¿Qué significa la “buena vida” desde Aristóteles hasta nosotros?

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    La buena vida
    Ilustración: Gabriela Canteros
PENSAMIENTO FILOSÓFICO

¿Qué significa la “buena vida” desde Aristóteles hasta nosotros?

11 Junio 2023

Ningún lector honesto de Nietzsche puede coincidir en todo con lo que éste pensó, ni siquiera él lo hacía. De hecho, al releer una vez más Ecce Homo, para mí su libro más terrible, muchas veces hay que hacer un esfuerzo descomunal de negación para disculpar o “no leer” ideas que son incómodas, incomodísimas, como por ejemplo lo que piensa de los judíos o de los derechos de las mujeres. Todo el tiempo repite que él (o su alter ego Zaratustra) es el primer inmoralista, el que el transvalora todos los valores, el que danza como un ser enajenado por Dionisio. El lector no le cree del todo y se pregunta qué actos inmorales o de qué forma dionisíaca danzaba este tipo que no podía tomar ni siquiera una cerveza, que nunca se drogó y que vivía con cefaleas intolerables (el auténtico primer inmoralista nunca superado fue el marqués de Sade, sin duda). Cuestiono un poco toda esta “autopercepción” nietzscheana porque fue Nietzsche el que derribó de modo irreversible una forma de hacer filosofía y por ende una forma-de-vida fundada en el ascetismo, la moderación, la defensa del Bien, todos elementos orgánicos de lo que se entendió por “buena vida” durante milenios, desde Aristóteles hasta Nietzsche y más allá. Ahora bien, al fin de cuentas, ¿qué se entiende por este concepto tan importante de “buena vida”?

No hubo ni hay filósofo que no haya pensado en llevar una “buena vida”. Que no haya creído, de hecho, que llevaba una “buena vida”. El que patentó el concepto fue Aristóteles. Para los griegos (o para Aristóteles), la “buena vida” estaba fundada en los límites. Lo que creaba los límites no era una autoridad moral ni un dios trascendente, era la ética, es decir, la costumbre (ethos). Estos límites no eran una tabla de valores intocables que separaba el bien del mal, como podríamos creer nosotros. Los límites éticos de los griegos respondían a preguntas muy simples: ¿para qué? ¿Por qué voy a hacer lo que haré? ¿Cómo lo haré y qué efectos tendrá? Para el filósofo, la “buena vida” se fundaba en la moderación, el justo término medio, la famosa phronēsis (Φρόνησις) e incluso la ataraxia (ἀταραξία), la serenidad del ánimo, la reflexión sobre los efectos de las cosas que nos afectan para conocer las causas que nos hacen ser lo que somos y nos hacen encontrarnos en los estados de ánimo en los que nos encontramos. Sin dudas las cosas cambiaron mucho desde aquellas formulaciones griegas hasta nosotros.

El que patentó el concepto fue Aristóteles. Para los griegos (o para Aristóteles), la “buena vida” estaba fundada en los límites.

Para nosotros, nodos de información en la sociedad del espectáculo, el término “buena vida” (no diría que ahora siga siendo un concepto) remite casi a las antípodas de lo que significaba en el origen griego de la cultura occidental y del pensamiento filosófico. Para nosotros la “buena vida” es la vida de la abundancia, la de los ricachones, la de los que acumulan un capital que les permite vivir no solo más allá de las necesidades, sino también más allá de tener que estar haciendo cuentas para gastar o no gastar. La “buena vida” es una vida abundante, rodeada de confort, incluso de lujos. El único límite válido que conocemos para dejar de adquirir es el de nuestra tarjeta de crédito. La estrella del espectáculo, el famoso, el instangramero llevan una “buena vida”. No estoy escribiendo ninguna novedad, habitamos la siniestra sociedad del consumo, cuya esencia es su capacidad de convertir cualquier cosa (cualquier cosa propiamente dicha, cualquier experiencia intransferible, cualquier valor incuestionable, cualquier individuo singular) en una mercancía capaz de ser reemplazada por otra idéntica (el eterno retorno de lo diferente). Tal la potencia de nuestra memoria: recuerda apenas lo que tiene presente. La “buena vida” es una vida acolchonada en todos los objetos con los que nos rodeamos. Una “buena vida” es una vida dependiente del aire acondicionado y de las “novedades” que se exhiben en las redes virtuales, como antes se exhibían en la tele y antes, para Walter Benjamin, por ejemplo, lo hacían en las vidrieras de las galerías parisinas. ¿Por qué no?

Frente a este panorama desolador, ¿qué hace el filósofo? Una opción es añorar el pasado (un pasado que posiblemente nunca haya existido), como si en los tiempos esclavistas de Aristóteles se hubiera vivido mejor que en nuestro tiempo democrático, tolerante y conformista. Ni siquiera tenían heladera en aquellos años, mucho menos toda la parafernalia espectacular con la que nosotros animamos nuestra vida aburrida. Otra opción, muy difundida, es detestar la época que nos tocó en suerte y proyectar utopías de lo que sería una buena vida si nuestra vida no fuera tan egoísta, tan consumidora, tan abocada a proporcionarnos placer como a rechazar el dolor —una “buena vida” es una vida indolora, pues en el fondo no nos preparan para arrostrar el riesgo ni para enfrentar el sufrimiento, que cuando llegan (siempre llegan), nos devastan.

Tal vez una buena vida no es una vida buena como solemos imaginar lo bueno, sino una vida explotada hasta lograr que rinda todo lo que puede rendir, y más.

Por supuesto, en este contexto nadie con dos dedos de frente va a apoyar a nuestra sociedad, que es una sociedad que explota todo lo que puede explotar y arruina todo lo que puede arruinar. En el medio de esta hecatombe, hay que pensar y llevar a cabo una buena vida. Esta buena vida ya no puede estar fundada ni en la reprensión ni en el consumo constante. No es por medio de un acto racional que se alcanzará en la actualidad la buena vida, aunque sea por un acto de pensamiento. Más bien es en la capacidad de perder la consciencia y desubjetivarse como plan sistemático, como si una forma de vida digna no consistiera en acumular algo (éxitos, títulos, capital, renombre, etc.), sino en destruir lo que somos, lo que esta sociedad adicta hizo que seamos —nadie se hace solo, ni siquiera Nietzsche, aunque acierte al asegurar que “para ser dueño de mí tengo que estar desprevenido”. Para dominar tengo que suspender el deseo de dominio. De aquí al descontrol hay un paso.

En un juicio dicho como al pasar Nietzsche aporta uno de las inversiones psíquicas más importantes que yo haya leído nunca porque no reemplaza mecánicamente una cosa por su contrario, como por otro lado suele hacer (el Bien por el Mal, por ejemplo, o lo Hermoso por lo Feo o lo Moral por lo Inmoral), sino que desmonta la estructura dicotómica con la que nosotros percibimos el mundo, y abre la posibilidad para una opción diferente y radical. Deja de discutir el contenido y empieza a discutir con el medio. En una sociedad que está acostumbrada a dividir el mundo entre lo que le gusta y lo que no le gusta, resulta un escándalo que Nietzsche plantee que “aquella creencia de que “no-egoísta” y “egoísta” son conceptos opuestos” es ridícula, desde que en realidad “el ego es una patraña, un “ideal””. Pero peor aún es cuando, unos renglones más adelante, afirma que es igualmente falsa “la proposición (de que) satisfacción e insatisfacción son términos opuestos”. Egoísta y no-egoísta es un problema de contenido, pero satisfacción e insatisfacción no. No hay nada subjetivo en esta última oposición, que si se desmota lo que abre es la posibilidad de pensar que no solo satisfacción e insatisfacción son términos complementarios (se requieren uno al otro), que cuando se elimina uno se elimina el otro, sino además que más allá de esos prejuicios que enjuician así los fenómenos, cuando suponemos que satisfacción e insatisfacción son lo mismo, se le abre al deseo humano un campo de experimentación de la buena vida que estuvo vedado siquiera de imaginar hasta ahora (salvo para Sade). Tal vez una buena vida no es una vida buena como solemos imaginar lo bueno, sino una vida explotada hasta lograr que rinda todo lo que puede rendir, y más. Si satisfacción e insatisfacción o placer y dolor o lo-que-nos-gusta y lo-que-no-nos-gusta son las dos caras de un mismo fenómeno, son lo mismo, entonces el individuo ya no solo no tiene las respuestas dadas de antemano, ni siquiera tiene que formularse respuestas o justificarse o recriminarse lo que hace o lo que es. Es cierto, es un idealismo creer que se puede alcanzar este nivel de libertad (como el “amor intelectual a dios” o intuición que proclamaba Spinoza como el tercer tipo de conocimiento), y si se alcanzara, sería imposible o muy difícil de transmitir, como si tuviera algo de místico. Sade imaginaba este instante supremo como el de una apatía afectiva, una apatía sexual, un sexo más allá o más acá de los afectos, un ser indiferente a los efectos y las causas de sus afectos.

Cada uno puede interpretar lo que quiera, sea lo que sea que esto signifique.