Vasco Pratolini: la necesidad del testimonio
Por Fermín Vilela
Ciertos libros van hacia el lector. Muchas veces se los busca, se los desespera hasta llegar al extremo de creerlos necesarios. Y hay algo en esos movimientos del desasosiego que parece trascender cualquier albedrío personal. Energía por fuera del objeto. Generación de relaciones fetichistas. Autor expulsado hacia afuera, hacia las cosas y los días. Libros truncos. En apariencia objetos inútiles, como bien sentenció Roberto Arlt en una de sus aguafuertes porteñas. Siguiendo esta línea, preguntarse qué razones hacen que tal o cual literatura logre discutirle a esa sentencia es un cuestionamiento válido. No es debate exclusivo sobre las formas. Sino sobre los contenidos. Sobre una trascendencia por detrás de cualquier historia. Porque así es como el lector llega a Vasco Pratolini, gracias a esa misma transcendencia.
Sería importante partir desde Los viernes, libro que el escritor y traductor Juan Forn publica en 2015. Porque ahí es donde comienza toda esta resurrección literaria. En Los viernes, Forn menciona un autor que formó parte de su niñez y su temprana conexión con la literatura. El autor en cuestión nació en la ciudad de Florencia, Italia, en 1913. La obra lleva por título Crónica de mi familia. Tres años después de Los viernes, y teniendo bajo su responsabilidad la colección Rara avis de editorial Tusquets, Forn decide reeditarla para volver a ponerla en circulación.
Vasco Pratolini. Sucede algo inquietante con su biografía y, en relación a ella, con esta crónica familiar. Algo esencialmente distinto. Relato surgido desde el recuerdo de un toscano que atraviesa los años fascistas. Ausencia de un padre reclutado y desaparecido en las largas listas de la Primera Guerra Mundial. Dos hermanos separados al nacer el segundo. Madre que muere al darlo a luz. El narrador, aquél hermano mayor que se cría con su abuela y más tarde en un inquilinato. Destinatario final Ferruccio, hermano menor a quien adopta y cría el mayordomo de una familia adinerada. Ferruccio. Origen e imposible lector de aquellas 172 páginas. Palabras escritas desde una pulsión de vida, pulsión irrefrenable ante la ausencia ajena. Protección fraternal como marca indiscutible de supervivencia y empatía. Origen en común, raíces compartidas, raíces por fuera de cuánto la vida modifique todo lo que venga después.
Importante citar la cruda aclaración preliminar del mismo Pratolini: “Esto no es una obra de ficción. Es un soliloquio del autor con su hermano muerto. Al escribir buscaba consuelo, no otra cosa. Le mortifica pensar que intuyó apenas, y demasiado tarde, la espiritualidad de su hermano. Estas páginas se ofrecen como una estéril expiación.”.
Vasco Pratolini murió en Roma, en enero de 1991. Fue, por poco, completamente olvidado. Perteneció –junto a escritores como Italo Calvino y Cesare Pavese– al inicio del neorrealismo italiano. Además de Crónica de mi familia (1947), publicó otras novelas y guiones cinematográficos. Se podrían mencionar los títulos Crónica de pobres amantes (1947), Muchachas de San Frediano (1948), Metello (1955), entre otros numerosos trabajos. Es posible que esta resurrección editorial pueda hacer entender la importancia de mantener vivos ciertos testimonios. Porque los hechos cargarán con su propia carga, es decir, la de ser intransferibles. Y en esa contradicción reside un aspecto importante. Los grandes libros trascienden su propia forma, vale decir, hacen sentir que no se está leyendo un mero libro. Traen al mundo particular esa construcción abstracta llamada lenguaje y comienzan, lentamente, a corresponderle a los otros, no solamente al autor. Por esto mismo es crucial difundirlos. Crucial tenerlos a mano con el objetivo de dialogar, de crecer con ellos.
Basta empezar a leer Crónica de mi familia para entender que Pratolini tejió una crónica que no dejará de resurgir y reinventarse con el paso del tiempo. Esto último seguirá caracterizando, de alguna forma u otra, a toda causa esencial. Recapitular desde qué lugar se escribe seguirá siendo una cuestión urgente. Y, sin ir más lejos, desde qué lugar se aprende a vivir.