Un documental sobre el "ataque de pánico": hipótesis sobre el miedo
Por María Iribarren
A partir de una serie de testimonios que, en cada caso, denuncian la circunstancia en la que apareció el “cuadro” por primera vez, una voz en off (Lucas Finocchi) va agregando datos históricos y estadísticos, descripciones e hipótesis de la que se califica como una enfermedad que “puede ser un termómetro para definir la sociedad en la que vivimos”.
A primera vista, Ataque de pánico podría ser considerado un filme sobre uno de los síntomas más frecuentes en la consulta clínica (a la par del bruxismo, los TOC y las fobias), que la Psiquiatría reúne bajo el rótulo bastante imprudente de “síndromes de ansiedad” y, en la mayoría de los casos, despacha mediante la prescripción de psicofármacos.
Sin embargo, el recorrido que propone Ernesto Ardito, sin dejar de atender los datos de la coyuntura con un respeto admirable hacia las personas cuyo padecimiento escuchamos, indaga más atrás en el tiempo y en las condiciones (políticas, económicas, culturales) que hicieron posible (y, en parte, explican) la irrupción y el aumento de los casos de “síndromes de ansiedad” en el presente.
En este aspecto, Ataque de pánico resulta la continuación de una poética y una obra (desarrolladas por Virna Molina y Ernesto Ardito a lo largo de películas, telefilms y programas de TV) cuya voluntad ha sido (es aún) poner el cine al servicio de la memoria histórica y la crítica social. Constelaciones fílmicas que integran el problema, sus causas y efectos, los responsables y las víctimas, en un “sistema” (la “marca” Ardito-Molina) que, inexorablemente, privilegia la perspectiva histórica.
En cuanto a lo formal, Ataque de pánico renueva los pilares de un edificio narrativo basado en la mutua colaboración de los textos y las imágenes, las sombras y los silencios, las distorsiones sonoras y visuales. Dado que el objeto de la película es la exhibición de un problema (un desajuste psíquico, una formalización nueva de la angustia existencial, o como se lo quiera considerar), la estética “hablará” eludiendo el embellecimiento vacuo, tanto como el golpe de “realismo”.
Una vez más aquí, Ernesto Ardito (responsable de la dirección, el guion, la investigación, el montaje, la cámara, el sonido, y la música original) abre la discusión en torno al dispositivo (la cámara), al lenguaje (la sintaxis) y al deseo de mirar (el espectador). En consecuencia, Ataque de pánico también actualiza la pregunta por el cine: ¿con qué propósito, de qué manera, para quién, mostrar lo irrepresentable?
“Nuestro peor enemigo”
Durante el rodaje de Ataque de pánico —que se llevó a cabo entre 2012 y 2014, en Buenos Aires, Londres y París— el realizador entrevistó a doce “pacientes” que habían recibido ese diagnóstico.
Más allá de lo singular de cada anécdota (lo que permite ponderar la amplitud sintomatológica, la inespecificidad del diagnóstico así como la despersonalización del sistema de salud), Ataque de pánico recupera los puntos de coincidencia en los relatos, los sitúa en el tiempo y mira “la época” a través de ellos.
Así es como las referencias concuerdan en señalar dos episodios desencadenantes: el golpe de Estado de 1976 (cuando el que “nos tenía que proteger era nuestro peor enemigo”) y la crisis económica y gubernamental de 2001. En el plano internacional, los atentados a las Torres Gemelas y los ocurridos, en lo que va del siglo, en las ciudades de Londres y París, más las sucesivas crisis financieras a nivel global.
Mientras tanto, muy sutilmente, la película irá montando sobre lo testimonial otro “relato” puramente “cinematográfico”, a la manera de un excedente de sentido (por cierto, la idea de “exceso” sobrevuela todo el tiempo las imágenes e, incluso, derrama en las lecturas posibles de Ataque de pánico). Entonces, cobran evidencia el color azul de algunas escenas, las estridencias sonoras, el repiqueteo constante de la lluvia, las apariciones fugaces de sombras.
Estos recursos característicos de las películas de terror y de suspenso, resultan significantes apropiados para “complementar” las imágenes (documentales) ralentizadas de la multitud avanzando por la calle. Enjambres de solitarias y solitarios, que se desplazan en silencio, que no emiten sonrisa alguna, mientras son “capturados” por los sistemas de control, públicos y privados, físicos (fuerzas y empresas de seguridad) y digitales (cámaras, teléfonos, aplicaciones para dispositivos móviles, pantallas televisivas, videowalls).
Sociedades de control
“Esta enfermedad puede ser un termómetro para definir la sociedad en la que vivimos”, había anunciado el narrador, antes de enumerar algunos de los incidentes que propician el pánico: la hiperconexión permanente y planetaria, la sobreinformación y la violencia visual, el aislamiento (“los medios de comunicación escriben el guion de la vida exterior”), la soledad, las respuestas individualistas, la angustia y la paranoia asociadas, el estrés, la autoexigencia, la velocidad.
La “cultura del miedo” o de alerta continua es un “sistema que contiene la violencia psicológica de una guerra”, aunque “brinda mayores beneficios económicos y políticos que una invasión militar. En este sistema la incertidumbre es clave y uno de los ejes del pánico”.
Lo que cualquier espectador puede ver (lo que debería poder ver, aun sabiéndose interpelado) es la zona crítica que la película compone y pone a discusión: en tanto síntoma o conjunto de síntomas, lo que se denomina “ataque de pánico” tiene una raigambre histórica, un interés político y una trama cultural.
El enorme valor del filme de Ernesto Ardito es recortar la dimensión del sufrimiento humano, para diferenciarla de la dimensión biopolítica (el sistema) que la sostiene y la hace proliferar. Una guerra silenciosa y eficaz contra la subjetividad y el deseo, “una invasión oculta, veloz e higiénica disfrazada de democracia y pluralidad”.