Por una teoría sexual para principiantes

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    Nora Patrich
    Ilustración: Nora Patrich
ENSAYOS

Por una teoría sexual para principiantes

14 Enero 2024

En lo sexual, siempre somos principiantes, pues cada encuentro es o debería ser único: una exploración psíquica y afectiva que nos llevaría más allá de los límites trazados por nuestros gustos, nuestras certezas, nuestras obsesiones. Este fue el mandato bajo el cual fuimos formados. No ocurre así en la realidad, pues los hábitos y los rituales suelen imponerse a lo imprevisible y lo mágico de los encuentros. No es por casualidad que tarde o temprano siempre terminemos en las mismas posiciones: yo arriba, vos abajo (o al revés). Vos primero, yo después.

El siglo XX fue el siglo de lo sexual, la esencia de lo humano encarnaba en lo sexual —así como en el siglo XIX encarnaba en el trabajo. Ya no es así, y tampoco era así al comienzo de la Época Moderna —recordemos que las palabras sexualidad y homosexualidad se patentaron en la segunda mitad del siglo XIX. El indicio para sostener semejante hipótesis lo encuentro en la libertad que se tiene hoy para definir (si tal cosa es posible) la inclinación sexual o los gustos sexuales que se desean. En el siglo pasado —un siglo que pendulaba entre la represión y la liberación, al fin y al cabo dos caras de la misma moneda— no era nada fácil definirse por unos gustos que no fueran heterosexonormales. Aún en la década de 1980 muchos de mis actuales amigos gays vivían en el closet, y eso que ya habían pasado las décadas del sesenta y setenta en Nueva York, y se vivía “el destape” en Madrid y Barcelona —acá salíamos de una dictadura asesina. Hoy todo eso cambió.

Cambió hasta el punto de que en la actualidad la asexualidad es considerada una opción sexual más, cosa imposible de imaginar hace unos pocos años atrás —para no hablar de la reivindicación de la más-turbación, práctica que empalma como ninguna otra con internet. Hasta hace muy poco tiempo tal deseo, el deseo asexual, era considerado en todo caso una forma de la perversión, como las prácticas del onanista. Si alguien era asexual (para poner un ejemplo límite), eso significaba que vivía reprimido, negando su realidad y su ser esencial, que era y debía ser sexual.

Michel Foucault se cansó de hablar de esto (o nosotros nos cansamos de leerlo): en el sexo se ocultaban aquellos secretos que no nos confesábamos ni siquiera a nosotros mismos —cuestiones de nosotros mismos que ni siquiera nosotros conocíamos. Había que indagar allí para revelarnos (y rebelarnos), pues era muy potente el sueño de que la auténtica revolución pasaba por el replanteamiento radical de nuestra sexualidad, o en todo caso por su conocimiento y su aceptación. Nuestra identidad y nuestro ser provenían de nuestra sexualidad. Esa “revolución” aconteció, y la perdimos, pues en lugar de abrirnos a unos goces y unos placeres todavía inéditos, lo que ocurrió fue que todas las experiencias, desde vivir un pogo en un recital, contemplar un cuadro o saborear una comida, terminaron parangonándose con el orgasmo sexual.

El acto sexual se volvió una performance. El sexo se consume o consuma como obra de arte. Hubo una estetización del sexo.

Cuando a la teoría de Sigmund Freud se la acusó de pansexualismo, en realidad no se tenía idea de lo que inminentemente iba a acontecer. Todo eso forma parte de nuestro pasado. El siglo XX concluyó en casi todos sus órdenes.

El siglo XX fue el siglo de lo sexual. Ya no es así. Ahora estamos en la postsexualidad. A los que crecimos bajo el mandato de lo sexual, una frase como esta nos parece absurda; su realización, imposible. Esta negación es funcional a nuestra obsesión: no podemos aceptar que lo que era tan importante para nosotros, ahora resulta superfluo, como si no fuéramos nosotros los que descubrimos que toda verdad es un ejercicio del poder, y que así como se construye, también puede ser deconstruida. Por eso nos alineamos bajo el paradigma de Don Juan: vamos ahí de cacería, cada conquista es una reafirmación de la identidad, cada “garche” una victoria trascendental. Todavía decimos: “me la/o levanté”. Me la/o cogí, cuando es evidente que siempre fuimos cogidos y que fue el/la otro/a el/la que nos levantó a nosotros —es cierto que a veces interveníamos con seducciones en esa conquista. Fuimos cogidos, aunque nuestro ano siga virgen —o así nos lo imaginamos.

Esta hipótesis es coherente con el nuevo hábito de la caballerosidad, que exige al hombre esperar a que la mujer (el/la otro/a) termine, para acabar o eyacular después él. Todos/as reproduciendo el mandato del falo. Toda la luz del placer bajo el poder de la sombra del falo. Tal vez ella se sienta agasajada y él satisfecho, incluso tal vez se amen y sean felices, pero estas respuestas subjetivas no disminuyen la validez de la hipótesis. A veces ese es el precio de la felicidad. Una felicidad que dura un chasquido de dedos.

El acto sexual se volvió una performance. El sexo se consume o consuma como obra de arte. Hubo una estetización del sexo.

En mi modesta interpretación, Tres ensayos para una teoría sexual es el mejor libro de Freud, corregido y extendido casi hasta su muerte. Allí se refería a los homosexuales como “invertidos”. El sentido equívoco del término “inversión” me parece que da en la tecla de lo sexual: en sentido económico, una inversión es una apuesta a futuro, y toda aventura sexual tiene algo de apuesta. Inversión también significa que doy vuelta algo, lo invierto, lo pongo del otro lado. En la actualidad, a un siglo de aquellas reflexiones, estas nos parecen ridículas e insostenibles. Foucault terminó abogando por los placeres y los afectos, más que por el sexo y el orgasmo. Nosotros, en la era multimedia, veremos qué podemos hacer.