De monstruosidades y banalidades: a propósito del nuevo libro de Gabriela Urrutibehety

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    Gabriela Urrutibehety
RAREZA

De monstruosidades y banalidades: a propósito del nuevo libro de Gabriela Urrutibehety

29 Septiembre 2024

Desde su mismo título, Monstruos, el último trabajo de Gabriela Urrutibehety, parece anunciar que complicará la vida de los profesionales dedicados a la clasificación de libros. Un libro como éste, incluso para un bibliotecario de carrera como yo, hace pensar dos veces al momento de designarle uno de esos misteriosos números que determinan la posición del ejemplar en los estantes de las bibliotecas públicas.

En la página de los datos legales se informa que es un “ensayo literario”; en la contratapa, que es una “crónica que nos acerca a un dilema profundo”; y como yapa, la página web del sello Vinilo Ediciones (responsable de la publicación), casi con agresividad nos previene que no publica ficción, aunque sí géneros híbridos. Es decir, monstruosos. ¿Qué hacer, entonces?

Al menos en las mitologías clásicas, el monstruo es siempre una mezcla de una cosa con otra cosa: un señor agreste y un caballo hacen un centauro; una anciana pestífera y un plumífero hacen una arpía. No todos los monstruos debían merecer la misma estima: bancarse a una sirena, por bella que fuera del ombligo para arriba, implicaba también resignarse al perpetuo olor a pescadería; en cambio, un unicornio era, según los manuales de teratología, mucho más estético y por ende mucho más inhallable. Cataloguemos, pues, al libro de Urrutibehety entre los unicornios: es raro, es bello, de líneas límpidas y de una sencillez tan meridiana que al cabo sospecharemos pronto su complejidad y su hondura bajo esa tersa superficie.

Monstruos, matizando la admonición del sello editor, puede leerse perfectamente como una nouvelle, dentro de la tradición hispanoamericana de la “novela testimonio” a lo Rodolfo Walsh o a lo Elena Poniatowska, o de la non-fiction novel anglosajona a lo Truman Capote –y vaya si no fue cometido a “sangre fría” el principal de los crímenes narrados.

En ese sentido, el libro atrapa, aunque la mayoría de los argentinos conozcamos el asunto que sirve de pivote: el asesinato de Fernando Báez Sosa, perpetrado en Villa Gesell a comienzos del año 2020. Igual que conocemos los rostros de los rugbiers responsables del crimen –los monstruos que, en apariencia, merecen ese nombre por antonomasia–, y hasta vimos las imágenes, repetidas ad nauseam, del momento preciso del delito. Nadie puede spoilearnos un final que ya sabemos, y el suspenso, que el texto lo tiene y del bueno, tuvo que ser creado a base de otros elementos ajenos a la mera anécdota.

Monstruos es también un texto autobiográfico sin demasiadas concesiones para la complacencia narcisista; o una sociobiografía –como gustan decir ahora los franceses–, es decir, un relato bio o autobiográfico que arroja luz más sobre el entorno epocal y social que sobre la intimidad del propio bio/autobiografiado.

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Tapa monstruos

Este libro es, además, una elegía precisa y preciosa sobre el paso del tiempo, el cambio de hábitos y costumbres, y fundamentalmente, sobre unas palabras –las escritas–, unas sintaxis, unos tiempos para medirlas que cedieron lugar a una glorificación de lo efímero y lo filmable y lo olvidable al día siguiente. No porque la autora caiga en el sentimentalismo de “todo tiempo pasado fue mejor” Pero el fugit tempus acaba siendo uno de los grandes protagonistas de estas páginas. Lo que en otras manos sería motivo de enjundiosos y anodinos papers o hasta tesis de posgrado con abstracts, key words y muchas pero muchas notas al pies sobre cómo, en definitiva, la lógica de las redes sociales y las selfies terminó derrotando los hábitos de la prensa gráfica, en Urrutibehety deviene una prosa aforística, con cesuras dignas de un verso alejandrino, cesuras que son silencio y también, por qué no, melancolía.

Por último, Monstruos, es una reflexión actualizada, necesaria, sobre el tema arendtiano de la banalidad del mal, ya no en Auschwitz-Birkenau o un presidio jerosolimitano, sino en estas pampas de Dios, donde arrecian por igual las secas y las aguadas desbordadas, los calores insoportables, los crímenes realizados por pibes comunes y corrientes, y los shows (dignos continuadores de los autos de fe inquisitoriales o los patíbulos públicos), donde a gritos se piden cadenas perpetuas, se resucita la idea de la pena de muerte, se halla solaz en soñar con atroces violaciones de las hordas carcelarias a los victimarios, más infinitas repeticiones de videos infames de gente normal –centenares, literalmente– filmando una muerte sin mover un dedo para impedirla.

¿Todo esto en apenas 94 páginas de formato pequeño? Todo esto.

Gabriela Urrutibehety nació en Tandil, pero ha residido toda su vida en Dolores. Dolores queda a mitad de camino entre Buenos Aires y Mar del Plata; los turistas se detienen en esa ciudad a hacer sus compras, micciones y poco más. Pero también es una vieja ciudad tribunalicia, y con tribunales de toda laya: fueron la recompensa mitrista a su antirrosismo –un antirrosismo que aún repercute en el nombre de sus calles y avenidas. Gran parte de la población dolorense vive protestando contra los males del Estado y alabando sus propios e inciertos méritos individuales. Lo cierto, sí, es que de un modo u otro, todos viven a costas de ese Estado al que dicen detestar: si exceptuamos las vacas, las fuentes de ingresos principales provienen de esos tribunales precisamente, más las tres policías, más la cárcel, más las escuelas primarias, secundarias y terciarias. De haber un manicomio, estarían representados todos los panópticos foucaultianos clásicos. Pero no lo hay. Aunque en manicomio parece transformarse el pueblo cuando algún caso mediático corta su natural parsimonia y lo enfrenta al trasplante de los tiempos histéricos capitalinos, y sus soberbias.

La autora cubrió, como local (como “anfitriona”, dice por allí) uno de los juicios más funambulescos de nuestra historia, protagonizado por el jarrón argentino más célebre desde los días preincaicos hasta hoy: el caso Coppola, con sus Bernasconis, Viales, Samantas y otros personajes de sainetesca memoria. Y también cubrió el juicio por el asesinato al reportero gráfico José Luis Cabezas. Mucho más épico, casi una redención del anterior, el caso Cabezas puso al periodismo en un lugar central, unificando a tirios y troyanos en la búsqueda de verdad y de justicia, develando la podredumbre agusanada del menemismo, y haciendo de la prensa gráfica, quizás por última vez, un sujeto de alta credibilidad. En ese caso, un señor de bufonesco gerundio –Burlando– defendió a los asesinos.

Veinticinco años después, Burlando acompaña gratuitamente a la familia de Fernando Báez Sosa, asesinado por sus paisanos, los rugbiers de Zárate. Las fichas parecen haberse movido para todos, menos para la autora de este libro. Hay varias cosas que se le deben agradecer a Urrutibehety, y son, tal como se dice ahora, sus autopercepciones.

“Los monstruos son necesarios: su excepcionalidad tranquiliza conciencias”.

Es un rasgo de gentileza, de bonhomía, casi de buen gusto, que en un universo casi ficcional, regido por los Yogyakarta Principles edición 2017, no decida autopercibirse, por ejemplo, un canguro hermafrodita enamorado de una vinchuca o algo por el estilo, sino que, contra todo el triunfalismo de nuestra progresía algo ramplona, se sienta nada más y nada menos que vieja y fracasada. Una clase de autopercepciones que ya sufrían Hécuba o Aquiles en la Ilíada, la piedra basal de la literatura de occidente.

Urrutibehety hubiera deseado redactar notas que trastocaran el mundo, que sus novelas (que por cierto son muy buenas) hubieran sido traducidas y multipremiadas, pero sabe que ya no saldrá de Dolores, de hacer crónicas para un público limitado, de dar clases de literatura para adolescentes, y también para los presos.

Pero son esas mismas percepciones de tiempo y derrota las que brindan también a una Urrutibehety desganada, aplastada por un verano sofocante e impiadoso como solo Dolores suele darlos, la extrema lucidez a la hora de observar –“cubrir”– el crimen de los rugbiers, tan lejos del farandulero quehacer del caso del jarrón, tan lejos del pathos heroico del caso Cabezas: un caso plebeyo o petit-bourgeois, si se quiere, que a la vista de un público que lo contempla como espectáculo puede pregnarse porosamente con la enésima temporada de Gran Hermano, y a la vez servir de chivo expiatorio del mal, que al cabo, portamos todos. La frialdad de los chicos le espanta; pero le espanta también la realidad de la videoesfera donde el crimen se produjo: nuestra era, nuestro tiempo proclive a la reducción de una “vida filmada hasta el extremo”.

“Filmarse viviendo, filmarse matando. Se vive para ser filmado. Se muere en vivo”. El juicio mismo se convierte para ella “en una glosa de lo que se filmó”; o como dice la enfermera que intentó revivir al chico: “Nadie hacía nada, todos estaban gritando, grabando”. Porque vivimos, insiste Urrutibehety, “en el imperio de la selfi”, en el de “yo estuve ahí, dice el video, un documento que durará solo un día como historia de Instagram… la vida en 2D, renovable cada 24 horas”. En ese mundo, en ese imperio, “los monstruos son necesarios: su excepcionalidad tranquiliza conciencias”. Y la autora, que insiste en no autopercibirse canguro hermafrodita, no puede dejar de pensar ante los condenados de antemano, en un crimen fácil de resolver pero sobre el que hay que seguir montando el circo, que esos pibes –los asesinos– también podrían ser sus hijos. Terrible es pensarlo a la inversa: sus hijos –los de cualquiera– pueden ser seres ¿monstruos?, como ellos.

Hace más de milenio y medio, San Agustín resolvió que, en el fondo, todos somos más o menos monstruos –y no precisamente unicornios. Podemos desechar su teología, su soteriología, su teoría de la Gracia; pero difícilmente podemos deshacernos de su antropología. Mucho después, Hannah Arendt –¡judía agustiniana!– nos enseñó que los monstruos son banales, cotidianos, grisáceos, incluso los capaces de cometer un genocidio.

Este libro no agrega quietudes a estas inquietudes. Desde el recodo de un pueblo, las refrenda con sabiduría. Eso no es vejez, eso no es fracaso. Se llaman talento y lucidez, y le debemos suma gratitud por sus páginas.