecho petrificado.

            La leche rasga el pezón

            y la boca aúlla.

 

Y en los treinta y ocho textos intermedios, abundarán las referencias a las divinidades indígenas que fallaron en su protección, y a los seres sagrados de occidente, paganos o cristianos, que también fracasaron en sus promesas de magnanimidad. Queda el mundo de una naturaleza cruenta (“monte que arde callado / calma que afila cuchillos”) y el de los hombres entregados al desbande de su inhumanidad. Inhumanos son el blanco cazador y el indio cazado, humillado, reducido a objeto sin dignidad ni palabra: “El escarabajo hace su casa / en las cuencas / de los ojos de una niña”; “¿Quién se ocupará ahora / de enterrar a los muertos?”.

Es el viejo dilema de Antígona. Es una liturgia para cuerpos sin nombre, dirigida aparentemente en vano y a sabiendas a dioses que no están. Las secciones en prosa operan, entonces, como recitativos; las en verso, como canto llano, coro y monodia a un tiempo: canto gregoriano, o coros de las más primitivas tragedias griegas, con un solo actor y poeta al mismo tiempo, actuando en diálogo. Creo, de hecho, que, con los debidos recortes, el poemario podría servir para ser musicalizado como oratorio de cámara o algo así: con un recitante, un coro pequeño, una instrumentación mínima, y, vade retro, evitando al máximo los clichés, en este caso, el excesivo localismo, el costumbrismo de zambas o chacareras pegajosas. Los muertos sin nombre, gracias a la poesía, recuperan el valor de lo universal, del drama mismo de la condición humana.

Debemos señalar, sin embargo, algunos lunares, algunas tentaciones a las que a medias ha cedido el poeta, y que en algo deslustran la obra. Una, es la de la falta de humor o ironía. Incluso Macbeth necesita de la escena cómica del portero, y las más angustiantes sinfonías de Mahler hacen uso de escandalosas fanfarrias. El lector merece un descanso, un anticlímax; solo un (insuficiente) momento de ese tipo hallamos en este poema-retablo: cuando unos niños confunden al poeta con un borracho.

Otra tentación es la rusoniana, la de la idealización del “buen salvaje” versus los males de la civilización: idealización que no es más que la mala conciencia de occidente, pero sin acciones que la limpien. Por último, una concepción inmovilista de la historia. Si bien es cierto que Clío y las musas de la poesía circulan por caminos diferentes, tampoco es cuestión de que estas usen de las simplificaciones de los peores sacerdotes de aquella. Eso de “cinco siglos igual” a lo León Gieco es tan falaz como el progreso sin fin de los positivistas.

Hechas estas salvedades, quizás arbitrarias, dejamos al lector con el goce de una poesía que es auténtica, entre lo épico y lo lírico, y lo elegíaco como centro. Nada podemos contra el pasado ni, al parecer, contra el mal que nos habita. Napalpí, Tierra de los Muertos, permanece, sin embargo, como una liturgia sin Dios, como una generosa catarsis.