Muerto el filósofo, ¿vivirá la filosofía?
Por Dani Mundo | Ilustración: Matías de Brasi
I
La filosofía como ejercicio (no la filosofía como disciplina) viene atravesando desde hace un tiempo un proceso muy delicado de salud —la filosofía como disciplina, en cambio, está completamente institucionalizada, creciendo como un bebé regordete, con un porcentaje de las prestaciones del Estado ya designado— Lo que no se le puede pedir a una institución es que piense.
El pensamiento más importante tanto a nivel global como a nivel local tiene una pata en la seguridad del Estado y otra pata en formas informales de ganarse la vida, como publicar best sellers en formato de libros de divulgación, o regentear comercios gastronómicos o textiles, o explicar en columnas televisivas fenómenos contemporáneos que van desde la inteligencia artificial hasta un algoritmo amable que te pregunta ¿qué estás pensando, Dani Mundo? También puede convertirse directamente en un youtuber (para no decir un “boludencer”). El problema es que muchas veces el filósofo termina pensando para satisfacer la lectura de un público ansioso de reafirmar lo que ya pensó, en una relación de espejo sin fisuras que lleva a la tautología y el narcisismo. No se puede pensar y estar a favor de ninguna de las sociedades existentes. Los filósofos son, como tan magistralmente los definió el gran ‘Toto’ Schmucler, ingenieros en destrucción. No hay crítica constructiva.
No estoy diciendo que la filosofía murió o que en Argentina ya no hay pensamiento, pero la filosofía está como un cuerpo vivo después de un accidente traumático: en estado vegetativo, respira, se alimenta y defeca. Esto ocurre tanto en la aldea global como en las tribus nativas.
No sé si alguien puede sentirse orgulloso al considerarse filósofo, ¿para qué sirve un filósofo? Lo mejor que debería hacer un filósofo es publicar libros de autoayuda. Es un ser que necesita ayuda. Lo más importante ahora parece ser ayudar a lectores, confirmarlos en sus férreas ideas, que se sientan cada vez más regocijados a medida que avanzan los renglones. ¿Para qué se van a cuestionar? Tal vez está forzándose al pensamiento a asumir la claridad y la masividad de una noticia periodística. Es muy difícil pensar frente a la cámara o bajo un micrófono. Aunque tal vez sea éste el único destino digno de la filosofía, reconciliarse con la lengua sofista, incorporar los nuevos medios y desalambrar el electrificado cerco conceptual con el que protegió su campo —quizás tenga miedo de salir a la enceguecedora realidad. Las masas y todo el agasajo que acarrea la fama mediática siempre han sido muy tentadoras.
La ruptura con su medio y sus materiales que vivió la pintura entre el siglo XIX y el XX (desde el puntillismo hasta el suprematismo), la que vivió la literatura en las primeras décadas del siglo XX (con James Joice y John Dos Passos, por ejemplo), para no hablar las que vivió la música (desde la ruptura dodecafónica de Arnold Shönberg hasta los cientos de géneros populares y tecnologías eléctricas que proliferaron en el siglo pasado), esa ruptura la filosofía no la atravesó. La filosofía no rompió con su medio. El tema es: ¿cuál es el medio propio de la filosofía? Su medio es el pensar.
No está para nada claro cuáles son las funciones que la filosofía tiene que cumplir en la sociedad pandémica e hipermediatizada.
Por otro lado, si un filósofo se sintiera orgullo de ser lo que es, habría que desconfiar.
II
La primera pregunta sería: ¿hay una filosofía argentina? Hubo y hay en nuestro país muchos/as filósofos/as importantes. A muchos admiro; a otros, desprecio. Algunos están vivos, muchos muertos. Pero igual la respuesta a esa insidiosa pregunta es: No, no hay filosofía argentina. Hace unas décadas atrás tal vez la había, o estaba en gestación. Hoy ya no. Somos un país conceptualmente dependiente, lo que posiblemente sea más grave que depender económicamente.
El tópico del loser ser-argentino es infaltable en cualquier texto de filosofía nacional —Anderson Imbert repetía que no había país en el mundo que se preguntara más por su ser que el nuestro, desde Eduardo Mallea al terrible Jorge Luis Borges. ¿¡Cómo Heidegger y Lacan no iban a impactar en nuestro imaginario!?
Debemos aceptar que a nivel global, junto con el mito del “fin de los grandes relatos”, se fue imponiendo la realidad del fin de los grandes filósofos. Es un dato sin juicio de valor. Foucault & Deleuze Cia fueron los últimos grandes filósofos que nos colonizaron —hoy lo hace el agente de prensa coreanoalemanizado Byung Chul Han.
El momento delicado que atraviesa la filosofía no se relaciona con su pobreza de conocimientos, al contrario: no hubo época en la historia donde el saber filosófico haya estado más expandido y cercano a la masividad que el nuestro, con colecciones de Grandes Filósofos ofertándose en los quioscos de diarios o traduciéndoselos en un programa de IG. No digo ninguna novedad si comparo a Internet con la Torre de Babel más grande de la historia: todo está disponible, a un clic de distancia, con traducción automática. Ahora ya llegó también la interpretación automática.
El gran problema de la filosofía sigue siendo la interrogación por el ser. Esta interrogación es una interpretación. Una interpretación es una acción. A nivel global, la interrogación por el ser es más abstracta que en nuestro territorio: el ser del ser-humano perdió su posición dominante, y está aceptando que su acoplamiento con la tecnología es un hecho que lo afecta y lo transforma.
Este acoplamiento le exige que comparta el poder con aquello que hasta hace poco tiempo tan solo se conceptualizaba como un simple instrumento o medio a su disposición para expresarse y expandirse: la técnica o el medio de información de masas. Los medios son extensiones del ser humano. Como afirma Sandra Valdettaro, una teoría de los medios es una teoría de las percepciones. En este momento nos estamos preguntando si el smartphone es una prolongación de nuestro cuerpo, o si nuestro cuerpo y nuestra alma no son ya órganos del smartmedium, nuestro “celu”. ¿La filosofía tiene algo para aportar en esta disyuntiva?