Una máquina redonda del tiempo
Por Marcelo Viola
El fútbol significa muchas cosas. Cuando lo practicamos es un juego que nos sirve de excusa para juntarnos con los amigos y olvidar las tensiones del trabajo semanal. Cuando somos espectadores es un deporte que bien jugado nos llena de buenas sensaciones. Cuando somos hinchas exalta nuestra pasión. Pero hay veces en las cuales esa pelota nos transporta de manera nostálgica hacía momentos vividos en compañía de nuestros seres queridos en el pasado.
Es una tarde fresca de un domingo de febrero. En el patio de mi casa, la radio me acompaña para escuchar el primer partido de Boca en el campeonato. Desde chico disfruto el espectáculo que significa un relato radial de fútbol. Es una costumbre que adquirí de mi padre, y que la actual abundancia televisiva no me ha quitado. Nada es comparable con la magia de las palabras en boca de un buen relator. Esos noventa minutos me llevan a la infancia. Estamos en el mismo patio pero treinta y pico de años antes. Ahí están mis viejos. Papá corta el césped con la cortadora manual. Mamá lo ayuda formando pequeñas montañas de pasto. Veo a un chico vestido íntegramente de xeneise jugando con una pelota de goma, pateando a un arco imaginario. A su alrededor da vueltas el Negro, su fiel compañero de aventuras en esos años. De fondo se escucha la 7 Mares que nos trae un partido de nuestro Boca por un viejo campeonato nacional.
Vuelvo a transportarme y aparezco en otra estación de este viaje por la nostalgia. Es una noche de 1977. Final de la Copa Libertadores. Es mi habitación. Mirando el partido por la tele aparecen otra vez Papá, Mamá y ese chico. La radio, infaltable, también se escucha de fondo. El chico llora porque fue derrota en Belho Horizonte mientras ambos padres tratan de consolarlo. Unos días después, un arquero de vincha ataja un penal y reivindica ese llanto. Ahora que lo pienso, es la primera alegría de la que tengo recuerdos vívidos. Los primeros jugadores que quedaron en mi memoria.
La máquina redonda del tiempo me deposita en 1978. Un frío junio. La selección se consagra campeona del mundo. Los padres y el chico salen de la casa de la bisabuela en Villa Crespo. Andar por el centro se hace bastante difícil. Una gran porción de la población festeja. El chico festeja pero lo mira a su padre y no entiende por qué está serio y hasta casi enojado. No imaginaba que una nube sangrienta rodeaba al país, y que ese maravilloso juego servía como forma de distracción. Qué inocencia. Un año después, el chico y su padre están despiertos muy temprano mirando a un extraordinario equipo que hizo madrugar a todos. En él ya brillaba un diez con destino de Dios . Antes de ir al trabajo o a la escuela ambos están frente al televisor mientras mamá prepara el desayuno. Lindos recuerdos de épocas tristes de nuestra historia. El futbol usado para justificar la crueldad. Relatores que aprovechan festejos para reivindicar la oscuridad.
Termina el primer tiempo. Vuelvo al presente. La máquina cortadora de pasto. Mi madre se dedica a podar y arreglar las plantas del jardín. Los perros van y vienen. El único que falta en la escena es mi padre, aunque siempre está omnipresente. El sol está a punto de esconderse, cediendo el paso a la noche. Aún restan cuarenta y cinco minutos de viaje por el tiempo.
La redonda vuelve a girar y el viaje temporal me traslada a 1986. Un día de junio. Final del mundial de México. El padre y el hijo miran el partido por la tele al borde la cama. Otra vez la radio acompaña con su relato, es Victor Hugo, al que siguen desde 1981 cuando relataba a aquel Boca campeón. Así fue durante todo el campeonato, relatando el tránsito de la selección hacía el encuentro definitivo, inventando el barrilete cósmico ante los ingleses. La madre está en la cocina confeccionando una artesanal bandera celeste y blanca. El barrio está en un silencio expectante. Lo que era un cómodo 2 a 0 se transforma en un incómodo empate. Y de repente, la justicia se presenta en el Estadio Azteca y Burruchaga hace el tercero. Padre e hijo saltan. La cama emite un quejido. De fondo se escucha el grito contenido de todo un país.
Ahora el padre sí festeja. La bandera artesanal pasa a decorar la ventana. Aquel muchacho destinado a ser divinizado acaba de recibirse de dios del futbol. La celeste y blanca se ha llenado de mística.
La última estación es más cercana. Mi padre, mi madre y yo, todos siguiendo al equipo de nuestros amores por América. El siglo XX comienza a cederle el espacio al naciente XXI. El virrey vuelve a llenar de gloria a la ribera. La azul y oro pasea orgullosa por el continente, y por el mundo.
Son los últimos recuerdos compartidos. Mi padre se fue a ver otros partidos, en otros estadios. Pero estará siempre con nosotros. Y cada vez que escucho un partido por la radio, cuando el relator grita un gol de Boca o la Selección, su imagen se me viene a la mente como si esa máquina redonda del tiempo lo trajera junto a mí. Y una sonrisa se le dibuja en la cara al verme a mí y a mi madre atentos junto a la radio.