Cine y discapacidad: Campanella, entre la romantización y la meritocracia
Por Liliana Urruti
Tres cosas le reconozco a Juan José Campanella. La primera los castings. Nadie niega su habilidad para elegir que actores resaltarán sus películas. La segunda, Luna de Avellaneda, un film entrañable. La tercera es cuando organizó los talleres de guión cinematográfico para rescatar a Aída Bortnik de su exilio económico y anímico. Y hablando de meritocracia me gustaría reflexionar sobre El Límite Infinito, el último logro del director del Secreto de sus Ojos que sí, ganó un Oscar.
Recuerdo aquel verano del 2010. Para quien no la recuerde, Aída fue la guionista de una de las mejores películas que dio el cine nacional, La Tregua.
Vivía en la calle Pueyrredón en el barrio de Once. Un semipiso hasta con terraza, ocultado detrás de unas cortinas de terciopelo rojo. Cuando las corría podía entrar el sol o la noche. Eran olas de estrellas invadiendo esa intimidad a oscuras. Prefería que nadie del tumulto de alumnos, se diera cuenta que le daba respiro a su depresión, dos veces a la semana. Entonces esperaba a sus alumnos ya acomodada, con las piernas ocultas. Sin luz podía echarle un manto, del mismo color de las cortinas, al miembro que le faltaba. Era una persona con discapacidad. Desconozco el arreglo económico. Cómo se distribuía el dinero recaudado, pero se la veía feliz esas dos horas rodeada de almas ávidas de saber cómo se escribía un guión de una película que a no ser por Amarcod de Fellini, casi trae el Oscar. El curso incluía en el recreo intermedio exquisiteces de la cocina judía.
La de Aída era resiliencia pura. Preparar la comida, bañarse ella, secarse, esparcir crema sobre la piel ajada, luchar por poner en su lugar la pierna que le quedaba, encajonar su tristeza, pensar cómo distribuir los asientos para incluir a todos, que cada vez eran más, pensar de qué hablarle a esos devoradores de cine que todo lo querían preguntar. Dos veces a la semana con un solo grupo. Cuatro veces a la semana con dos grupos, ocho si tenemos en cuenta que en un día bien podían entrar dos grupos de veinte, veinticinco personas. Y solo descansar un día. Eso era escalar el Himalaya.
Sin voz en off, sin la palabra superación en el título, ni “límite infinito” como bajada. Era ver la tenacidad de cerca a sus setenta y pico de años. sin vuelo de ave rasante ni canto de pájaros, ni atardeceres refinados ni lámparas que iluminan detrás de las cortinas de una casa en plena sierra.
Digo, igual el momento era de una belleza que no requería ni edición ni montaje. Era la realidad acomodada en el living de su casa de la que no salía nunca a no ser por extrema necesidad. Vivía en una especie de cuarentena sin pandemia. Bastante parecido a la realidad de la discapacidad.
Esas imágenes de desolación, aislamiento y lucha diaria por el sustento, era bastante cercana a la realidad de la discapacidad, sin estridencias. Sin montañas, sin ocasos, sin música, solo con un Oscar que había dejado un lugar vació en su estantería de los recuerdos, porque ya se sabe que no hay réplicas ni segundos puestos. Seguramente estará en la vitrina de Fellini, en Italia.
En una entrevista de Pablo De Vita a Sergio Renán para La Nación, el director decía: “fue como un mundial de fútbol para nuestro país porque, por primera vez en la historia, se llegaba a la final" y una película argentina era nominada en el rubro Mejor película extranjera. Me tocaban bocina de los coches, me gritaban de los balcones. Era una especie de Maradona del cine, con una película que tenía un éxito descomunal, que yo no terminaba de entender".
La Tregua se había transformado en la “Maradona del cine”. Maradona y Aída eran personas con discapacidad y traían premios internacionales al país. Otra que el Himalaya fue la escalada de estos dos.
En El límite infinito, dice su protagonista que ha logrado “poder mirar a la discapacidad desde otro lado”. Que “cuando traspasamos el límite de la fuerza de voluntad las cosas se transforman en pasión”.
Mirando el documental me preguntaba quién puede, con una discapacidad permitirse una entrenadora, cinco, seis horas, durante 109 días. Un natatorio, un gimnasio, un equipo de filmación, la maratón de Nueva York, la maratón de Roma, comprar una bicicleta adaptada, jugar al básquet, al tenis, hacer equitación, participar del paralímpico de esquí, cruzar la cordillera, para luego tomarse un avión y partir sin otra preocupación que pagar dos pasajes, uno para él, otro para su acompañante, y dos estadías en la India.
“Antes la discapacidad era exclusión, qué distinto hubiese sido mi discapacidad si hubiese tenido una bicicleta”. No cambió nada, mi estimado Campanela. Usted le hace decir al protagonista frases que suenan como música para los oídos poco avezados. Algunos ni piensan en una bicicleta porque la mayoría lucha por el día a día. Ni siquiera puede programar un futuro, aunque sea muy cercano. Se lo impiden los medicamentos que no consigue, los pañales que le niegan, las prótesis que demoran años y cuando vienen no son las adecuadas. La realidad es otra. Ni se animan a pensar en escalar una montaña. Ni siquiera saben que escalan el Himalaya todos los días luchando con los empleados administrativos que son los que dicen sí o dicen no a las indicaciones que prescriben los médicos, contra los establecimientos de rehabilitación que se niegan a abrir sus tratamientos, o a contestar las preguntas que le surgen a toda persona que no tuvo atención médica desde hace un año.
El colegio del protagonista tenía escaleras “sin baranda y esto era para mí como subir al Himalaya”. Sigue siendo del mismo modo porque en los colegios aun si tienen ascensores no funcionan, los edificios son viejos y lo mismo ocurre en las universidades. Pero hay una cantidad enorme de maestros y profesores que se desviven por sus alumnos mientras gobiernos liberales tratan a la educación como un gasto y cierran aulas, como ocurrió con el gobierno neoliberal macrista y toman deuda con el fondo monetario internacional que ahora tenemos que pagar todos, y no destinaron a los chicos, ni a los jóvenes ni a las personas con discapacidad. Es más, para decirlo en forma de metáfora tiraron la educación en conteiner (traducido: cerraron aulas, encimaron a los chicos uno sobre otro y abrieron conteiner donde impartir educación de la pública). Es verdad las escaleras de los colegios no tenían barandas en aquella época.
Como en todo documental que se precie hay testigues que expresa con “admiración” palabras de asombro de haberse sobrepuesto a la adversidad: “Estaba incómodo, molesto y siempre enojado” y ahora “hay que verlo como usa los bastones, como se baja de la silla…”. Esto es lo que hacemos todos sin que nadie nos filme.
“Hay una línea muy fina entre dónde está la gente que discrimina y dónde la autodiscriminación, de poner el foco en lo negativo”. Y acá llegamos a un punto que me gustaría des romantizar. No importa cuánto nos auto discriminemos porque eso será cuestión en todo caso de apreciaciones con los terapeutas respectivos, incluyendo complejos de Edipo, Electra, y traumas. Pero quitando lo privado y personal la discriminación existe. En cosas tan simples como el carril de colectivos de la 9 de Julio, ir por un pase de subte y tener que bajar y subir 3 escaleras, y, de tener que viajar larga distancia, recorrer cuadras y cuadras porque el lugar para sacar los pasajes es el más alejado de la puerta de entrada a Retiro (Increíble pero este trámite como muchos otros los solucionó la pandemia). La discriminación existe porque para que nos otorguen un acompañante hay que tener un abogado que redacte un recurso de amparo, y no siempre se tiene 40000 pesos, más aún si se cuenta con una pensión de 1200 pesos, y a los abogados gratuitos de los Tribunales se llega por escalera. O quien quiere acceder el cupo laboral del 4 % y no puede o quien no tiene para comer y no consiguió la tarjeta alimentaria. Sospecho no será el caso del protagonista del documental.
No hay nada más alejado de la realidad que un documental que plantea la meritocracia como fuente de sanación y pone la palabra superación por encima de la palabra, exclusión, discriminación, pobreza, hambre.
Este tipo de difusión de la discapacidad, de puesta del tema sobre el tapete donde una cámara enfoca la mano apoyada en un bastón canadiense en primer plano con el canto de los pájaros en las sierras de Córdoba tira por la canaleta de la desesperación la lucha de todos los organismos que defienden los derechos de las personas con discapacidad y anula la interpretación y el sustento de la Convención por los Derechos de las Personas con Discapacidad.