Exilio: un viaje de ida
Por Salvador Lole García
La cuarentena de estos días se podría entender como una suerte de exilio interno, un exilio rarísimo, donde no te tenés que ir, te tenés que quedar. En tu casa o en la casa que elegiste por alguna razón. Estás en tu entorno social pero algo se rompió con el afuera, y al menos por un tiempo no podés volver al trabajo, a la plaza, al cine, a la casa de tu padre, al abrazo de las amigas, a caminar sin tiempo por las veredas rotas de tu barrio.
Cuando se propuso armar un dossier para este 24 de marzo inédito, me ofrecí a escribir sobre el exilio político que se produjo durante la última dictadura militar. Y si bien la analogía es de busqueda, me fue inevitable empezar reflexionando sobre el encierro –mayor o menor según los casos– que nos toca vivir en estos días. Quizás la incertidumbre sea un hilo finito que une ambas situaciones.
Durante la dictadura miles de personas tuvieron que irse del país o esconderse en otros lugares del territorio nacional. Así con diferentes edades, adultos, jóvenes y niñes, llenaron sus pupilas con lo que pudieron, y bolsito en mano se marcharon sin saber cuándo podrían regresar. La diáspora argentina pobló diferentes geografías de este planeta y empezó un viaje de ida. El exilio es un viaje de ida que sin borrar el lugar de origen, abre espacio para otra tierra y así, quien se fue aprendió a vivir con un corazón bicéfalo, aunque haya regresado al país el 10 de diciembre de 1983 o viva aún en otro sitio. Imposible dar cuenta de todas las experiencias pero podríamos separarlas al menos en tres grupos, más allá de las edades (aclaro que en esta clasificación no incluyo las historias del exilio interno que también fueron duras y no hay que olvidar).Primero, los que volvieron apenas llegó la democracia. Segundo, los que tardaron un poco más y retornaron a partir de los años 90´, Y tercero, los que siguieron viviendo en aquellos países y visitan Argentina cada tanto o ni siquiera eso. Con mi familia pasamos por los tres grupos, por eso en lo que sigue voy a intercalar reflexiones generales con recuerdos personales.
Del otro lado hubo que reinventarse. Aprender otro idioma o enriquecer el mismo, porque el español se arma con la historia de cada lugar, y así se abren formas particulares de sentir la vida. Pasamos un año por Perú, otro año por México (donde nació mi hermano menor) y a finales de 1979 llegamos a Nicaragua. Yo tenía 5 años. En casa pasaba parte de la comunidad argentina, todos tíos y tías que uno aceptaba sin preguntar mucho. La familia era la gente que sonreía cerca. Algunos argentinos se juntaban por su procedencia política –PRT por un lado, Montos por otro–, otros iban disolviendo esas fronteras al calor de los nuevos paisajes, donde esas diferencias no tenían mucho sentido para encarar las tareas cotidianas. Lxs más chicxs combinábamos el repertorio musical entre María Elena Walsh y Quilapayún. Argentina era un lujar lejano, con gente que mandaba cartas y fotos ¿Cómo entender las distancias a los 8 años? La fuerza de lo cotidiano se imponía en el presente y todavía no cargábamos esa nostalgia de la que luego supimos.
No recuerdo el día que nos dijeron “volvemos”. Sí tengo presente la emoción de mi madre, la ropa nueva que nos habían comprado y el cierto miedo en los aeropuertos. En 1984 iba a conocer a los abuelos. ¿Cuánta gente partida entre lo que dejaba y la imposibilidad de descifrar cabalmente sus propias huellas en un país extrañamente conocido? ¿Cuántas emociones en cada reencuentro? De alguna manera, era mi primera mirada de Buenos Aires, y como a muchxs, fui poniéndole rostros a palabras como “abuela” y “tíos”. A muchos que volvieron les costó insertarse laboral y políticamente. Los viejos amigos estaban muertos, desaparecidos o se habían exiliado. Nuevamente hubo que empezar de nuevo. La mayoría de los que llegaron se quedaron, buscaron trabajo, casa y escuelas, y empezaron el camino de recuperar el país que les habían prohibido. En esas estuvimos dos años hasta que resolvimos regresar a Nicaragua.
No habrá sido fácil decidir no volver para quienes no volvieron. Me imagino que hay dolores como el desarraigo que no vale la pena transitarlos dos veces. El desexilio no tiene recetas. México, Suecia, España, Bélgica, Venezuela, Costa Rica, Estados Unidos, Cuba, Nicaragua y tantos otros destinos, donde la gente logró construir un lugar en el mundo, entre la certeza del hogar y la resignación del náufrago.
Aunque jurídicamente el exilio terminó cuando llegó la democracia, el desarraigo es una marca indeleble para toda la vida. Es habitar una casa con una ventana que vino de otra casa. Es abrir la dimensión de ubicuidad en la cocina donde se cruzan los sabores de distintas geografías. Y las identidades van haciendo malabares con el correr del tiempo.
Volví a Argentina a finales de los años 90´ en la época menemista y me encontré con otrxs que también estaban volviendo para encontrar vaya saber qué. Recuerdo que un compañero que venía de Estocolmo, nos preguntaba: ¿qué es obvio?. Y aunque se lo explicáramos, en realidad nada era obvio para nosotros. Supe que cuando se vuelve de grande a Argentina, aparece una suerte de fantasía por re-conocerse y re-construirse con los demás, en la medida que vamos incorporando lugares, palabras, gestos, información, amigos, agendas y gustos.
Al final de cuentas tiene que ver un poco con las incertidumbres sobre lo que fuimos, lo que somos y los lugares que habitamos. Romper una cuarentena invisible y volver a recuperar eso que se rompió con un afuera, que siempre está y siempre estuvo cerca. Como una puerta, atrás de la palabra nosotros.
* La nota contiene lenguaje inclusivo por decisión del autor.