En deuda con la deuda
Cuando el 3%, el avión narco y la estafa cripto sean piezas perdidas en el anecdotario argentino de asombros, la deuda seguirá allí. Condicionando a la economía del país, siempre presionando a la baja ingresos y derechos populares y empujando a la enajenación a capitales públicos y recursos naturales. A las generaciones que sufran las consecuencias no llegarán los ribetes excéntricos de la elección que se permitió una porción de la sociedad en 2023.
Vale mencionarlo porque, por la omnipresencia del problema o su complejidad, el colosal reendeudamiento con punto de partida en 2018 -y cadena de antecedentes desde 2016- no tiene en la agenda pública una presencia proporcional a su capacidad de daño.
En cualquier gobierno, lo que se consiente en definir como “corrupción” alude a minucias incomparables con las grandes discusiones de programas económicos, que refieren no sólo a números exponencialmente superiores sino también a las posibilidades de desarrollo del país en determinada dirección.
Sólo en la ignorancia de esta realidad aritmética pueden explicarse afirmaciones como que el kirchnerismo ha robado el equivalente a X cantidad de PBIs, o la pericia judicial que determinó que Cristina Fernández debería responder solidariamente con los restantes condenados por los más de 500 millones de dólares fijados como reintegro por los delitos que a ella se le atribuyen por carácter transitivo.
La expresidenta dejó su último cargo, como vice de Alberto Fernández, declarando bajo juramento bienes y depósitos por 250 millones. De pesos, no de dólares. Si las instancias judiciales confirman el absurdo cálculo de reintegro, el sistema debería indicar de dónde se extraería la cantidad requerida. De hacerlo, quizá pueda ofrecer mejores pruebas a una causa cuyas arbitrariedades aportan a la apatía popular, al consolidar al vitalicio Poder Judicial por encima de los que renuevan sus integrantes por el voto. El poder de veto de las togas es superior al que ejerce Javier Milei.
La disparatada suma exigida a la expresidenta sólo halla explicación en el profundo extravío judicial y el divorcio creciente entre la dirigencia política y el común del Pueblo, que permite toda fantasía al imaginar sus estándares de vida. De haber más contacto, la relación se humanizaría y sería más difícil sembrar tales dislates. Como en toda falsedad que logra instalarse, anida allí una migaja de verdad. Mientras tanto, habrá servido el efecto distractivo.
Es la “corrupción” que se entiende, publica y comenta por tal la que desata indignaciones que sería prudente reservar a blancos mejor seleccionados. Sucede que sus presuntos partícipes son rostros identificables, a los que es más sencillo reprochar las conductas inmorales que se les prueben o atribuyan, lo que en la actualidad es lo mismo.
Cuando las responsabilidades son de los organismos internacionales, la ley de oferta y demanda o “el mercado” es más difícil. Trampas perfectas del discurso hegemónico, que además se vale de la distancia entre cualquier suma y los flacos bolsillos populares, resultante en que casi cualquier suma es un despojo indignante para quien se despide de su sueldo alrededor del 20, o antes. Si es que lo tiene.
Luego llega el corolario de este ciclo electoral de decepciones: suele girar en torno a que “son todos ladrones”. Peligroso enunciado, del que se derivan ramas tácitas, todas problemáticas. Si todos son corruptos, lo corruptor es la política o lo público, y cualquiera que ingrese a esos ámbitos quedará bajo sospecha. De ese modo, resulta clausurada la posibilidad de cambio tanto en base a la elección entre la oferta partidaria existente como por la creación de alternativas que crezcan desde el pie. Ni en unas ni en otras podría entonces buscarse la salida o mitigación para los problemas reales del país, que cuando despertamos todavía están allí. Siempre. Cuando dentro de tres décadas expiren las concesiones del RIGI, hayamos malvendido recursos naturales no renovables como el cobre y la deuda siga condicionando cualquier soberanía, las tuercas tácticas sobre las que han girado la política y el periodismo en los últimos meses no serán recordadas por nadie con ganas de aprovechar su tiempo.
Por lo pronto, a representantes y representados seguirá apareciéndose la pregunta del qué hacer. La consigna más repetida de 2001, cuando la participación electoral era quince puntos superior a la actual, fue “que se vayan todos”: el eslogan mayoritario reclamaba la expulsión de quienes formaban parte de los elencos estables, pero nada decía respecto de la necesidad de apropiarse de ese universo, en busca de mejores destinos.