¿El establishment económico argentino toma distancia de los halcones de derecha?
Una nota de Leandro Renou del viernes, el editorial radial de Eduardo Aliverti del sábado y la columna de Horacio Verbitsky del domingo dieron cuenta de gestos de moderación de grupos empresariales e incluso de una halcona PRO, Patricia Bullrich.
Sea por razones de rentabilidad, políticas o penales, parecen escenarios racionales tomando en cuenta las experiencias internacionales, donde los populismos de derecha –y aquí no se le teme a la primera palabra, pero se advierte sobre el riesgo de la segunda- demostraron desatar fuerzas que el capital y el sistema político tradicional no pudieron controlar.
El artículo de Renou, citado luego por Aliverti, marcaba la preocupación del establishment empresarial por la paz social, sin la cual no ven oportunidades de ganancias sustanciales. La que podía fugarse ya se fugó, y ni los halcones del macrismo ni los mal llamados libertarios parecen ofrecer cimientos sólidos a un nuevo ciclo de acumulación. La opción de las botas, otrora recurso periódico, ya no figura en el menú.
De ese modo, las mejores alternativas para esos sectores parecen ser los partidos tradicionales. El Grupo Clarín, cuyo encono a Cristina Fernández trasciende la ideología desarrollista y el umbral de rentabilidad de su CEO, se sorprendió el fin de semana por una encuesta que le otorga a la vicepresidenta un piso de votos superior al resto de los nombres en danza. Lo llamativo es que todos los referentes encuestados reúnen una imagen negativa superior a la mitad. Si esos números acertaran, la clase política estaría ante una encerrona que confirmaría la capacidad de Cristina para anticipar el escenario: viene reclamando un futuro inmediato de acuerdos políticos y económicos mínimos.
Sin embargo, otros sectores siguen mirando al alcalde porteño Horacio Rodríguez Larreta o al gobernador radical de Jujuy, Gerardo Morales. En esa carrera procura prenderse el presidente Alberto Fernández y aparecen también algunos alfiles de un kirchnerismo puro, como Axel Kicillof o Eduardo de Pedro.
La hipótesis barajada por sectores del empresariado, en los casos del oficialismo, pasaría por conseguir un peronismo capital friendly. También parece razonable. Como decía Juan de Mairena, el ficticio pedagogo de Antonio Machado, el demonio no tiene razón, pero puede tener razones.
Los años del menemismo, al fin y al cabo, fueron los más sustentables para los intereses del establishment. El contexto contribuyó a ello: más allá de la figura de Carlos Menem –sería infantil asociar su época únicamente a un capricho de una sola persona-, acababa de caer el mundo bipolar y las masas populares estaban desmovilizadas. Cuando Menem asumió, habían pasado sólo seis años –la distancia que nos separa de 2016, para dimensionarlo- desde terminada la última dictadura.
En ese último aspecto radica uno de los principales interrogantes del periodo que se abrirá en 2023, si es que no se ha abierto ya: frente a un eventual gobierno capital friendly, sea peronista o no, ¿qué capacidad de movilización conservará lo que hoy se identifica como kirchnerismo puro, asociado a la figura de Cristina? No se habla sólo de la calle, pero tampoco únicamente de las urnas. Entre ambos extremos de participación se ubican muchas formas de incidencia colectiva. Este punto asoma crucial.
Néstor Kirchner, de cuyo fallecimiento acaban de cumplirse doce años, llegó al poder con el 22% de los votos. La clase política y los partidos tradicionales estaban deslegitimados. Meses antes había ocurrido un estallido político y social de lenta incubación. Kirchner logró un lento pero sostenido crecimiento electoral y de participación.
Pero, exceptuando la política de derechos humanos, la gran patada al tablero se dio en uno de los momentos de extrema debilidad del ciclo, durante el primer gobierno de Cristina: tras el conflicto con las corporaciones rurales y el voto no positivo del vicepresidente Julio Cobos, en 2008, y la derrota electoral en comicios legislativos anticipados, un año más tarde. Es ostensible una ofensiva del capital, como causa y consecuencia de la osadía para responder al contexto.
En treinta meses, contados desde marzo de 2008 hasta la muerte del expresidente, se sucedieron varios de los hitos constitutivos de la identidad kirchnerista: la Asignación Universal por Hijo, el matrimonio igualitario, el Fútbol para Todos y la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual.
El escenario nunca es el mismo. Hoy no venimos de un estallido social, sino del inicio de un nuevo ciclo de endeudamiento, con una inflación amenazante que hace pagar la fuga a los sectores populares. El escenario internacional es de pronóstico incierto, pero en el cono sur latinoamericano no están surgiendo liderazgos jóvenes como los de Lula, Evo Morales, Rafael Correa o Hugo Chávez. Los dos primeros recuperaron trabajosamente el poder, el tercero sigue siendo perseguido y el sucesor del cuarto ha logrado sostenerse ante los embates, a costa de un gran desgaste. Lula acaba de ganar, pero lo más seguro es que no la tenga nada fácil.
En Argentina, han pasado ya casi cuarenta años del fin de la dictadura. En los últimos veinte, nuevas generaciones se incorporaron a la participación política por distintas vías. Pero el retorno del neoliberalismo desinfló, como desinfla siempre una recaída. El gobierno actual no enamora. Y, por si no alcanzara, el internismo es frecuente. En la Capital Federal pueden no notarse tanto sus efectos, son disputas de gigantes. En el vasto territorio nacional, disgrega. La diáspora queda sin otra figura contenedora que Cristina.
Sea un gobierno capital friendly o no, se llame peronista o macrista, el sector que se identifique con lo popular deberá tener en cuenta que es necesario volver a enamorar para sostener capacidad de lucha, autodefensa o incidencia. Nadie enamora en pasado. Construir nuevas utopías es imprescindible. El mismo desafío que desde el primer día de enero tendrá Lula, dos décadas después.