El puro mecanismo ciego de la materia en movimiento: marqués de Sade, filósofo

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    Sade, el filósofo
    Ilustración: Gabriela Canteros
FILOSOFÍA AQUÍ Y AHORA

El puro mecanismo ciego de la materia en movimiento: marqués de Sade, filósofo

07 Mayo 2023

Por fin un libro que convierte al marqués de Sade en lo que éste fue y lo va a ser cada vez más: un filósofo con todas las letras. Se llama, austeramente, Sade (editorial Galerna), y su autora es Natalia Zorrilla, una filósofa argentina que se tomó en serio como nadie la necesidad de clarificar los postulados filosóficos de este “criminal patológico”, tal como lo llama alguna vez ella, quizás de modo un poco exagerado. La recuperación de Sade que practica no se compara, en mi modesta opinión, ni siquiera con lo que hizo la generación dorada de franceses “enamorados” del “divino” marqués. Eso sí, para lograrlo, la filósofa no se dejó avasallar por las decenas de anécdotas que tanto mal (y tanto bien) le hicieron a nuestro héroe. Básicamente se atiene a los textos, a todos, a los publicados, a los póstumos, a los clandestinos, a las cartas, a las notas, etc.

No es ninguna novedad decir que Sade fue y es un filósofo que derrumbó como no lo había hecho nadie antes de él (y muy pocos después) todo el edificio racional y espiritual que la filosofía había sabido construir, poniendo en evidencia potencias humanas fundamentales que ni siquiera ahora, a más de doscientos años de su muerte, son fácilmente digeribles por los estómagos bien educados —el poder de negación es tal que se cree que estas potencias no existen o son propias de seres anormales, cuando posiblemente están inscriptas en el ADN de nuestra sociedad.

Zorrilla, con mucha pulcritud, define así la filosofía de Sade: “nada existe en el universo sino el puro mecanismo ciego de la materia en movimiento; todo es devorado por el mecanismo sin sentido del cambio… convirtiendo ese materialismo ateo en una filosofía amoral, anti-jerárquica y nihilista”. Estos dos enunciados encierran la clave de la que se vale Zorrilla para desplegar las distintas propuestas de Sade, que a mí me gustaría resumir en esta otra cita de la filósofa: “vicio y virtud son axiológicamente indiferentes”. No hay, no debería haber Bien y Mal. Podría haber bueno y malo según el vínculo que nosotros entablemos con lo que nos afecta. ¿Nos hace más impotente? ¿Nos potencia? Como vemos, estos enunciados están lejos de cualquier referencia al sexo y la sexualidad, obsesiones mecánicas que acosan tanto los textos de Sade como los de sus intérpretes. Despejado el sexo (no borrado, sino puesto en su lugar), lo que queda es un materialismo radical que desprecia a los espíritus y las ideas, cualquier idea (a las que considera meras excrecencias y desechos sin sentido). Sade, a este mecanismo infalible, indestructible, sometido al cambio continuo, lo llama Naturaleza. De todo lo que existe, la Naturaleza es la única materia que no se degrada ni se destruye, porque todo colabora en su metamorfosis. Para decirlo con una fórmula del siglo XVII: la Naturaleza es la única causa sui.

Esta filosofía ultra materialista le impide a Sade transigir con cualquier concesión al idealismo, a las cuestiones del alma y a las buenas consciencias abstractas. Le parecen abominables. Es cierto que su combate declarado es con Dios, pero su auténtico enemigo son los prejuicios, las supercherías y los millones de creyentes que aún se someten a su nombre. Nada de eso es real. Lo único real es lo que podemos experimentar, es la acción y la reacción, es probar los límites y transgredirlos hasta que llegamos a esa realidad sin fondo, sin trascendencia, sin excusas, en las que terminan casi todas las escenas sadeanas. Ahí hay sangre.

Como vemos, encontramos aquí todo un programa de lucha contra una sociedad que, cada vez, se fue volviendo más tolerante en algunas cuestiones, y más intolerante a la vez en otras. Una sociedad idealista que hizo de la moral y el moralismo la moneda a partir de la que evalúa y aprecia (le pone precio a) todos los fenómenos. La filosofía también cayó en esta trampa y solo puede pensar y decir, pareciera, lo que un público ávido de saber quiere escuchar.

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Tapa libro Sade

No hay, y me atrevo a decir que no habrá nunca, un filósofo que se encuentre más en los márgenes no sólo de la filosofía sino del campo cultural en general que nuestro marqués. Está tan en el margen (es decir, es tan poco leído y tan poco entendido, aunque sea uno de los autores más vendidos en ediciones de lujo tanto como en traducciones pésimas) que, a veces, da la impresión de convertirse en el eje a partir del cual podemos comprender toda la cultura y el sentido común de la Época Moderna, aunque toda la historia moderna se haya propuesto negarlo, incluso muchas veces en las “recuperaciones” que se hicieron de él. Se lo domestica.

Sade nos permite comprender desde una perspectiva central tanto el siglo XVIII como el XIX y el XX. ¿Y el fucking siglo XXI? Hay que pensar con mucho cuidado qué podemos aprender de él en nuestra era de las pantallas y los aparatos inteligentes, en la que los escritos, que tanto lo enloquecieron a él cuando escribía en rollos de papel higiénico que ocultaba entre las piedras de su prisión, cuando recurría al limón para invisibilizar la letra, ya que toda su correspondencia era minuciosamente vigilada, y con toda esa producción destruida a manos de sus carceleros, con sus escritos clandestinos y prohibidos cuya autoría Sade negaba, etc. Digo, cuando esos escritos que eran la base de nuestra cultura perdieron su poder y fueron reemplazados por otros medios, más eficaces, más placenteros. En la era del audiotexto y el porno total, Sade nos puede enseñar algo sobre la maquinaria adictiva que reproduce nuestra sociedad.

A pesar de las miles de páginas de análisis y comentarios que mereció la obra y la vida de Sade, no me tiembla la mano al escribir que el Sade de Natalia Zorrilla es el primero que describe la filosofía de Sade prescindiendo de sus escándalos sexuales muy entretenidos, equívocos y atroces. Lo hace de un modo objetivo, con toda la seriedad filosófica que impone el estudio oficial de la filosofía, en donde se constata que la visión del universo, de la vida y de la muerte que tenía Sade se amalgama a su visión de la sexualidad, los placeres, las transgresiones y los peligros. Constituyen una unidad y depende del lector (del lector se sus obras completas, todo hay que decirlo, pues no basta leer un libro o un fragmento sin contrastarlo con el resto de su obra; de hecho, Zorrilla, muy correctamente, divide la obra de Sade en dos tipos, la exotérica, que es la obra que firmó y publicó, y la esotérica, que es su obra clandestina) la zona o dimensión de esa unidad que va a resaltar. Por ahora, lo que se hizo más hincapié es en su dimensión sexual. Con Zorrilla se pone sobre la vidriera la otra dimensión: su atomismo democritiano, su realismo irónico a lo Lucrecio, su salvaje materialismo.

Zorrilla demuestra que es imprescindible hablar de la filosofía (no sexual) de Sade para comprender sus obsesiones y patologías sexuales, mecanicistas y apáticas.

Zorrilla demuestra, según mi interpretación, que es posible, que es imprescindible hablar de la filosofía (no sexual) de Sade para comprender, desde otra perspectiva, lo que podríamos denominar las obsesiones y patologías sexuales, mecanicistas y apáticas, de nuestro antihéroe. Que son las obsesiones y patologías dominantes durante los dos siglos pasados. Si Spinoza reivindicó al cuerpo y lo colocó a la misma altura y con los mismos derechos que al alma, es Sade el que desnuda la fiebre (para llamarlo de algún modo) que lo carcome hasta llevarlo a cometer los crímenes más atroces y repugnantes que haya alguna vez imaginado la humanidad, siempre llena de personas sentimentales y románticas. Sade, de algún modo, desmiente ese eslogan tan famoso de que “nadie sabe lo que puede un cuerpo”. Él algo sabía, y lo que describió da miedo. O mejor: le da miedo a una cosmovisión de clase media que solo puede concebir los afectos y el sexo tal como se lo enseñaron maestras mojigatas y costumbres moralizadas.

Zorrilla no necesita decirlo, pero si alguien consuma el tan cacareado fin de la metafísica, o el fin de hacer filosofía desde ciertos prejuicios (como que el alma es más importante que el cuerpo, que la razón debe ser más potente que el deseo, o que el individuo es más importante que la especie y la especie más importante que la Naturaleza), ese filósofo fue Sade. Lo hizo casi un siglo antes de que Nietzsche proclamase la “muerte de Dios” y la destitución de cualquier trascendencia. Sade instaura una nueva manera de pensar y existir, inconcebible aún hoy para el campo del pensamiento instituido.