Los comercios gastronómicos familiares: una lectura interesada de “Los sorrentinos”
El amigo Ariel Idez me dijo: “Tenés que leer Los sorrentinos, de Virginia Higa, es una historia que tendrías que haber escrito vos”. Todo el tiempo me pasa que mis amigos leen historias que tendría que haber escrito yo. En este caso, lamentablemente, es casi así. Ahora la reseño. En realidad, uso la reseña como un trampolín para contar ciertas cosas.
Hay dos o tres cuestiones que me impactaron en Los sorrentinos, y cuando digo que me impactaron quiero decir que fue como recibir un mítico cross a la mandíbula con el que mi cerebro chocó de frente con mi psique y casi me quedo sin yo. Primero, por la historia familiar, tan parecida a mi historia personal, y a la vez tan distinta, porque si bien hay un traspaso y una herencia en la pizzería que regenteo con respecto a mi papá, también hay una terrible herencia de parte mía para con mis hijas, cosa que no sucede en la novela de Higa. Lo sustancial de la novela es la historia del dueño histórico del local, Argentino “Chiche” Vespolini, complementada como un cubo mágico por otras historias que afectan a la familia, y que Higa narra haciéndonos reír unas veces, otras llorar (lloré, en serio; estoy sensible). De alguna manera, la historia está en el pasado, que Higa reconstruye por fragmentos. En cambio, nuestra historia, la historia de nuestra pizzería, me parece que está en el futuro, como si fuera una historia que todavía no encontró su narrador —porque así como Miguel Ángel creía que la figura a esculpir ya estaba en el mármol y el escultor lo único que hacía era eliminar lo que sobraba, así podemos decir que un escritor nunca inventa una historia sino que construye un narrador para contarla.
El trato con el personal que trabaja en un boliche gastronómico es muy importante. Chiche tenía costumbres fuertes —un poco arbitrarias para no decir autoritarias según los cánones contemporáneos (pero solo un ser anacrónico usaría para juzgar a napolitanos emigrados o a hábitos del pasado los criterios del presente, pues muchos de esas actitudes o comentarios que hace unos años eran normales, hoy están directamente prohibidos). Se ve que menospreciaba a mucha gente, pero a la vez los quería, a su manera. En nuestro caso es diferente. Cuando me hice cargo de la pizzería tenía treinta y pico de años, y quería (o necesitaba) cambiar la cultura básica que sostenía el trabajo, que consistía en ganar plata —era el objetivo de mi viejo, el hijo de un calabrés que tuvo que salir a laburar a los 10 años, no terminó la escuela primaria. Ganar plata sin duda es importante (incluso para un ex filósofo), pues de hecho nos guste o no vivimos en el capitalismo. Pero ganar plata puede hacerse de diferentes maneras.
En Los sorrentinos, el objetivo de la trattoria no pareciera centrarse en el dinero sino en la preservación de una tradición, puede ser, pero varias de las otras historias que se narran donde familiares emprenden un proyecto independiente, la búsqueda de dinero es la forma que encontraron para ascender o cambiar de clase social —Higa lo hace convirtiendo esa cotidianidad muda que nadie ve en una novela familiar. Para la pizzería la guita sin duda es lo más importante (lamentablemente yo no pude patentar las pizzas que llevan los nombres de mis hijas, como Chiche sí logró patentar los sorrentinos Umberto), pero también es muy importante la calidad del producto que hacemos. Esa calidad implica que tanto nosotros (mis socios, mis hijas y yo) como la gente que trabaja con nosotros llegue contenta a trabajar, y se vaya contenta cuando termina. Los códigos de Chiche con su personal eran diferentes: les inventaba sobrenombres y dividía el mundo entre los que eran Carpi y los que no (parecido a lo que decía Borges con respecto a los platónicos y aristotélicos, o sos de un bando o del otro, salvo que nadie sabía muy bien qué significaba ser Carpi, y Chiche nunca lo aclaró). Estoy seguro que esa costumbre se fue de este mundo con la muerte de él, porque hay prácticas que solo se generan a partir de la acción o la mera presencia de una persona —cuando otros la instrumentalizan y la reproducen, cambia totalmente su significado. Por otro lado, los clientes perciben la atmósfera en la que trabajan los empleados y sus estados de ánimo cuando comen en un lugar, y es lo que muchas veces los lleva a volver.
Los sorrentinos cuenta lo que significó para la narradora pertenecer a una familia gastronómica. ¿Qué es una familia gastronómica? Es una familia amplia que básicamente tiene una mesa asignada pegada a la caja donde comen los dueños, las hijas e hijos de los dueños, los amigos, a veces algún camarero. En la Trattoria había una mesa así (entre esta mesa y la caja, cuenta Higa, hay colgada una foto de Umberto, el verdadero inventor de los sorrentinos, hermano de Chiche, como en nuestro local hay dos fotos, una de mi mamá y mi papá cuando eran jóvenes y el mundo no era lo que es ahora, y otra de mi hija pequeña, amasando). Tanto en la trattoria marplatense como en nuestro local en Valeria del Mar ésa es la mesa que está sin mantel, y que solo se va a “vestir” en caso de extrema necesidad, cuando todo el local esté lleno y ya no pueda disfrazarse su presencia.
Los traspasos generacionales son mudos, invisibles, inconscientes pero efectivos. Higa narra los diferentes traspasos y herencias que rodearon a la trattoria. A veces es cruel (seguramente realista) con algunos personajes —el personaje tal vez se lo merece, andá a saber. El libro de Higa es una elaboración y un reconocimiento de esa cotidianidad que, de otro modo, se ve deglutida por la repetición mecánica de los días, porque en una trattoria como en cualquier otro rubro gastronómico todos los días son exactamente iguales, aunque los clientes sean siempre diferentes. Uno puede ser atrapado por la maquinaria de cuánto se vendió ayer y qué se necesita para mañana: contar esa historia cambia su estatuto, le da el peso de una tradición, le modifica el sentido. Lo voy a decir de otra manera: en un restaurante todos los días hay que hacer exactamente lo mismo, ayer, hoy, y mañana, como en el mito de Sísifo. Pero además del tiempo es una cuestión del espacio, porque el lugar sigue siendo exactamente igual a como era hace 20 o 30 años atrás, las mismas sillas y mesas, las mismas paredes, los mismos ventiladores —entonces vienen los clientes ya no tan jóvenes y te dicen que se quieren sentar en la misma mesa en la que se sentaba él con su papás cuando tenía la edad que su hijo tiene ahora. Al dueño este reconocimiento le debe dar alegría, pero también le hace tomar consciencia.
El tema de la mesa familiar fue uno de los temas que me catapultó directo a mi vida, otro fue la competencia con la otra trattoria marplatense que tenía un menú semejante al de la Vespolini (menos los sorrentinos, por supuesto). Quiéralo o no, el comerciante necesita un “enemigo” al que mandarle un infiltrado de vez en cuando para averiguar si cambió el menú, o el precio al que vende lo que vende, porque a la hora de ponerle precio a una pasta o una pizza es muy importante el cálculo de los costos, pero también es muy importante los precios del otro restaurante que compite por tus mismos clientes, pues todos sabemos que los clientes se basan en una pregunta irrefutable: ¿Cuánto sale? En la novela de Higa, esta competencia inevitable con otra trattoria se convierte en una comedia de enredos divertida, pero estoy seguro que en su momento para Chiche era menos divertido, y en parte esa densidad se percibe en la novela. El comerciante no puede quedarse muy atrás con sus precios, pero tampoco puede irse a las nubes: él también compara, es la lógica del mercado (sobre todo cuando hay inflación). El “enemigo” es algo simbólico, no sustancial o real, por supuesto. En realidad, uno quiere que a todos nos vayan bien, a todos los comerciantes, a los clientes y a los vendedores ambulantes.
Otro tema, el más trascendente de la novela de Higa, es que los sorrentinos son una pasta argentina, más específicamente marplatense, se inventaron en esta Trattoria Napolitana Vespolini. Fue una información que no tenía, y cuando me enteré me dije, como una orden: tenés que probarlos, ¡¿cómo puede ser que no conozcas estos sorrentinos?! Es la ansiedad que me gustaría provocar con nuestras pizzas. Me gustaría que los clientes que vienen por primera vez se vayan reprochándose: ¿Cómo es posible que no haya comido antes esta pizza? Pues la nuestra es una pizza única, como esos sorrentinos de masa apenas más gruesa. Dios está en los detalles.
Así como el sorrentino tiene un grosor determinado y se debe comer de una cierta manera (jamás, jamás usar un cuchillo para cortarlo, según cuenta Higa), así nuestra pizza es por metro (un metro pizzero, no carpintero ni regulado internacionalmente; un metro que no tiene relación con esas clásicas pizzerías por metro que existieron en Capital Federal hace ya varias décadas, como Citadella). Nuestro primer pizzero, hará más de treinta años atrás, era uruguayo. A él le había enseñado a amasar su padre, que tenía como una escuelita de donde salió a su vez el pizzero que lo reemplazó. Un nieto de aquel hombre trabaja con nosotros ahora, aunque nuestro maestro pizzero no tiene nada que ver con esta familia (es uruguayo también, pero cuando empezó a trabajar con nosotros no sabía siquiera cómo hacer una pizza: se formó con perseverancia y mucho trabajo, pues hay algunos saberes que si bien pueden aprenderse en una escuela, el auténtico lugar de aprendizaje es la mesa del amasado donde día tras día hay que estirar la masa).
El libro de Higa es una elaboración y un reconocimiento de esa cotidianidad que, de otro modo, se ve deglutida por la repetición mecánica de los días.
En este momento nuestra pizza está en un punto de hechura incomparable, con una calidad que siento única. O especial —debo de estar grande. Así como “En la trattoria tampoco se servía pizza”, comenta la narradora, así a nosotros nos llevó años aceptar que debíamos vender minutas (milanesa, hamburguesa, rabas, etc.). Lo pedía la gente (en realidad sus hijos e hijas), y uno, con tal de perseverar en sus principios, puede estar en contra de lo que la gente quiere (aunque le perjudique económicamente). Para el que ama lo que hace y tiene consciencia alimenticia, hay comidas que no pueden mezclarse: si uno va a una pizzería va a comer pizza, como si uno va a una trattoria no va a pedir pizza. Tengo la impresión que así como los sorrentinos para Chiche tenían el mérito de hacerse uno a uno, así nuestra pizza es cuidada bollo a bollo. Se amasa a mano, con tomate perita natural, aceite de oliva, horno a leña y sobre todo tiempo, porque encontramos el peso justo y el tiempo imprescindible (ni más ni menos) que requiere la elaboración de una pizza —cada bollo se pesa antes de ser apoyado en la mesa de madera que es tan antigua como el local para que empiece su segundo levado, ya no en la amasadora sino individualmente (como se ve en la foto que acompaña esta nota).
Si bien no sé si hay una comida más básica y popular que la pizza, también creo que eso básico y popular puede realizarse de una manera única. No somos una de esas pizzerías de moda que venden pizza “napoletana”, pero mucho menos somos una pizza grasienta como la que me gusta comer a veces en algunos clásicos boliches de caba. Somos solamente una pizza que no se puede comer en otro lado. Tener esa singularidad en una sociedad tan mercantilizada, tan franquiciada, es un principio que nos prohibimos violar. ¡Qué tentación abrir una sucursal! Pero como dice un cartel en la trattoria Vespolini: “Atendida por sus dueños. No tiene sucursales”, lo que te hace sentir orgulloso. Para mí es la constatación de que lo que te gusta es lo que hacés (aunque despotriques y en algún momento te sientas harto: no hay trabajo más esclavo que el del gastronómico —después de la escritura, si ésta fuera un trabajo), y no lo hacés solo para ganar plata. Abrir una sucursal significaría acabar con un principio que me parece compartir con los Vespolini: el lugar tiene una mística y una atmósfera que no se puede duplicar en otro lugar. Como dice el amigo Víctor Taricco, en la pizzería se percibe la creación de un ambiente familiar en el que siempre (o casi siempre, pues cuando caés sobre el cierre ya todos estamos vencidos, la verdad) sos bienvenido. Un “ambiente” es un espíritu, una manera de ser, una forma de comportarse, que me gusta imaginar jipona, pero que es jipona hasta que el descontrol empieza a afectar nuestro producto. Ahí, cuando la pizza sale imperfecta por algo, o alguien está mal y no puede atender a un cliente, aparece el límite racional y la revisión de en qué estamos fallando, como cuando Chiche caminaba en la cocina con los dedos en los tiradores supervisando las salsas.
Si tiene razón Auguste Gusteau en la película Ratatouille y cualquiera puede cocinar, también puedo decir que con dos o tres ingredientes se puede montar una hermosa historia romántica alrededor de estos establecimientos gastronómicos familiares que van sobreviviendo. Sobreviven y no prosperan porque a ellos les preocupan cuestiones que nuestra sociedad abandonó, criterios para juzgar (no condenar, como hace nuestra sociedad en red) que tienen que ver antes que nada con la calidad, mientras que nuestra sociedad tiene su cerebro colectivo acaparado por una única palabra: MONEY.
Por mil motivos mi caso es muy diferente al de Chiche, aunque a él le gustaban cosas extrañas por fuera de su comercio, como a mí, y sin duda compartimos principios o valores bastante similares —en lo que respecta a la gastronomía. Solo que para su bien, él no tenía la maldita necesidad de escribir y tuvo que llegar Virginia para hacerlo. Yo tengo más que un par de dobles vidas, para ser sinceros.