El origen y el fin de la filosofía: el modelo socrático

  • Imagen
    ilustración origen filosofía
    Ilustración: Gabriela Canteros
ENSAYOS

El origen y el fin de la filosofía: el modelo socrático

23 Abril 2023

¿Qué es la filosofía? Eso que es la filosofía, ¿guarda relación con su origen? ¿Cuál es el origen de la filosofía? ¿Y su fin?

Obviamente, son preguntas que tienen infinidad de respuestas. Suele creerse que la filosofía nació un atardecer templado con un cielo naranja que prometía un mañana incluso más bello que hoy. Nada más lejos de la realidad. La filosofía tiene dos nacimientos. El primero, con lo que Aristóteles llamó “los físicos”, desde Tales hasta Parménides (los famosos presocráticos), que trataron de elaborar respuestas realistas a los problemas del universo y la vida, y que en su mayoría provenían de estados griegos periféricos, como Jonia. El segundo nacimiento ocurrió entre los siglos V y IV aC. en Atenas. ¿Qué era Atenas en ese momento? Una sociedad en descomposición, una ciudad que había conocido su momento de esplendor y que luego fue invadida y saqueada más de una vez, donde las leyes cambiaban al ritmo al que cambiaba el poder, y el poder cambiaba permanentemente de manos. Sin ir muy lejos basta recordar lo que le pasó a Sócrates, emblema de la institución de la filosofía, actor fundacional de una nueva manera de pensar, que es también una nueva forma de vida: su ciudad lo condenó a muerte. Corría el año 399 aC.

El filósofo tiene que ser siempre condenado a muerte. Rechazado. Excluido. Su (no) saber debería ser tan molesto como un mosquito que no nos deja dormir. A Sócrates lo apodaban el tábano.

Con Sócrates, pensamiento y forma de vida se con-funden, hasta el punto de aceptar la muerte injusta como una manera de cumplir con la unión entre intelecto y moral: conocete a vos mismo (autodominate) y serás mejor. Me atrevería a decir que la filosofía nació de este asesinato, que fue también un suicidio, pues es famoso el rechazo de Sócrates a escaparse de la cárcel que le proponen sus amigos, así como a dejar de hacer lo que hacía, es decir interrogar filosóficamente a quienes consideraba sus interlocutores. Elige la muerte, quizás el único acto (junto a la locura) que está a la altura de un auténtico pensamiento.

Pero cuidado, elige la muerte porque él tenía unas creencias particulares, compartidas por sectas como los pitagóricos y órficos, que consideraban que vivir era un tránsito y que mejor morir y liberar al alma del cuerpo. Este consuelo trascendente ya no funciona. Si bien está en duda cuánto de esta creencia compartía Sócrates, son ideas que le atribuyen distintos discípulos, como Platón y Jenofonte. Estas ideas marcaron a fuego la filosofía por venir, y muchas veces se ignoran. El inventor del “giro humanístico” (desde Sócrates la filosofía se centró en el ser humano y ya no en la naturaleza) tenía estas ideas consoladoras, inconcebibles para nosotros, que no sólo hemos incorporado al cuerpo, a la afectividad y al ser sensible a nuestro dispositivo de reflexión, del que antes solo gozaba el alma (nuestra llama divina), sino que con la introducción del cuerpo como actor del pensamiento y la existencia además debimos introducir algo que hasta hacía poco era despreciado por la filosofía: la técnica y los medios de comunicación de masas. No es un problema superficial éste, es ontológico: ¿qué abarca el ser del ser humano? ¿Qué es la muerte?

El filósofo tiene que ser siempre condenado a muerte. Rechazado. Excluido. Su (no) saber debería ser tan molesto como un mosquito que no nos deja dormir.

El otro error, colindante a esta superioridad absoluta del alma sobre el cuerpo, fue la idea de que el amante del saber, el filósofo, vivía una vida más ética que la que vivían los que se entregaban al placer y el desenfreno. Un eco del desprecio del cuerpo. Ésta fue una de las vigas maestras del edificio filosófico, que recién el divino marqués de Sade tiró abajo: el bien y la felicidad no se siguen como el efecto de una causa. Esta tradición tan larga como la historia de la filosofía entró en banca rota, lo que no significa que debamos invertir mecánicamente los enunciados y afirmar que el mal es el bien, la adicción lo auténtico y la felicidad un fraude que nos abandona en la frustración. Ni el camino de la reprensión (la vida moderada del alma) ni el de la inversión (cuanto peor, mejor). El problema del pensamiento es que aún no puede entregarse al mal (la autodestrucción, por ejemplo), pero ya tampoco puede ampararse en el bien. Si nos tomamos en serio lo que enseñaba Sócrates, debemos decir que el amante de la sabiduría posee una característica indestructible: su fe en la razón y la capacidad que ésta trae consigo de dudar de todo, incluso y principalmente de sí misma. Esta razón debe ser concebida enraizada en un cuerpo sintiente y deseante.

Sócrates, un poco ingenuamente, creía que el dominio de sí y la capacidad de prescindir de las causas exteriores, lo que imaginaba como autonomía, conducían al ser humano al bien. Posiblemente conduzcan a la tranquilidad de ánimo, que en medio de la vorágine cotidiana, los deseos de dinero o fama, no es poco. Esa serenidad es una de las cosas más difíciles de conquistar. Pero no se trata de prescindir o reprimir, se trata de poner en relación y calibrar los efectos. Una manera de calibrar estos efectos radica, como nos enseñó Deleuze a partir de su lectura de Spinoza, en ver si amplían o disminuyen nuestra potencia de obrar. Si amplían o disminuyen nuestros gustos, tan fundamentales en esta sociedad seudo hedonista obsesionada con erradicar el dolor. El dominio de sí se complicó, pues ya no es un alma más o menos pura dominando un cuerpo corrupto y corruptor, como lo concibió la metafísica durante siglos. El dominio no puede ser absoluto, hay que dejar un margen de no-control. El cuerpo porta saberes que el alma no puede entender y distorsiona.

Desde Sócrates en adelante, el primer enemigo declarado de la filosofía fue el prejuicio, las ideas convencionales, esos juicios que todes aceptamos sin reflexionar ni revisar. Porque la filosofía no es un saber ni una sumatoria de conocimientos. En todo caso, como lo indica la misma palabra: filo-sofía, es un amor-al-saber. El filósofo en esencia no posee saberes (como ocurría en cambio con el sabio o el chamán), más bien pone en cuestión todos los saberes instituidos. No sólo duda y no-sabe, sino que además y principalmente tiene la tarea de hacer dudar a sus interlocutores. El filósofo no sólo no sabe nada, sino que quiere que sus interlocutores entiendan que ellos tampoco saben nada, y que si supieran algo, eso que saben exigiría ser revisado, criticado y vuelto a pensar.

Desde Sócrates en adelante, el primer enemigo declarado de la filosofía fue el prejuicio, las ideas convencionales, esos juicios que todes aceptamos sin reflexionar ni revisar.

En este sentido, en la actualidad y quizás siempre su tarea está condenada al fracaso, pues vivimos unos tiempos en los que hay un consenso totalitario en que el conocimiento se construye, y se construye para llegar precisamente a consensos. Nadie se atreve a no coincidir consigo mismo, todes quieren tener razón. El filósofo no cree en los consensos. Antes que otra cosa al saber filosófico lo llamaría (si tal saber existiese) un saber de la destrucción: demuele lo que se le pone delante más que colaborar en la construcción de acuerdos. Tengo mis dudas si nuestra sociedad está capacitada para escuchar y tolerar semejante postura existencial.

El saber del filósofo puede consistir en elaborados sistemas abstractos de ideas ininteligibles para aquel que no tenga el hábito y el vocabulario adecuados de cada personaje. Pero antes que un conjunto de ideas híper complejas, los pensamientos del filósofo encarnan en formas de vida. La forma de vida del filósofo tiene que tener un sentido, un sentido reflexionado, un sentido que relacione lo que éste piensa de forma abstracta, en ese famoso diálogo platónico entre el yo y el sí mismo, y lo que vive y la forma en que vive lo que lo inviste. El maestro en estas artes interpretativas fue Sócrates.

En su origen, la filosofía se instituyó como un oasis en medio del caos social y político que se vivía en Atenas. Un modo de encontrar equilibrio mientras todas las instituciones tradicionales, desde las religiosas y políticas hasta las familiares y económicas, se derrumbaban a su alrededor. Nuestra sociedad, para la cual “Dios ha muerto”, no está muy lejos de derrumbes parecidos. Sin fundamentos éticos verosímiles, sin principios morales aplicables, sin dioses, sin horizontes políticos más allá de una palabra griega (democracia), devastando la naturaleza y nuestro entorno existencial, nuestra sociedad exige un tipo de filosofía difícil de elaborar, pues su plana mayor fue cooptada por ese mismo sistema destructivo que fagocita el espectáculo y se reproduce en cátedras decadentes y en editoriales de moda. La filosofía debería darnos elementos para comprender una situación histórica inédita en la que el hombre (sinécdoque hasta hace muy poco de humanidad) ya no es “amo y señor de la tierra”, como lo proclamó René Descartes. El ser humano es un nodo de información como cualquier otro ente que puebla nuestra sociedad híper conectada. Inclusive está perdiendo la capacidad exclusiva que se arrogaba de pensar y sentir.

Más peligroso que la inteligencia artificial es que comencemos a artificializar o virtualizar nuestros afectos.

*Por decisión del autor, el artículo contiene lenguaje inclusivo.