El ascenso de Skywalker: tributo a una galaxia de círculos concéntricos
Por Tomás Eloy Gómez
“¡Los muertos hablan!”
Estas son las palabras con las que El ascenso de Skywalker, estrenada en Argentina el jueves 19 de diciembre, introduce su premisa principal: el emperador Palpatine (Ian McDiarmid), antagonista principal del Regreso del Jedi y de la segunda trilogía de la saga, ha vuelto de la tumba para retomar una historia que parecía concluida. Queda en manos de los jóvenes protagonistas de esta trilogía, especialmente la dupla de Rey (Daisy Ridley) y Kylo Ren (Adam Driver), dar un final definitivo a este conflicto que heredaron de las generaciones pasadas.
A cuatro años del estreno de su anterior contribución a la saga, El despertar de la Fuerza, J. J. Abrams regresa para dirigir los destinos de esta franquicia de cuatro décadas con una película, repleta de mito y movimiento, cuyo tema central es la reverencia hacia las tradiciones y hacia las generaciones pasadas.
El guion de Abrams, escrito junto con Chris Terrio, dedica el primer acto a sentar las bases para la épica espacial que aguarda más adelante, con diálogos en su mayoría expositivos. El montaje de Maryann Brandon, colaboradora de varios proyectos anteriores de Abrams, produce desde este comienzo un ritmo vertiginoso, que dota a las secuencias, y a la película en su totalidad, de un impulso continuo. La cinematografía de Dan Mindel, otro colaborador regular de Abrams, suma aún más dinamismo a las escenas con movimientos de cámara constantes. Los tiempos de quietud, donde se da a una escena los segundos que necesitaría para que se asienten los elementos dispuestos en ella, son escasos. La película avanza con determinación, sin dar espacios para que el espectador pueda ponderar la lógica o las implicancias de lo que se dice y se muestra. Mientras tanto, en lo que tal vez sea su última participación en la franquicia, el compositor John Williams acompaña a las imágenes en pantalla con una música que combina los temas icónicos introducidos a lo largo de la saga.
Dentro de este entramado, los actores se desenvuelven de formas variadas. Rose Tico (Kelly Marie Tran), coprotagonista en Los últimos Jedi, es reducida a un personaje secundario con meros segundos de presencia en pantalla y sin un guion que le permita expresar su humanidad. Leia (Carrie Fisher), la última del trío protagónico de la trilogía original, supera con sorprendente eficacia la muerte de la actriz que la encarnó desde 1977 por medio de la reutilización de material inédito del Despertar de la Fuerza. Finn (John Boyega) y Poe Dameron (Oscar Isaac) mantienen la química y la comicidad que los hizo los favoritos desde el comienzo de la trilogía. Billy Dee Williams nos trae a un Lando más anciano pero no menos carismático. McDiarmid, una vez más escondido detrás de la capucha negra y el maquillaje monstruoso, vuelve a deleitar con la malevolencia pura que supo expresar en películas anteriores. Pero como fue el caso en las primeras dos películas de esta trilogía, el desarrollo de personajes más complejo, y las actuaciones más intensas, son las que corresponden a Rey y Kylo Ren. Ridley y Driver llevan a sus personajes más allá de sus diálogos, de a momentos escuetos, sólo con sus expresiones faciales y su corporeidad. Kylo Ren en particular se sostiene como uno de los mejores personajes de toda la saga, en su calidad de villano vulnerable, inseguro y obsesionado por la leyenda de su familia.
Los giros argumentales dispersos en la película sirven a un regreso inorgánico al pasado, tanto en lo textual como lo metatextual, laxo en justificaciones narrativas y temáticas. Su fin es darle a la tercera trilogía de esta franquicia un tercer acto capaz de recomponer la relación disfuncional que ha generado entre su enunciador y su enunciatario. Es un tributo, no tanto a Star Wars en sí, sino a la relación de sus fanáticos con la trilogía original.
Para esto, Abrams y Terrio recurren una y otra a la autorreferencialidad y la retrocontinuidad, herramientas que hacen a la trama de la película más verosímil dentro de su propia lógica, pero que debilitan retroactivamente a su predecesora, Los últimos Jedi, escrita y dirigida por Rian Johnson. En respuesta a las severas críticas de muchos fanáticos de la saga a varios elementos de Los últimos Jedi, Abrams y Terrio resignifican varios de los elementos argumentales introducidos por Johnson y los enmarcan dentro de una estructura y estética más familiar.
La consecuencia de estas decisiones es una película de aventuras competente en lo técnico, repleta de esplendor audiovisual, de historia y de nostalgia, pero austera en sus formas y en su visión. El efecto de sentido, en el contexto de la saga en que se inscribe, es uno de circularidad, de reiteración sobre un mismo punto. Donde Los últimos Jedi dejó a la tercera trilogía con los cimientos para un final distinto al de la trilogía original, El ascenso de Skywalker utiliza buena parte de sus 142 minutos frenéticamente, demoliendo esos cimientos para justificar una repetición parcial de la estructura del Regreso del Jedi y guiar los sucesos hacia una conclusión apresurada que cumpla con las expectativas del enunciatario construido a lo largo de la saga. Socava la verosimilitud y las fortalezas de la tercera trilogía en su totalidad para atarla en cuantas dimensiones sean posibles a los círculos concéntricos que conforman el mito de Star Wars.
“Es como poesía, en cierto modo. Riman”, dijo George Lucas en el detrás de escenas de las precuelas. Así explicaba las repeticiones y coincidencias entre esas películas y la trilogía original.
Más de tres décadas después del final de la primera trilogía, Star Wars aún no logra escapar de la órbita de su propia leyenda y el fanatismo que la rodea. Lo que nos deja ahora, al final de esta tercera trilogía, es una saga que ha sabido canibalizar sus propias fábulas antes que expandirlas, siempre girando en torno a los mismos personajes, los mismos lugares y los mismos conflictos. En lugar de explorar el potencial de sus premisas fuera de la reconfortante seguridad de la nostalgia, Star Wars parece ahora estar atrapado en una endogamia narrativa y enunciativa. El ascenso de Skywalker es, en este sentido, un tributo conservador a un pasado que supo ser más visionario, más atrevido.