Dossier Fractura: Pasa el tren, queda el amor
El suplemento FRACTURA conversó con Graciela Tustanosky, Matías Máximo y Dafne Pidemunt, tres actuales escritores, que la recuerdan en una de sus tareas más amorosas, la de tallerista. Aquí sus textos a modo de homenaje:
Por Graciela Tustanosky (integró el taller "El tren de la palabra")
INÉS EN EL TREN DE LA PALABRA
“Eso no hace poesía” dijo Inés, fue cuestión de cambiar una línea demasiado explícita y algunas palabras de lugar para que de un grupo de palabras muertas, naciera humilde, sí, pero vivito y coleando un breve poema. Inés comentaba nuestros trabajos con dulzura pero sin concesiones, si algo no le gustaba lo manifestaba, si le gustaba, un visto bueno de ella era un aliciente importante para seguir. Simplemente, los integrantes del Tren de la palabra confiábamos en el oído de Inés en su criterio poético o, mejor dicho, en su modo de habitar la poesía.
El Tren de la palabra, así se llamaba el taller, funcionaba en la biblioteca del IMPA, la fábrica recuperada, en la orilla de las vías del tren. El sonido del paso del tren escandía el tiempo de nuestra labor. El taller tenía dos momentos, el del trabajo de escritura de sus integrantes y el de lectura profunda de alguna o algún poeta elegido por el grupo. Recuerdo que leímos entre otros, la obra poética de Leonor García Hernando y de Paco Urondo (cuya obra poética había sido editada en ese momento) Inés era una lectora apasionada y detallista, nos hacía percibir cosas que de otro modo se nos pasarían por alto. También tenía una memoria asombrosa, recordaba poemas enteros de muchos poetas lo que le permitía tener presentes versos, estilos y modos para poner en diálogo a poetas diferentes.
Ese taller fue el comienzo de largas amistades y un intenso recorrido por el mundo de la poesía en Buenos Aires. Cada vez que voy a un encuentro de poetas, siento que Inés va a aparecer en cualquier momento. Una vez leí en un sobrecito de azúcar en un café (cada sobrecito venía con una frase impresa) que alguien es grande no por el espacio que ocupa sino por el vacío que deja cuando se va. Inés dejó un vacío singular, un vacío donde resuena la poesía.
Por Matías Máximo. Periodista y escritor
INÉS Y EL AMOR A LA PALABRA
El tren de la palabra fue una poesía de amistad, un aprendizaje que no se terminaba en esas horas que compartíamos en una biblioteca fría en invierno, muy caliente en verano, pegada a las vías del tren Sarmiento. Cada vez que pasaba ese tren había que quedarse en silencio porque se volvía imposible escuchar a quien estuviera leyendo: y esos eran segundos de miradas. Allá el hombre de tono a cocos y bananas, allá la mujer del nido de sueños entre pelos de resorte, allá la mujer de lengua afilada y plexo abierto, allá la mujer pájaro de la avaricia del lenguaje.
La primera vez que fui era sábado y había un cartel en la puerta que anunciaba un choripán poético. Adentro, Inés Manzano, junto a Lidia Rocha y Cayetano Guzmán; cumplían con lo de poético y me invitaron a leer. No me animé, pero Mónica se ofreció y lo hizo por mí. Compartir los silencios, las impresiones, las intervenciones amorosas y las palabras que quienes iban y venían –porque había una puerta muy abierta- se volvió un impulso para escribir, a veces a las corridas, para llevar algo nuevo cada sábado.
Pasa el tren. Y ahí está el hombre de la madera primitiva en la barranca, allá la mujer de los dos sonetos y la voz del jueves que diluvia, allá el barroco que suma las palabras de un diccionario e insiste en que es poema, allá la mujer de la voz cándida y niña y antigua.
Inés aceptaba un momento la palabra, se cruzaba de piernas y a la de arriba la movía mucho. Siempre recitaba, con el puñal justo para dar en el lugar común. A la noche, en las caminatas sin fin, o en los llamados de teléfono que atendía en cualquier momento del desborde –porque era un misterio cuándo dormía- Inés seguía enseñando su técnica aferrada al deseo de la palabra.
Rodeada de lxs fisuras de la cocaína o en las salas de pompa y encajes. Inés lucía vestidos fuera del tiempo y cuando recitaba con su voz ancestral y la mirada al abismo (¿qué mirabas entre las sombras, entre las luces, Inés de fuego lento en los ojos?), hervía un silencio que todo lo tocaba, que todo lo enredaba en la confusión de la belleza.
Atesoro la avaricia del lenguaje que esta reina aborrecida de corona nos compartió en su taller: el gesto indisciplinado del rigor para el deseo, la ventaja existencial del amor a la palabra.
Por Dafne Pidemunt, poeta y editora
CITA A CIEGAS
Cuando yo tenía veintitrés años, Inés Manzano me escuchó leer en un ciclo que Lidia Rocha organizaba con Gerardo Curiá, su compañero. A ella le gustó mi poesía y Lidia Rocha me dijo después que yo tenía que conocerla a Inés y me contó de su militancia e interés en buscar y circular nuevas voces.
Nos encontramos en un bar frente a la facultad de Filosofía y Letras. Las dos estábamos nerviosas. Yo no sabía con quién me tenía que encontrar pero Inés me miró fijo cuando entré y supe que era ella. Fue una verdadera cita a ciegas para mí. Un encuentro muy tierno, amoroso y sin dudas fue también amor a primera vista. Nos hicimos muy amigas y ella se convirtió en mi madrina. Inés Manzano fue muy importante en mi vida, me adoptó, me cuidó y me ha retado mucho también. Sin dudas me hizo mejor persona.
Ya desde ese momento nos pusimos a leernos, ambas teníamos poemas en manuscrito. La mirada de Inés era muy precisa y muy amorosa también para marcarte lo que modificaría. Era brava pero a la vez, ella sabía sobre el valor que un poema tiene para un poeta y una poeta y respetaba mucho eso. Escuchaba con los ojos cerrados y marcaba lo que no le gustaba y lo que le gustaba mucho también. Me corrigió un montón y además presentó mis dos libros. No es casual que todavía no haya podido publicar nada después de su muerte. Me cuesta sacar un libro sin que esté supervisado por Inés. Me siento un poco huérfana ahora en la escritura y en la vida también.