“Patria”, de Fernando Aramburu: la construcción del enemigo
Por Fermín Vilela
Que le habían puesto así los romanos, había leído. El término latino era “Vasconia”, y en más de dos mil años no los pudieron desplazar de su territorio. Mucho menos conquistarlos. Norte de España. Sur de Francia. Región situada a ambos lados de los montes Pirineos. Para algunas cabezas, País Vasco o Euskadi. Para otras, Euskal Herria. Un latido cultural propio, civilizatorio. Una lengua: el euskera, posiblemente la lengua más antigua aún utilizada en todo el continente europeo. Siete provincias históricas. Navarra, Baja Navarra, Vizcaya, Labort, Sola, Guipúzcoa y Álava. Siete provincias, un mismo reclamo: la independencia. Relacionado a esto último, el día 20 de octubre del año 2010, ETA (Euskadi Ta Askatasuna), movimiento independentista vasco, anunció el cese definitivo del uso de armas. Después de 44 años –teniendo en cuenta el número 1966, fecha en la cual ETA comienza a gestarse como organización armada– de confrontación violenta iniciaría, finalmente, un proceso de paz. Sin embargo, el Estado español no creyó en que esto fuese efectivamente posible. No creyó en ningún diálogo. Mucho menos en cuestionarse el conjunto de prejuicios hacia aquél grupo terrorista, aquella “deriva fascista y nacionalista de izquierdas” que –según grandes grupos mediáticos españoles como El Mundo o El país– contaminó al Viejo Mundo a fines del siglo XX. Pero en lo que sí creyó la querida España fue en la lógica de castigo y su ciega maquinaria condenatoria. En este sentido, la cuestión vasca genera puentes con un proceso de carácter universal: el de la construcción del enemigo. Tejidos de sentido, de manipulación. Escritura de relatos que, sin dudas, fueron elaborados por los vencedores. Esos relatos –como todo lector asumo apreciará– irán variando respecto a quien esté detrás. Y nunca son neutrales. Nunca. Es acá donde ingresa el polémico testimonio de Fernando Aramburu, escritor vasco que desde 1985 reside en Alemania y que publicó, bajo el sello español Túsquets, su última novela, Patria. Acogida por un determinado sector del público vasco y sobre todo español, Argentina no fue la excepción. El furor de ventas, escenario indiscutible. Y es necesario contemplar dicho furor para escribir la pregunta necesaria: ¿Por qué? ¿Por qué destacó Patria, sobre todo en determinados sectores conservadores de ambas naciones? Esto no es casual. Por un lado, aquella necesidad de “saldar la grieta” parece ser un tema de suma urgencia. Tanto para España como para el país de quien suscribe. Sin preguntarse, insisto, por las razones históricas de que exista dicha grieta. Sin preguntarse por una pronta solución, alejada de todo prejuicio y fomento del odio.
Desde su salida al mercado, en 2016, son muchas las opiniones sobre Patria. Son muchas y, al mismo tiempo, son dos. La mayoría acordó en denominarla “la gran novela del año”. Galardonada con el Premio Nacional de Narrativa, fue propuesta como promotora del perdón y reconciliación hacia los terroristas. Vale decir: hacia los enemigos. Un testimonio “fidedigno” de la cuestión vasca. Construcción de víctimas y victimarios. Construcción de estereotipos. Literatura –en este caso– como conductor ideológico Sin embargo resulta importante no confundir la importancia literaria de un texto de ficción con su valor político o pedagógico. Podríamos decir eso de, por ejemplo, la monumental Guerra y Paz del escritor ruso Lev Tólstoi. Fernando Aramburu presentará Patria casi como una crónica, no como un texto de mera ficción. Presentará Patria como una postura. Respecto a esto se torna crucial atender al autor cuando expuso, en una entrevista brindada al diario Infobae, que “su libro es una novela, ni más ni menos”, que “será el lector quien con su capacidad interpretativa pueda llegar a convencerse de que se le ha explicado algo.”. Ahí es donde reside el factor. Las cotidianeidades que Aramburu nos presenta en su novela tienen la tarea de generar una empatía sospechosa con determinados lectores. Y a medida que avanzan los 36 capítulos de su trabajo, parecería ser que más que sacar a luz el trasfondo histórico del conflicto vasco, Aramburu desea contar “lisa y llanamente” la historia de dos familias antes y después de un atentado llevado a cabo por ETA. Los personajes son nueve. Por un lado, Miren y Joxian con sus hijos Arantxa, Joxe Mari y Gorka. Por el otro, Bittori y Txato con Xabier y Nerea. Este último resulta muerto por no pagar lo que el autor denomina “el impuesto revolucionario”. Txato se nos presenta como un ciudadano perfecto: empresario trabajador, vasco-vasco que incluso habla euskera en su día a día. La cuestión es delicada; detrás de todo esto yace la idea de que toda víctima del conflicto armado será víctima inocente y noble. Lo mismo sucede con el caso de Joxe Mari. Porque todo militante orgánico por la independencia será un atorrante que, además, llévese todo por adelante, imponiendo violentamente su ignorancia. Violentamente. Ese adverbio. El relato de Aramburu está sumido en el regocijo del dolor victimario más puro, lo que –desde el vamos– no sería incorrecto, teniendo en cuenta que un hecho violento desencadena, naturalmente, dolor. El problema aparece cuando esa es de tus pocas herramientas para justificar una novela de carácter político. Si nos encerráramos un verano entero a estudiar historia, llegaríamos a la conclusión no sólo de que la guerra es el auténtico desastre universal, sino de que todo proceso histórico involucró pérdida de vidas humanas. No es postular una falacia, sino un hecho. Con esto no se estaría justificando el uso armamentístico en procesos emancipadores como el caso del conflicto vasco. Tampoco romantizando ningún tipo de lucha armada. Pero sería bueno tener en cuenta que si un autor decide utilizar el dolor antes mencionado para brindar un panorama, ese panorama será trunco. No estará yendo a los hechos; estará manipulando las fuentes, brindando una interpretación. Porque construir un escenario literario jamás está exento de ello. En ese sentido, muchos escritores y escritoras se han encargado, quizás hasta sin darse cuenta, de moldear una familia de estereotipos. Yendo al punto: ciertas literaturas no funcionan como meros testimonios, sino como conductoras ideológicas. El caso de Fernando Aramburu no dista de ello. Decía Alfred Andersch que, mientras la Historia cuenta cómo fue que ocurrió, una historia cuenta cómo pudo haber ocurrido.
Sería pertinente, habiendo expuesto lo anterior, analizar algunos datos.
En mayo del año 1895 se crea, teniendo como conductor a Sabino Arana Goiri, el Partido Nacionalista Vasco (PNV). Si bien la pulsión independentista se remontaba a la noche de tiempos mucho más antiguos, podríamos decir que el PNV fundó el sustento del sentimiento nacionalista y autonomista en amplios sectores de la sociedad vasca. Arana Goiri impregnó aquél antiespañolismo que continuaría latiendo hasta el día de hoy. Por otro lado, el desarrollo industrial ocurrido principalmente en la ciudad de Bilbao y el portuario en numerosas costas de la región posibilitaron una fuerte autonomía económica. Los años pasan. Finalizada la Guerra Civil Española en 1939, el dictador Francisco Franco asume el poder. Y es ahí cuando se da comienzo a una maquinaria sangrienta de disolución, de persecución identitaria. Tanto Cataluña como Galicia y el País Vasco tuvieron prohibido, como muchos saben, el uso de sus lenguas y de cualquier manifestación cultural que manifieste cualquier marca distintiva. Naturalmente, el uso de una violencia estatal en imposición fomentó una violencia en respuesta. Esta conclusión tiene, según historiadores y sociólogos, una válida aplicación universal. El debate sobre el terrorismo es un debate que atraviesa gran parte del siglo XX, como así también marca una nueva etapa a partir del siglo XXI. En el caso de Euskal Herria, aquella violencia en respuesta quedó en manos de Euskadi Ta Askatasuna. Durante las últimas décadas del siglo XX ETA cometió atentados en diferentes regiones de España. También pusieron punto final a la vida de diferentes nombres vinculados con el franquismo y con numerosos sectores empresariales. Aquellos episodios tuvieron un saldo absolutamente condenable: la muerte de inocentes. Desde ya, este es un hecho del que no puede desligarse cualquier persona que quisiese reflexionar sobre la cuestión. Como tampoco puede desligarse de, por ejemplo, las condiciones de los presos vascos y su dispersión, o las torturas y asesinatos llevados a cabo por la Guardia Civil española durante más de treinta años. Parecería ser, como se mencionó al principio del artículo, que la simplificación protagoniza muchos discursos del nuevo siglo. Para ciertas esferas del poder y de la historiografía, mantener vigente la llamada “Teoría de los dos demonios” es de suma importancia. Léase esta teoría. Léanse también sus válidas refutaciones. Necesarias para alcanzar profundidad en el análisis del panorama actual del conflicto vasco-español y su conexión no sólo con Argentina, sino con todo el mundo.
Desde el año 1975, año en el que muere Francisco Franco y en el que comienza la denominada “transición democrática”, los ataques del Estado español hacia las comunidades independentistas –recordemos, además, el estallido del reciente conflicto con el sur catalán– no cesaron. Ateniéndose a una respuesta sólida ante los ataques llevados a cabo por ETA, aquella herramienta de “meter todo en la misma bolsa” demostró ser altamente efectiva para el Estado español y sus blindajes mediáticos.
Tanto el conflicto de las independencias como la necesidad de un diálogo firme y parlamentario son cuestiones pendientes. Conclusión optimista de la coyuntura política: ni el Estado español ni ningún otro Estado podrá ponerle freno al impulso de la memoria crítica. Porque será cuestión de mirar hacia atrás para llegar a una conclusión amplia, revisionista y, más importante aún, emancipadora. Porque será cuestión de permanecer atentos a la ideología escondida en una –como bien adjetivó en reiteradas veces Fernando Aramburu– simple novela.