El alfabeto que reinventa el eros: el libro de Clara Rodríguez y El Tomi

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El alfabeto que reinventa el eros: el libro de Clara Rodríguez y El Tomi

08 Septiembre 2024

La colección de libros “Fuera de Registro” pertenece al micromundo de esas delicatesen con las que nos obsequian de vez en cuando las editoriales dizque independientes, alternativas o cuasi artesanales. Sellos que, a través de una estética cuidada, una tirada limitada que hace más apetecible la rareza, y a veces, algún merecido rescate con un petit dossier que lo actualiza, son como una flor nueva del jardín de Epicuro que las editoriales transnacionales no se animarían jamás a oler, acariciar, ni siquiera a percibir entre tanta sobreproducción de textos o de emojis que aseguran ser textos.

En ese sentido, “Fuera de Registro” –dirigida por el escritor y columnista de Página 12 Lautaro Ortiz, cuya curaduría del Don Pascual de Roberto Battaglia fue galardonada hace poco con el Premio Carlos Trillo– cumple con los mejores requisitos. Un formato pequeño, casi apaisado, como el de una caja de CD (ese artefacto destinado a ser futuro vintage); una gráfica apetecible, una estética ascética, y, sobre todo unos hermosos textos.

Nació con la exhumación de 10 olvidadísimas entrevistas realizadas en 1967 por Francisco “Paco” Urondo para el ignoto semanario Juan, proseguirá con los no menos olvidadísimos cuentos policiales firmados con seudónimo por Rodolfo Walsh e Ignacio Covarrubias para la revista Leoplán bajo el primer peronismo… y en el medio queda el libro que nos convoca.

Un libro que en realidad son dos: Alfabeto erótico. Con textos de menor envergadura (publicado originalmente en la revista Fierro en 2017), y El escenario del vicio, que, hasta donde sabemos, es rigurosamente inédito. Ambos trabajos reúnen a una prosista ejemplar, pero prácticamente desconocida por fuera de ciertos círculos no virtuosos, y a un prócer, rosarino pero largamente "abarcelonizado2, historietista e ilustrador. Hablamos de Clara Rodríguez, clase 76, y de El Tomi, o El Tomi Müller, en el DNI Tomás D’Espósito, clase 55. Agreguemos un prólogo del poeta y traductor Silvio Mattoni y un póster también de El Tomi, y casi podemos hablar de placer asegurado.

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Clara Rodríguez
Clara Rodríguez

Para actualizarse, hay que volver a los clásicos, decía Unamuno. Por ende, hay que agradecer a los escritores que guardan la esencia de esos clásicos, a los que gustan de cierto anacronismo, a los que no se resignan a ser del todo contemporáneos –es decir, aquerenciados a agendas verticales, monocromas y efímeras.  En este sentido, estos textos eróticos se enraízan claramente en una Gran Tradición, y aunque  mencionen el Covid-19 o ciertas esquinas muy reconocibles de Buenos Aires o Montevideo, e incluso tráfagos de nuestra cotidianeidad siglo XXI, su lenguaje es felizmente otro: el lenguaje del eros que podemos remontar a Safo o al Cantar de los cantares, o a los grafitos pompeyanos; o, sin necesidad de barruntar tanta prehistoria, a la France, sobre todo la Francia libertina, y sobre todo la Francia del XVIII hasta la mitad del XX.

Más allá de otras influencias, esa pertenencia nos asegura desde el vamos una sutileza, un refinamiento incluso cuando se condesciende a lo procaz, que nos aleja tanto de la explicitud obligada del realismo sucio neoyorquino –tan mal leído por estos lares, al punto de interpretarlo como meras vivisecciones de glandes o de vulvas–, como de la neolengua descafeinada de la progresía, su correctismo intimidatorio, su neovictorianismo punitivo y su vocabulario nacido del álgebra o de los papers, es decir, de todo aquello que deja eros, libido y otros menesteres por el piso.

En este sentido hay que decir que uno de los grandes textos de la erótica y la picaresca de todos los tiempos, y que sin duda ha influido en Clara Rodríguez, es Las fortunas y adversidades de la famosa Moll Flanders, de Daniel Defoe: un puritano strictu sensu, es decir, calvinista, presbiteriano y practicante.

Un alfabeto erótico es un subgénero de vieja data, tardo medieval en el caso francés, pero con su clímax en los siglos que hemos señalado antes. Consta de una letra mayúscula donde se entrelazan hombres y mujeres (o solo mujeres, cuando el lesbianismo sirvió de estímulo al onanismo voyeur masculino, desde Baudelaire en adelante), en posiciones inverosímiles, duplas u orgías, coitos y felaciones, y abundancia de senos globulares y envidiables falos. El Tomi también sigue esta tradición ejemplar, con señores y señoras que arremangan sus ropas para mostrar y entreabrir y erectar todo lo necesario: ropas de principios del XX y promiscuidades atemporales. Ahora bien, esas letras gozosas venían acompañadas de no menos gozosos textos, que por supuesto se iniciaban con la letra en cuestión.

 

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Tomi Müller
Tomi Müller

En el caso de Clara Rodríguez, esos textos parecen ser totalmente independientes de las explicitudes de El Tomi. Estamos ante microrrelatos, reflexiones epigramáticas (“¿Qué sería del psicoanálisis o de la música country sin una niña desgraciada?”, reza la Q), e incluso algún poemita asonantado, pero donde siempre nos acecha, pese a la estricta economía, un vericueto inesperado que nos enfrenta al disfrute o la tristeza, la paradoja estimulante, o la resolución inesperada.

Al alfabeto le sigue, como dijimos, El escenario del vicio, una docena de relatos breves o géneros adláteres, donde la participación de El Tomi es mucho menor, pero ya en complementariedad y no en diálogo antitético. Campea el buen humor, pero también la tristura o la saudade, las reminiscencias de infancias donde irrumpe el deseo, represiones parentales, paisajes que se sexualizan (¡sombra terrible de Marosa…!), micciones que trastocan el cosmos, orgasmos epifánicos en gasolineras o retretes universitarios. Todo esto, insistimos, con una delicadeza y una exquisitez que se posicionan a años luz de la mera chocarrería, pero también de la pudibundez de nuestra era.

Hay pasajes que son como una grata filigrana, poemas en prosa, pero sin la prosa adredemente prosaizante de El spleen de París, sino más bien como iluminación rimbaudiana. Así sucede, por ejemplo, con “Domingo”, un texto que no nos resignamos a dar si no es por completo:

 

“Cada domingo estiro el brazo. Imprudente, se fuga por la ventana, entra en el edificio de enfrente, esquiva a un niño, roza un libro, se apoya al lado de un café. Más tarde empuja la puerta de un cine para ver una de Godard. Compra chupetines, los regala o se le caen. Los dedos caminan por mi ex barrio, se encuentran con ex vecinos, se dan la mano, se agitan. El codo golpea la vidriera de una zapatería, pide perdón, pero nadie le lleva el apunte. La mano fuma en una esquina esperando a alguien, porque sabe que fumando siempre alguien llega. Escucha una música que le recuerda una infancia, entra en esa casa, pero no logra reconstruir el momento. Avanza en la oscuridad, se enrosca entre pelos largos, lacios, deliciosos pelos que piden caricias entre ensoñaciones. La muñeca mira el reloj, y la mano se abre haciendo un gesto de que se le ha hecho tarde, pero que volverá. El brazo regresa a mí justo a esta hora, cargado de desencuentros. Me habla de la fosforescente tarde que pasó. Piadoso, oculta que algunos lugares ya no me recuerdan”.

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Póster alfabeto erótico

Este texto no es especialmente representativo del ars erotica que rige el libro, pero sí lo es de la admirable prosa que el lector hallará. La escritura es también uno de sus protagonistas secretos, secreto porque no es un remedo ni una grandilocuencia, sino un talento que parece casi innato, de natural fluencia.

El área rioplatense ha sido especialmente pródiga en mujeres talentosas, a veces brillantes, y que, desde nuestra periferia, bebieron de otras tradiciones con ese sentir borgeano de que tenemos derecho a ellas, a traicionarlas e incluso a difamarlas con tal de concretar su apropiación. Ha sido pródiga en miradas de niñas que se acercan a un mundo esencialmente perverso desde una inteligencia precoz, pero que no ha perdido su inocencia. El neovictorianismo, por el contrario, se maneja desde un apriorismo perverso, que en nombre de valores que supone universales, termina pervirtiendo lo inocente. Es una grata felicidad que, en ese aspecto, nuestra autora sea anacrónica. Nos ofrece un Paraíso que sigue siendo Paraíso.