Sólo ángeles (y demonios, en un año clave)

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Sólo ángeles (y demonios, en un año clave)

14 Julio 2018

Por Rodolfo Cifarelli

Como es natural esa noche no pude dormir y aún no clareaba el alba cuando llegué a la playa en busca de basuras para la confección de nuevas obras.

Manuel Puig, The Buenos Aires Affair

 

No se oye, no se lee más que Munich, Munich. No hay lugar en sus canales, en sus columnas, en sus mensajes, para decir, entre tantas otras cosas, Trelew.

Julio Cortázar, Libro de Manuel

 

Sólo Ángeles, la segunda novela de Enrique Medina, editada en septiembre de 1973, es un texto caleidoscópico que hace de la digresión uno de sus mecanismos principales. Su narrador buscavidas se conecta directamente con el narrador niño e interno de Las Tumbas (1972), y bien podríamos estar en presencia de un mismo personaje. No obstante el registro entre ambas novelas cambia de manera palmaria.

Si en Las Tumbas prevalecen los abusos de toda laya, es porque ninguna libertad puede tener un niño en un reformatorio, ni nada, tampoco, debe silenciarse de esa jerarquía de verdugos educadores de los más indefensos. La diferencia fundamental con Las Tumbas, es que en Sólo Ángeles la jaula se densifica en calles, bares, cines y prostíbulos de una ciudad a punto de estallar. También está claro que en Sólo Ángeles hay un telón político manifiestamente asentado: el Montevideo en el que el régimen derechista de Pacheco Areco acelera la descomposición social y alista a las fuerzas represivas contra los Tupamaros y sus simpatizantes. Escenario de 1970 (la novela empieza con el narrador mirando en un televisor el desenlace de la primera pelea Monzón-Benvenutti) que para el lector argentino de septiembre de 1973 funciona angustiosamente como un espejo de la situación entonces abierta en esta orilla.

El narrador protagonista de la novela, cuyo tono oscila desde la pasión erótica a la apatía sarcástica, se aleja de Buenos Aires proponiéndose trabajar en una dudosa compañía de teatro, cinco años lejos de Mabel, la mujer perdida. Prólogo clásicamente tanguero que ostenta un desliz «moderno», ya que el narrador termina convenciéndose de la necesidad de irse después de consultar al psicoanalista de Mabel. El otro narrador es LooSanty, un doble del protagonista, sinuoso como todo doble que se precie. LooSanty suele emerger apoltronado ante la mesa de un bar leyéndole al protagonista fragmentos de textos tan disímiles como pasajes del diario del guerrillero Inti Peredo, de una vulgata del Informe Kinsey sobre comportamiento sexual (robado por el protagonista), de un ensayo de Paulo Freire (robado por LooSanty), o artículos periodísticos de actualidad sobre la situación uruguaya o la guerra de Vietnam. Un catálogo heterodoxo para una educación pulsional e ideológica, en los que cada lectura suele funcionar como un microrrelato encajado en (y partiendo) la trama. Más que un personaje LooSanty es una inscripción fantasmal que reaparece una y otra vez para moverse como sustituto o coro del narrador protagonista.

El espacio alternativo al bar es el cine, una suerte de oráculo en Sólo Ángeles. Como en La Traición de Rita Hayworth (1968) y El Beso de la Mujer Araña (1976) de Manuel Puig, el cine es el suplemento de lo real. Saltando de sala en sala, contando las monedas para la entrada, el narrador y LooSanty miran desde documentales políticos hasta películas pornográficas (todos materiales prohibidos, en el 1970 de la novela, en Buenos Aires). Liberados de las jaulas del afuera, en tanto son captados por el poder hipnótico de las imágenes, los personajes ven en la pantalla una cierta forma de realización de sus deseos. Por eso LooSanty dice (capítulo XXXIV) «La que a mí más me gusta (de las formas de escapar) es ir al cine. Son los únicos momentos felices que he pasado y que no me traen recuerdos angustiantes. En el cine encontré todo.»

Resultado de imagen para solo angeles enrique medinaNada imprevistamente, como en otras dos grandes novelas de 1973 (también posteriormente prohibidas como la de la Medina), The Buenos Aires Affair de Puig y El Libro de Manuel de Julio Cortázar, los recortes de diarios vienen a insertar (no reflejar ni traducir) fragmentos de realidad en el texto, formando una serie de otras narrativas simultáneas a la ficción. Así, en la novela de Cortázar, como en la de Puig, los recortes explícitamente citados son constituyentes de la trama y aún algo más. Por ejemplo, en The Buenos Aires Affair, un oficial de policía lee distraídamente la sección de noticias policiales de un diario que no se cita. Se trata de un largo párrafo, entre los que se alternan los delitos de orden común (muchos de ellos sádicos) con las acciones de los grupos armados como las FAR. La concentración en una misma sección viene a mostrar la tentativa de suprimir la diferencia entre delito común, sádico e irracional, y la acción de grupos políticos armados, como mecanismo ideológico que la prensa reaccionaria usa para establecer que el único conflicto en la sociedad es entre el cumplimiento de la ley y la violación del código penal. En El Libro de Manuel, para decirlo brevemente, la temporalidad argumental está escaldada por los recortes sobre la acción y la represión de militantes políticos que son el legado que dos de los protagonistas, Patricio y Susana, usa para armar el libro, legado histórico-ideológico, para su hijo, el pequeño Manuel. Tal vez es una continuación de la historia, tanto los padres como Manuel pudieran haber engrosado la lista de desaparecidos.

Una fisura sísmica que hace vibrar al texto ocurre en los capítulos XL y XLI, cuando el narrador y LooSanty visitan un prostíbulo de mala muerte donde trabaja la Enana Chueca. La Enana Chueca aparece por primera vez en el capítulo XXIV, haciendo la calle. En ese momento el narrador protagonista intenta abordarla, fascinado con el cabello de la mujer, y la mujer le dice que se vaya. En la escena que citamos LooSanty se compadece de la vieja encargada de las putas, que se queja porque la Enana Chueca ya no le «obedece», y decide hacer «justicia». Ese  es el detonante para que la carga del personaje se dispare y convierta lo que sigue en una extraordinaria transcripción hard de Onetti con Sade mirando a través de la cerradura. Porque con el fondo de la música que transmite una radio vieja, en el aire enrarecido de una pieza miserable, LooSanty golpea una y otra vez a la Enana Chueca, y el narrador, como venganza por la escena del capítulo XXIV y remate del castigo de LooSanty, revelando también su carga, inflada por la adoración fetichista («Es pelos por donde la mire, puro pelo; la Diosa que tanto busqué»), termina violándola. A partir de esta escena se traza la pregunta sobre si toda pedagogía es un camino hacia la crueldad, o, dicho de otra manera, si no hay otro aprendizaje que no sea el del Mal (recordar El Juguete Rabioso de Arlt). La escena de la Enana Chueca es también síntoma de una certeza de la mala fe masculina que recorre todo el texto: la mujer es «calculadora» o «tonta», «fea» o «yegua», es mercancía que se puede alquilar, es fetichizada en «culos» y «tetas» y «gambas», y de igual forma, como compensación neurótica, puede ser «sublime», y así, por ende, nunca real.

Es ejemplar en este sentido el monólogo de LooSanty del capítulo XXX sobre la mujer y la predicción futura sobre la desvinculación entre el amor y el sexo que «liberará» las relaciones entre géneros. La violación de la Enana Chueca cierra de alguna manera este circuito: castigo como venganza y violación como descarga, para restaurar el «respeto» en el interior de un prostíbulo. En este panorama, encontrar una mujer real, amarla y no «perderla» es ciertamente una utopía. Pero igualmente hay otra utopía que no se abandona: «entrarle» a las mujeres que habitan, fantásticamente hermosas, las pantallas y los pósters.

De aquí los delirios que «causan» lo femenino en los capítulos XLIV Y XLV. En el XLIV el delirio es la transcripción del correo de corazones solitarios (¡en italiano!) de la revista Men, que se cierra con uno de los tantos «confesionales» del narrador: “Voy a tener que mandar mis avisos sin falta. ¿Qué digo?... ¡Si ya mandé! ¡¡Y seis veces!! Y en todas fallé, hay algo que no tiene nombre o que puede ser la intuición que hace que las minas rajen. Sí señor, las minas se equivocan, buscan signores generosos, vitales. ¡Las quieren todas estas turras! (…) busco mina buena, afectuosa, maternal pero molto sexy, que haga strip-tease, molto sessuale, gattina, inconformista, yo experto dispuesto a enseñarle la verdad del sexo que es la verdad de la vida, tipo GILDA con las atendibles variantes, es decir puede usarse la licuadora gigante y meterlas a todas para ver que sale. ¡¡Vamos!!...”

El delirio siguiente, el capítulo XLV, es la enumeración de actrices y femmes fatales del cine, la televisión y el teatro de revistas como de la iconografía del pin-up, para la «licuadora gigante», con alguna acotación, siempre erotizada, del narrador («Isabel Sarli, sí, isabelita, vos también, te quiero desnudita en la arena»). Nombre por nombre, la boca del protagonista saca a sus «diosas» de la cárcel de la imagen (y del tiempo) para fijarlas (y saborearlas) en la letra: recuperación puramente imaginaria. Sólo Ángeles derrama, en escenas claves, una poética del deseo que se persigue saciar por los modos transgresivos (el robo, la violación) que ejecutan los favoritos del Rey Miseria, como diría Céline. Estamos ya muy lejos de Borges y “esa tácita voz que desde lo antiguo de la sangre me llega”.

Podemos arriesgar entonces que 1973 es un año de anclaje para que estas obras expresen al unísono un nudo que la ficción (se) cuestiona, en tanto comparten el abandono de la trama homogénea, el psicologismo idealista, así como los tonos y los pequeños testimonios de la opaca rutina cotidiana. Tampoco se obsesionan con el detalle anotado del costumbrismo sardónico (como el Don Abdel Salim, el burlador de Domínico, de Jorge Asís, de 1972) ni con las adaptaciones textuales al policial u otros géneros (como Triste, solitario y final, de Osvaldo Soriano, también de 1973). Más bien construyen texturas desequilibradas con conflictos que sellan las transgresiones del relato, al mismo tiempo que lo configuran (en Cortázar la imposible articulación final entre goce y deber revolucionario, en Puig la relación escabrosa entre pulsión sexual, arte y crimen, en Medina la supervivencia dentro de un orden podrido que se derrumba). Ponen en primer plano del dato disruptivo de la violencia sobre cualquier heráldica textual, como si esa fuera la evidencia imposible de ocultar.

Valdría decir que releída hoy Sólo Ángeles está escrita, exasperadamente escrita, contra una idea que Salvador Biedma expresa, al paso, en un reportaje en este mismo suplemento, acerca de que bajar línea imposibilitaría contar una historia. Es muy oportuno el comentario de Biedma para decir que la opción no es contar una historia o «bajar línea», una disyuntiva que también evoca a la errónea oposición entre términos tan desusados como forma y contenido (toda forma es contenido y viceversa). Prescindir de «bajar línea», aparente condición de autonomía (¿frente a qué otras «condiciones»?), nos daría la forma misma, la historia en su «pureza» más prístina gracias a una retórica «liberada». Esta opción falsa desconoce que el requerimiento de autonomía es ya un contenido ideológico que viene dado desde afuera del texto: nunca se cuenta (y menos se lee) solamente una historia, pero también, como toda ilusión racionalista, omite también (si de autonomía se habla) la presión misma del inconsciente (de ese goce, que es la escritura, siempre fundado en un oscuro deber).

Por todo lo dicho, también, Sólo Ángeles puede leerse a contrapelo de ciertas zonas de la literatura argentina actual. Por un lado, contra la importación mecánica, a veces desvergonzada, de argumentos del sci-fi apocalíptico o de «homenajes» al género policial, que repiten sus recursos más codificados en vez de transfigurarlos en tramas más revulsivas, a la manera de The Buenos Aires Affair, donde el crimen está «enterrado» y nunca se resuelve. Del mismo modo, por otro lado, la novela de Medina se opone a cierto realismo barrial, nostálgico y autocompasivo (otra cara de la sumisión al Padre y a toda autoridad, que no excluye versiones pedagógicas y ahistóricas del peronismo) en el que resplandece el brillo mortecino de un intimismo selfie entendido como la última de las bellas artes.

Liquidez, blandura, autocomplacencia, verosimilitud acrítica, privatización de los sentimientos, ya que la paternidad, la hermandad, el divorcio o el matrimonio son en sí mismos una épica del adentro (el yo, la familia): señales inequívocas de los tiempos que corren.

Contra estas líneas que han recolectado para sí ciertas ficciones actuales, Sólo Ángeles sigue proyectando una visión estremecida del poder que moldea tanto la sustancia social y pulsional de un orden terrible para el que aún no ha llegado su oscuro día de justicia.