Dossier Fractura: Una imperiosa levedad que canta bajito

  • Imagen

Dossier Fractura: Una imperiosa levedad que canta bajito

28 Marzo 2020

Por Alejandra Méndez Bujonok

 

Leí a Diana por primera vez en mis épocas universitarias, cuando formaba parte de un grupo de estudio, en donde la idea era leer a mujeres latinoamericanas. Fue una experiencia reveladora, junto a Diana Bellessi, recuerdo la compañía de Clarice Lispector, Gabriela Mistral, Alejandra Pizarnik, Idea Vilariño o Rosario Castellanos, y recuerdo también como fue empezando en mí  el viaje en busca de un linaje poético. Mujeres que me hacían reflexionar sobre la literatura desde otro lugar, sobre el cuerpo y la escritura, sobre lo colectivo y lo personal interactuando; me interpelaban desde el feminismo y el anarquismo, por ejemplo, abordando las escrituras de los márgenes, lejos de los discursos canonizados, los discursos del poder.

A través de la poeta Concepción Bertone, quien además fue mi maestra en esta tarea de la escritura, volví a leerla. Esta vez, con más precisión en sus detalles, me detuve en sus silencios, en sus pausas, en sus imágenes. Contemplé  la celebración de las formas  que las poéticas como las de Bellessi, despiertan.

Más adelante, tuve la oportunidad de invitarla a Poetas del tercer mundo, el ciclo de poesía que coordinábamos junto a mi amigo Leandro Llull, donde la escuché por primera vez.

Oír a Diana es sentir la música de la poesía, es disfrutar de la melodía en sus diferentes registros tonales que esta poeta maneja en sus diferentes libros a lo largo de su obra y que  tienen un elemento clave: la armonía, que lleva el misterio. Esa cadencia sonora que nos hace entrar casi en trance hacia su universo compartido, lo propio en lo ajeno y lo ajeno en lo propio. Una puede captar en el cuerpo, que no hay poesía sin la otredad, que la poesía es un diálogo permanente con el adentro y el afuera, donde somos parte del todo.

La poesía de Diana es, para nosotrxs, sus lectores,  como un rayo de sol que ilumina las plantas de cada jardín. Es sentir ese soplo de embriaguez rítmica de lo impalpable que toca el instante,  y es  captar  una verdad revelada ante el alma/ invisible y santa de las cosas.

Leerla nos permite apropiarnos de nuestra libertad. Es una poética donde el cuerpo se pone y donde la voz se va constituyendo con ese decir en sencillez, tan suave, las cosas más fuertes. En una  imperiosa levedad que canta bajito, como tarareando, te hace parte de su mundo, te hace viajar con su poesía: vamos al Tigre, a Zavalla, a cualquier rincón de América Latina y volvemos, porque el viaje es siempre hacia adentro, en el interior de cada jardín.

Experimentamos junto a ella la fascinación ante lo dado que siempre sorprende: “¿Se aprende a mirar/ mirando, ¿no? Te lleva la vida hacerlo”, nos dice en La piedra es el poema.  Es el arte de ver en lo invisible y seguir mirando. Ese gesto poético que se inscribe y escribe de alguna manera en el yo del poema.

Por esto  el espacio de lo íntimo es político, aquello pequeño, lo próximo, lo que aparentemente no vemos, y es la piedra que se desecha, la poesía la rescata de manera natural.

Esa pequeña voz del mundo, que escapa de toda impostación, es la que escuchamos en Diana. No hay revuelta más grande que la de la emoción, toda revuelta es poética. Se siente al leerla, que algo se restaura, que algo se modifica, y una quisiera que esa conmoción no terminara nunca, que no finalice nunca el poema, que de todas maneras, como esas cajitas chinas de las que ella habla,  siempre es otro, otro y otro con cada nueva lectura. Eso que nos sucede al leer a los grandes poetas.

Ahora, me esperan en la mesita de luz, las poetas norteamericanas que gracias a su selección y traducción en Contéstame, baila mi danza, podré disfrutar y así seguir en estos viajes siempre iniciáticos de la poesía.