Una fraternal guerra de guerrillas

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    Lago Escondido
Grabois y el Che en la fantasía foquista del diario La Nación

Una fraternal guerra de guerrillas

20 Enero 2023

El domingo 8 de enero, el diario La Nación comparó a Juan Grabois con el Che Guevara. Fue en un editorial a propósito de la reciente acción de afirmación de la soberanía nacional del Frente Patria Grande (FPG) a orillas del Lago Escondido (Río Negro), territorio de dominio público acorralado por un terreno de la empresa Hidden Lake S.A. propiedad del magnate de origen inglés Joe Lewis, que posee una gran mansión en el lugar, obstaculizando el libre acceso al inmenso espejo de agua.

La acción de protesta y visibilización, que consistió en el acampe y pernocte, el desarrollo de actividades de formación y el despliegue del pabellón nacional bajo la consigna “Las Malvinas son argentinas, Lago Escondido también”, logró su cometido dando mucho que hablar. Entre la diversa reacción pública llama particularmente la atención el artículo “Un Che de pacotilla”, publicado a modo de editorial— sin firma— por el otrora diario mitrista, en una abierta defensa de la usurpación ilegal sobre el lago y una pretendida crítica antivanguardista al líder del FPG.

"Prefiero ser un Che de pacotilla que un mitrista sin luces", fue la acotada respuesta del dirigente al editorial que lo comparó con el guerrillero. Hace ya tiempo que el histórico diario fue ocupado por la familia Saguier, que posee la mayoría accionaria y conduce el rumbo del emporio comunicacional. Traspaso que, como es público y notorio, se condice con el viraje discursivo de la empresa en su conjunto y en particular la profundización de la agrietada línea editorial de su canal de TV. 

Esta vez, los creadores de la mayor defensa periodística a genocidas (No más venganza) y la teoría del auto-atentado contra Cristina (¿Atentado?: Demasiados interrogantes y sospechas), nos sorprenden con un editorial veraniego que realiza una pirueta discursiva inédita para el tradicional tabloide. Un paralelismo entre la acción del FPG en Lago Escondido con la experiencia guerrillera del Che en Bolivia que equipara a su vez al campesinado boliviano con los empleados patagónicos del megamillonario británico.

Se basan en la difusión de un video donde se puede observar un momento de tensión junto al lago en el que los empleados de la estancia, lógicamente, intentan desalojar a los acampantes. En resumen, según La Nación: a Grabois no lo acompañan los trabajadores porque es marxista y no entiende la sensibilidad popular, que está a favor de las inversiones extranjeras que generan trabajo y en contra de todo atentado contra la propiedad privada; como tampoco lo entendió el Che, por lo cual no fue seguido por el campesinado boliviano en su fracasada insurrección.

El matutino, que tambalea entre el acervo macartista más ramplón y una impostada sensibilidad popular (“Quienes cuidan un buen empleo eligen trabajar a fusilar. Prefieren el ejemplo del Diez campeón en Qatar sobre el desquicio del Che"), se ve obligado a realizar una pretendida crítica explícitamente política, en una defensa de la usurpación ilegal nunca antes vista, a falta del cómodo y conocido lugar de enunciación en defensa del legalismo y la institucionalidad republicana, sin jamás aludir al trasfondo fáctico o jurídico del reclamo, ni contextualizar el acontecimiento.

¿Por qué importa? La nota, que en principio produce cringe, como diría la juventud, es significativa porque se suma a un corpus editorial del centenario matutino que denota su actualización política y doctrinaria y nos permite leer casi prístinamente qué está pensando la oligarquía -como recomendaba hacer Arturo Jauretche-, qué le preocupa a los dueños del país, cuáles son sus temores y qué intereses defienden. Pero también porque nos da una excusa para pensar no solo la decadencia del periódico en cuestión, sino más ampliamente el estado de situación de lo que podríamos llamar el terreno comunicacional de la disputa política.

 

Achicar el escarnio es agrandar la Nación

La de La Nación no fue la única reacción hostil -ni la más infeliz-, frente al hecho. Para un resumen del variopinto menú de opiniones: el Diputado Nacional José Luis Espert pidió “bala” para los manifestantes; el periodista progresista Ernesto Tenembaum calificó la acción como una “pavada” y cuestionó su utilidad desde un posicionamiento supuestamente pragmático; también minimizó la intervención Luis D´Elia, quien disparó contra Grabois acusándolo de “amante del show”; mientras que el Partido Obrero (Tendencia), a través de su órgano de difusión, en una tan retorcida analogía como la que nos ocupa, protestó contra la referencia a Gandhi en el discurso del líder del Frente Patria Grande. Sorprendentemente, Lilita Carrió, consultada por un programa de TV, respaldó la pretensión de acceso al lago, recordando que fue su antiguo partido político quien inició la demanda judicial en los tempranos años 2000.

Quizás carezca de sentido contestar cada incongruente afirmación en el mar de imprecisiones divulgadas por algunos medios y personajes públicos. Pero sobre cada mentira, injuria y tergiversación malintencionada -o lecturas erróneas de buena fe-, se construye el edificio de la representación a partir del cual la sociedad toma sus decisiones. Aprender a defender a la patria, parafraseando a Raúl Scalabrini Ortiz, requiere también un ejercicio en el orden inmaterial de los conceptos. Hagamos, pues, un poco de gimnasia intelectual.

Supongamos que la crítica antivanguardista es honesta y que entonces el diario históricamente representante de los intereses de la Sociedad Rural realmente está preocupado por la adhesión popular y la movilización masiva como modo de legitimar un reclamo ¿Cómo debería un espacio político visibilizar su agenda programática? ¿Cuáles serían las tareas veraniegas de un movimiento que cuenta con un puñado de legisladoras y legisladores, si no incluyeran la agitación y la comunicación más o menos creativa de los temas que considera trascendentales? (Curiosamente, en la misma semana que La Nación criticó la acción del FPG, Horacio Rodríguez Larreta se sacó una foto tomando clases de surf y Mauricio Macri emprendió el sorteo de su mufanda mundialista). Lo que la nota de la Nación reconoce sin explicitar es que para derrocar a un poder es necesario oponer un poder mayor. Y en eso quizás tengan toda la razón. El poder que representa el Frente Patria Grande a la luz del día y a cara descubierta es de pacotilla frente al que se teje a escondidas en el lago.

Imaginemos por un momento que los empleados de Lewis hubieran traicionado a su patrón uniéndose al reclamo, ¿qué deberían haber hecho? ¿Qué habría cambiado? El absurdo nos exime de desarrollar el escenario. Ya sabemos cómo funciona el mecanismo. Lo podemos contrastar con la reacción contra la movilización en protesta por el 2x1 para los genocidas: si la medida es respaldada popularmente con movilizaciones masivas y un amplio consenso democrático, es una amenaza contra la legalidad y las instituciones de la República; si, en cambio, como en este caso, se trata de una demanda de un grupo reducido (un argumento ridículo por la imposibilidad fáctica para ocupar el espacio) entonces es una acción vanguardista contraria a los intereses populares.

La nota sorprende y apena, además, porque a diferencia de lo que ocurre en otros medios partisanos, en la versión gráfica de La Nación todavía es posible encontrar información relevante y plumas que se destacan por sobre la media en su honestidad intelectual. Sin ir más lejos, dentro de las célebres filtraciones vinculadas al viaje de funcionarios políticos, judiciales y operadores mediáticos a Lago Escondido se menciona despectivamente a periodistas del diario por su reticencia a transmitir los mensajes dictados y hasta se llega a decir que sus autoridades “mean agua bendita”. No todos los que están del mismo lado son lo mismo. Alguien ha dicho que si el diario Clarín hace periodismo de guerra, como reconoció uno de sus editores, La Nación a veces hace periodismo y a veces guerra.

Quizás ahora que el buque insignia del periodismo oligárquico brega abiertamente a favor de la toma de tierras, sea un buen momento para tratar de llegar a algunos consensos. Tanto Grabois como La Nación se manifiestan en principio en contra de la ocupación de tierras, pero, según el caso, las defienden y acompañan. El diario, que no desconoce que la apropiación del espacio público de la orilla del lago es ilegal, sin embargo, insiste en la protección de la propiedad de Lewis contra cualquier turbación. Grabois, que en su último libro (Los peores; vagos, chorros, ocupas y violentos) desarrolla ampliamente su posición al respecto de la ocupación de terrenos, asegura odiar las tomas y jamás impulsarlas, pero sí disponerse a acompañar a cualquier familia que en situación de necesidad ocupe un predio para ayudar a efectivizar el derecho humano a la vivienda, puntualizando pedagógicamente desde su rol de profesor de derecho que ocupar no es lo mismo que usurpar, lo que ocurre cuando en la acción media violencia, clandestinidad, o abuso de confianza.

Es curioso, pero hasta en los escenarios de mayor polarización es posible coincidir en algo con el bando antagónico. Para una lógica occidental puede sonar muy extraño. Se sabe que somos muy binarios. Los orientales lo tienen más claro, con eso del ying y el yang: hay luz en la oscuridad y oscuridad en la luz. No es la primera vez que la derecha acorralada argumentativamente adopta una posición elusiva de la legalidad para fundamentar sus opiniones políticas. Algo parecido sucedió con el lock out patronal de 2008, usualmente llamado “conflicto con el campo”, durante el cual los principales medios abrazaron la táctica del piquete como un método legítimo de protesta contra las medidas del gobierno. Los ejemplos de este paulatino desarrollo político de la derecha en su aprendizaje del juego democrático son vastos. Con la pandemia y el ATP, por poner otro ejemplo, se desnudó como nunca el carácter prebendario y subsidiado de nuestro empresariado que gustosamente se incorporó al universo planero que tanto denostan. Quizás nos podríamos estar poniendo de acuerdo. Aunque faltaría afinar algunos conceptos. Por ejemplo, discutir quiénes son los que en este país producen valor, protegen la res-pública, y quiénes tienen el coraje para defender -más allá del deporte- los colores de la camiseta.

Es imposible no rememorar los tiempos en que La Nación publicaba a José Martí, literato y revolucionario cubano que sugería cultivar una rosa blanca, en julio como en enero, tanto para el amigo sincero como para el enemigo cruel. Pero ¿es posible tal grado de fraternidad humana, más allá de la poesía? Un argentino en el Vaticano es quizás quien más viene insistiendo en la cuestión. Su última encíclica, dirigida a todas las personas de buena voluntad, nos habla de la paz y la amistad universal. Pero no de modo naif, si no una amistad basada en el respeto a los pueblos y la autoestima nacional. Reemplazar el mito emprendedurista de los jugadores de fútbol como capitalistas internacionales sometidos a la cruda competencia del mercado por una épica revestida de amor a la patria y sentido de la unidad es la operación de contrainteligencia más importante que podemos hacer. La guerrilla más significativa se libra al interior de la gramática de la desigualdad. Quizás por eso Fransisco se refiere a los movimientos populares, que organizan y resignifican lo que para el capitalismo es descarte, como "poetas sociales".

 

El pensamiento del Che sobre la violencia y la democracia

Si bien no es el objetivo de este apunte reivindicar a Grabois diferenciándolo del Che, ni viceversa (comparar cosas parecidas nunca conlleva mayor excitación del intelecto), no estaría mal precisar un par de conceptos sobre la guerrilla en Bolivia y el pensamiento guevarista sobre democracia y violencia. Con sus luces y sombras, como toda gran figura histórica, el guerrillero heróico ya tiene un lugar en la historia de la emancipación latinoamericana que habla por sí mismo. Pero sería deshonesto dejar pasar la oportunidad de hacer una breve apostilla de desagravio a su memoria, a propósito de los hechos que describe el editorial en cuestión.

Como muchos países en la misma época, Bolivia estaba gobernada por un militar golpista que respondía a los intereses de Estados Unidos. La epopeya del Che con un puñado de rebeldes consistió en el despliegue de un ejército de liberación nacional bajo la estrategia de la guerra de guerrillas rural en un país hermano secuestrado, con un ejército tutelado por tropas estadounidenses y comandado por la CIA. El planteo militar del Che tal vez se puede juzgar, como tal, y con el diario del lunes -es decir, a la luz de sus resultados-, equivocado. Para un mejor balance habría que sumar, como dato clave, un desentendimiento con los líderes del Partido Comunista de Bolivia (en el Congo, el Che se había subordinado a la conducción local, en Bolivia como el jefe más experimentado y patriota latinoamericano, no aceptaría la necesidad).

Sin carecer de dotes para la elaboración de teorías de la insurrección, el Che quizás no fue eminentemente el estratega militar que quisieron ver algunos intelectuales franceses que popularizaron la teoría del foco. Ni siquiera el mejor soldado en términos de disciplina y tampoco un líder carismático ni el mejor calculador de la real-politik sino, más bien, una figura atravesada por un profundo sentido de la libertad. En su mochila llevaba libros de poesía, historia y filosofía cuando fue capturado. Se dedicó a leer trepado arriba de los árboles hasta en sus últimos días, de máxima extenuación, en medio de la selva. Su teoría de la guerra de guerrillas contradijo toda la literatura militar oficial, desde Sun Tzu hasta Clausewitz (y por extensión a Perón): no hace falta esperar condiciones objetivas para atacar, ni especular con librar solamente batallas que se pueden ganar; un foco insurreccional clandestino puede superar a un ejército formal si cuenta con apoyo popular.

Claro que puede leerse, pensando muy fríamente, un vanguardismo elitista que desprecia la efectiva participación masiva en los procesos de cambio. Pero también podría llegar a percibirse, incluso no compartiendo sus postulados, el coraje necesario para donar la vida en cualquier parte del mundo sin vacilación. Una persona que llevaba en su mochila el bastón de mariscal, pero también su propio certificado de defunción firmado y sellado para entregarlo al pueblo que lo requiera. Por eso, más que la fantasía trasnochada de instaurar el comunismo en contra de los intereses del pueblo de Bolivia, como sugiere deshonestamente La Nación sin hacer referencia al contexto represivo del país, y más allá de la cita desempolvada, que efectivamente podría ser útil para pensar los límites del vanguardismo revolucionario, el Che sigue siendo, mucho más que el foco, el faro moral para cualquiera que en cualquier parte y por los medios que fuera, sienta el íntimo imperativo de acabar con las injusticias que le rodean.

La distancia entre los locos y los revolucionarios es una delgada línea en la historia determinada por la usualmente ingrata medida del éxito. Si el Che todavía es denostado, a diferencia de otros próceres latinoamericanos, se explica en parte porque su gesta (y la de toda la subsiguiente generación) por una segunda y definitiva independencia (económica), fue derrotada a sangre y fuego. Pero una derrota y un fracaso no son la misma cosa. Y es un elemento central para separar la paja del trigo cuando alguien se refiere a las experiencias del socialismo real como si se tratara de experimentos sociales que implosionan naturalmente por las condiciones de presión atmosférica. Cuando la derecha dice proyectos fracasados, debe leerse: derrotados y que por todos los medios vamos a intentar sabotear nuevamente. El pánico que se trata de infundir es una proyección que funciona como amenaza y programa: no se atrevan a tensionar el orden establecido porque la violencia que vamos a generar va a ser intolerable para el pueblo.

Es una de las mistificaciones macartistas más usuales asociar ideas de izquierda al uso de la violencia. Ni históricamente ni en el presente se constata que los movimientos de izquierda o de liberación nacional utilicen instrumentos más violentos que sus adversarios y, cuando se habla de radicalidad de ambos lados, de dos demonios o de la tan mentada grieta, que cumple metafóricamente la misma función, frecuentemente se comete la injusticia de ver simetría donde no la hay.

Los proyectos tendientes a justificar y ampliar la desigualdad son incompatibles con la democracia y la paz. No puede haber poder del pueblo allí donde las condiciones materiales para hacer efectivo el ejercicio de la ciudadanía se concentran y acaparan. Por eso, hasta un revolucionario de la talla del Che, dispuesto a poner el pellejo por su causa, valoraba la democracia como el mecanismo mejor para administrar políticamente una sociedad, mientras que justificaba la violencia en situaciones de opresión, tal como todos los fundadores de la teoría política moderna, entre los que se cuentan próceres del liberalismo como John Locke y algunos padres de la iglesia como San Agustín o Santo Tomás.

Un fragmento del discurso del Che en la Universidad de la República en Montevideo del año 1961, puede ser esclarecedor al respecto: “Ustedes tienen algo que hay que cuidar, que es precisamente la posibilidad de expresar sus ideas; la posibilidad de avanzar por cauces democráticos hasta donde se pueda ir; la posibilidad, en fin, de ir creando esas condiciones que todos esperamos algún día se logren en América, para que podamos ser todos hermanos, para que no haya la explotación del hombre por el hombre ni siga la explotación del hombre por el hombre, lo que no en todos los casos sucederá igual -sin derramar sangre, sin que se produzca nada de lo que se produjo en Cuba, que es que cuando se empieza el primer disparo, nunca se sabe cuándo será el último.”

 

Guevarismo franciscano y macartismo desbocado

Posiblemente para Juan Grabois ser comparado con el Che Guevara sea un halago, más que un insulto. Pero esto no obsta a subrayar la imprecisión conceptual con que los agoreros del fantasma del comunismo describen a sus adversarios creando hombres de paja. 

El líder del FPG no se cansa de recordar que inspira su acción política en el magisterio del Papa Francisco, de cuya doctrina -expresada en sus diferentes encíclicas: Evangelii Gaudium, Laudato Si y Fratelli Tutti-, se desprende con suma claridad un llamamiento al involucramiento social de laicos y religiosos, la protección de la naturaleza contra los intereses de un mercado divinizado y el reavivamiento de la autoestima nacional contra el menosprecio de la identidad cultural de los pueblos, además de hacer señal de identidad la consigna de construir puentes, en vez de muros, a través de toda su labor pontificia.

Juan Grabois también es insistente al reivindicar -por ejemplo, en su último libro- una metodología basada en la no violencia y el estricto cumplimiento del derecho, entendido en un sentido integral, sistemático y humanitario: “No somos una organización clandestina. Actuamos con la Constitución en la mano y los métodos de Gandhi y Mandela, pero defendemos a quien, en estado de necesidad, entra en conflicto con el poder judicial, que invoca leyes o contravenciones, siempre de orden jurídico inferior a derechos consagrados por la Constitución o los tratados internacionales.”

En referencia al derecho a la vivienda por sobre el derecho a la propiedad, por ejemplo, encuentra un fundamento bíblico, basado en el versículo primero del capítulo 12 del evangelio de San Mateo, que dice: Un sábado, Jesús y sus discípulos tuvieron hambre y comenzaron a arrancar las espigas y a comerse el trigo. Grabois señala: “Cuando Jesús camina por los campos y sus discípulos arrancan las espigas, el hijo de Dios no pide certificado de dominio en el registro de la propiedad. Frente al hambre, frente a la necesidad, el destino universal de los bienes comunes se pone por encima de la propiedad privada”. No está solo en su interpretación. El mismo Francisco habla de la función secundaria del derecho a la propiedad frente a otros derechos prioritarios. En el caso que nos ocupa: el acceso a los bienes comunes.

Pero acá el ridículo llega al extremo. Pues donde La Nación advierte la amenaza de una "confiscación" debería decir "cumplimiento de la legislación vigente y restitución del acceso al lago a la población". A pesar de que no hubo apropiación de ningún tipo, sino uso y disfrute momentáneo, se intenta instalar una idea de violencia para un acto que consistió en atravesar una tranquera abierta como quien se dirige a tocar el timbre de una casa pasando por un patio frontal, y para llegar a una zona que por ley pertenece al conjunto de la ciudadanía. Grabois se parece efectivamente al Che Guevara en esto, al no pedir permiso para ejercer legítimamente un derecho. En la voluntad de "avanzar por cauces democráticos hasta donde se pueda ir". Y a diferencia del Che, a quien se acusa de no haber logrado el apoyo de los lugareños, el comando del Frente Patria Grande pudo hacer lo que hizo precisamente porque contó con colaboración autóctona que sugirió emprender el camino realizado, como relata una completa crónica de la acción escrita por Candela Conese. El único que había logrado algo parecido previamente, aterrizando en parapente en el 2011, fue el famoso cronista de CQC. Sería muy interesante conocer con qué revolucionario latinoamericano compararía La Nación a Gonzalito.

El movimiento popular es plural y algunos llaman revolución al cambio del eje de rotación del mundo desde el dinero hacia el desarrollo humano. Pero la acción de Lago Escondido responde en principio a objetivos específicos mucho más modestos. Entonces, la pregunta es por qué un “Che de pacotilla”, que apenas es un remedo del original, que a su vez fue un fracaso rotundo reconocible por cualquier trabajador, infunde tanto terror en la redacción de un prestigioso diario con solo acampar en un lugar público blandiendo un artículo del Código Civil y Comercial.

Parte del intríngulis en que el diario pretentende meter a su audiencia, surge del sentido que se le da a la idea de vanguardia. El concepto, proveniente de la jerga militar, hace referencia a la primera línea de batalla, a quienes van al frente. Es decir, los soldados más diestros para la pelea, los más corajudos, o la carne de cañón según la circunstancia. En contraste, dentro del argot militar, está el Estado Mayor, es decir el espacio desde donde unas pocas autoridades conducen la estrategia, sin exponerse demasiado. Sembrado en el terreno de la política y la cultura, el significante vanguardia desplaza su significado, y hasta lo invierte, para pasar a nombrar a quienes pretenden elevarse sobre el resto en alguna clase de acometimiento.

Sería demagógico afirmar que la participación masiva en cualquier asunto es preferible, mientras que erguirse por sobre el conjunto significa indefectiblemente elitismo y desprecio. Así y todo, Juan Grabois parece a todas luces más bien un político de retaguardia. Al menos si consideramos que su espacio de acción suele encontrarse en la calle, alejado de los escritorios, y que conduce una fuerza política en la cual no ocupa la mayor posición institucional, sino un lugar más bien marginal, desde donde no se cansa de advertir a su militancia que no se acostumbre a la comodidad de los despachos oficiales. Es difícil encontrar un ejemplo actual parecido.

Hay que prestar mucha atención cuando se utiliza la denuncia de la violencia (a veces legítima, a veces justificada, a veces imaginaria), para provocar o justificar una violencia peor, ilegal, desproporcionada, y que sería imposible sin la previa construcción simbólica de un chivo expiatorio. Más allá de la candidez con que podemos abordar esta respuesta para facilitar el diálogo relajado y reflexivo, el macartismo no es un chiste. Aunque Juan Grabois o quién sea esté lejos de ser comunista, guevarista o cualquier ismo que peyorativamente se le endilgue, la construcción de enemigos basados en el etiquetamiento se ha convertido y puede seguir convirtiéndose rápidamente en una máquina de fabricar persecución y muerte. 

El intento de pegar a Grabois con el marxismo, la revolución cubana o la violencia es una operación cultural más vieja que la escarapela. El poder siempre intenta asimilar lo malo a lo feo, lo horroroso. Lo políticamente indeseable, según sus términos, a lo que genera repulsión, prejuicio, miedo, según sus marcos. Desde la caza de brujas pasando por el lombrosianismo esto es sistemático. La moral tiene criterios estéticos y los medios de comunicación tradicionales son los encargados de reproducir el sentido social del gusto conforme a sus intereses. Pero no es exclusividad suya. Desde el otro lado, no podemos evitar a veces jugar con las herramientas del amo. Por ejemplo, cuando surgen críticas a Patricia Bullrich centradas en sus consumos etílicos, hacia Lilita Carrio por su contextura física o los memes que descubren el origen reptiliano de Rodriguez Larreta. Desbaratar esos mecanismos exige el trabajo en una dimensión racional, pero a la sesuda tarea de desenmascarar intereses se le agrega la necesidad de luchar en el terreno de la sensibilidad, donde sin humor y alegría no se puede ganar. Educar (y auto educar) la sensibilidad también es un tarea para la que se requiere coraje, un sentire aude, como diría un poeta alemán.

Por eso, más allá de contar con la razón jurídica, fue necesario una potente acción propagandística sobre la orilla del lago, una provocación estética, una performance, para que nos pongamos a hablar de esto. La consigna "Las Malvinas son argentinas, Lago Escondido también" reavivó la llama en las personas que llevan la patria en su corazón, incomodó a tímidos y timoratos y, aunque sea por un instante, hizo que el miedo se cruce de vereda. Una república democrática, en definitiva, es la pesadilla de quienes creen que todo se puede comprar.