Recuerdos de una final
Por Martín Massad
Cachito estaba ansioso, se notaba cuando pasaba los cambios de su auto por la Avenida Pavón. Volvía después de tantos años a Estrella de Burzaco. El club del barrio de su infancia, donde había jugado infinidad de partidos de fútbol con la barra. La invitación se la había mandado Román, su compañero de equipo, a través de facebook. Hacía poco habían retomado el contacto de manera virtual.
Había quedado en encontrarse con Román en la pizzería El Rubí. Este le había asegurado que todavía existía el mismo lugar donde habían pasado muchas tardes y noches antes de salir de joda. De allí irían a Estrella de Burzaco. Habían sido convocados en homenaje a los treinta años de la obtención del campeonato que la categoría 1969 le había ganado en una final reñida a su clásico rival, San Martín de Burzaco.
Cachito y Román jugaron ese partido que se definió en una jugada agónica cuando el encuentro se terminaba. El resto del equipo eran Alejandro, Pablo y Juanca. El técnico Roberto Montes. Todos habían sido convocados para el homenaje.
Era un domingo frío de mayo. La época del año en que los días son más cortos y las noches se alargan. Esa noche en particular se había estirado demasiado para Cachito que esperaba volver al barrio. La pasó tomando whisky y mirando fotos de su infancia. El amplio y confortable departamento de San Telmo que había heredado de su tío Rubén era también su oficina. Por allí pasaban a diario músicos y sus representantes para arreglar algún show o la grabación de un próximo disco.
Su talento para descubrir rockeros de la escena nacional y hacer negocios con ellos lo había encontrado mientras estudiaba comunicación social entrada la década del 80. Su paso por la Faculta de Ciencias Sociales de la UBA se vio abortado cuando a Cachito le empezó a ir bien. Se había inclinado por el periodismo. Entonces las ideologías hacían mella en su cabeza y la revolución era un sueño presente. Después el mundo de los negocios fue calando más hondo es su persona y el deseo de un mundo más justo quedó en el olvido.
En sociales había conocido a Julia. La vio entrar al teórico de Lingüística y la siguió mirando hasta que se sentó a pocos bancos de distancia. Julia era morocha de pelo enrulado y mediana estatura. Por lo general se vestía sin mayores pretensiones. Usaba jeans, remeras de los Stones o los Redondos y botitas All Stars. Durante gran parte de la clase, en la que el profesor trataba de hacer entender a los alumnos la tricotomía del signo escrita por Pierce, Cachito no dejó de mirarla.
Más tarde en el buffet Cachito se animó. Pasó por le mesa donde Julia estaba concentrada leyendo “La Conjura de los Necios” y no dudó en decirle que ese era unos de los mejores libros que había leído en su vida. Julia levantó la vista y se encontró con un joven de pelo largo y ojos profundos que se había quedado callado esperando su respuesta que no llegaba. Ella volvió la vista al libro sin decir nada. Entonces él se dio la segunda oportunidad y le preguntó: ¿no te parece un infeliz Ignatius Reilly? Está vez Julia lo miró a Cachito y le dijo que ella también se sentía infeliz en un mundo que no la comprendía. La confesión de Julia fue el puntapié de una intensa relación que duró algo más de diez años.
Lo había apodado así Roberto, su primer entrenador en Estrella de Burzaco. Cada vez que Roberto terminaba el partido de entrenamiento los martes y jueves, Gustavo Funes le rogaba: “dejanos un cachito más”. Entonces a los siete años el más chico de los tres hermanos Funes, dejó de ser Gustavo y se transformó en Cachito uno de los tantos pibes que pasaron sin pena ni gloria por el fútbol amateur.
Su infancia tuvo todos los lugares comunes de la de un pibe de barrio del conurbano bonaerense. Las tardes de verano en la pileta del club. Los carnavales llenado bombitas para tirarle a las pibas y señoras. Las caminatas con los compañeros hasta el colegio. Las rateadas para ir a jugar al pool o los flippers y comerse unas porciones de muzza en el Rubí. Después colarse en el Roca hasta Constitución para tomar un licuado en uno de los bares del hall de Plaza. Así fue la infancia de Cachito y de Román ese amigo entrañable al que había dejado de ver por muchos años y que sin embargo lo sentía tan próximo.
Dante Funes, el padre de Cachito, había venido del Chaco a los veinticinco con un contrato para trabajar en el ferrocarril. La carta firmada por el Director General de Ferrocarriles Argentinos rezaba: “usted ha sido elegido para formar parte de esta Empresa Argentina, contamos con su presencia en la estación de Temperley el próximo jueves 25 de julio para ultimar los detalles del contrato”. Cuando recibió la correspondencia de manos de su madre, Dante el único hijo de Josefa y Pedro lloró por dentro, dijo adiós a sus padres, a su pueblo natal y emprendió rumbo a Buenos Aires.
Con la poca plata que había traído de Chaco, Dante alquiló una pieza en una pensión cerca de la estación de Burzaco. Allí se iba a desempeñar durante muchos años como guardabarreras. Allí conocería a Carmen su esposa y la madre de los tres hermanos Funes. Ricardo el mayor había elegido ser policía a pesar del lamento de su madre. Germán el del medio había elegido medicina y con mucho esfuerzo logró recibirse para orgullo de sus padres. Cachito se inició como estudiante y mutó a empresario del rock vernáculo.
El despertador retumbó a las nueve en punto en el primer piso del antiguo edificio de la calle Bolivar. La mano extendida de Cachito lo apago de inmediato porque estaba esperando ese preciso momento para iniciar el camino a Burzaco. Ese domingo de mayo sería la fecha del retorno al barrio que lo había visto nacer y al que no había vuelto desde aquella tarde que se fue a vivir con Julia del otro lado del riachuelo.
Cachito le puso llave a la puerta de su departamento, bajó la escalera, salió a Bolivar, se subió su Ford Focus y partió para el sur. Burzaco y su mundo lo esperaban.