El cine de Campusano en tiempos de El Marginal
Por Melanie Guarrera
“Soy un marginal, no diferencio entre el bien y el mal
Tengo un problema con la autoridad
Me llama la calle, me habla la ciudad
Por un pecado, di la libertad”(*)
Así canta la nueva cortina de la tercera temporada de la serie argentina El Marginal. Sólo en este fragmento podemos observar un sin fin de lugares comunes. El preso como persona amoral e inadaptada, que conscientemente comete un pecado que paga con su libertad.
Esta vez no me animo a ver más que el avance, si bien es indudable que la crítica paciente de una de esas tantas superproducciones seguramente puede alumbrar algo sobre cómo se performan estereotipos de otredades sobre las cuales pesan en una relación directa los niveles de prejuicio y de odio. Sin embargo, sin pasar del trailer: sangre, falopa, violaciones, torturas y corrupción. Con cumbia de fondo, por supuesto.
César González, artista villero, quien participó en su primera temporada y se arrepintió de haberlo hecho, argumenta que si se explicitara el hecho de que es una serie bizarra de chetos interpretando pobres entonces podría ser una serie digna, pero que el problema está cuando se muestra cómo basada en una realidad y se produce, a su vez, efecto de realidad.
“Encerrao’ entre cuatro paredes
Por acá nadie se quiere
Se perdió lo que es la lealtad
Todos hacen lo que conviene”
Veamos: "acá nadie se quiere". En la cárcel no hay personas, hay malandras despojados de cariño, de códigos, de humanidad. Se podría inferir que se merecen lo que tienen y que en eso radica la justicia. La maldad es homogénea y es atributo exclusivo de esta población.
Entristece profundamente dimensionar la masividad alcanzada de este tipo de espectacularización donde la violencia es un fin en sí mismo al servicio del morbo consumidor.
Mientras tanto, en la materia de Teoría Social Latinoamericana, de la carrera de Sociología de la Universidad Nacional de Villa María, a la cual podré hacerle muchas observaciones, pero nunca que desde varias de sus aulas no se promueva un pensamiento sensible, crítico y útil para la transformación, el profesor de prácticos me sugiere ver la filmografía de José Celestino Campusano.
Se trata de un consagrado realizador de cine quilmeño, de barrio, metalero y motoquero. Tal vez un personaje bien representativo de su obra. Fundador del Cluster Audiovisual de la provincia de Buenos Aires. Una red de producción comunitaria que trabaja de forma horizontal y solidaria.
Su vasta producción audiovisual no puede definirse como cine de autor, más bien se para en la vereda opuesta, ya que rompe con el fetichismo del cine burgués realizado bajo formas de producción patronales. Con esto no estamos argumentando sobre la calidad artística de estas últimas, ni sobre si es “correcto o no” ser interpelados por una infinitud de realizadores muy grosos y grosas y realmente sensibles, sino objetivamente sobre la forma de producción artística dominante, que es sencillamente personal, vertical, individual, desigual y… de autor.
Si bien este realizador dirige, guiona y firma, sus películas son producto de una trayectoria colectiva donde les actores piensan, debaten y encarnan una paleta poética necesaria para retratar las historias de sus barrios. Desde locaciones de zonas pobres, en su mayoría del conurbano bonaerense, con características similares en condiciones estructurales de muchas carencias y ausencias.
Sin embargo, estos paisajes no son puestos en valor ni desde el paternalismo que nos propone sensibilizarnos indulgentemente con una “cultura” de gente desgraciada, ni tampoco vendiendo el morbo de alimentar, confirmando, prejuicios construidos desde otras realidades y subjetividades distintas y, sobre todo, para sus iguales. Acá nos encontramos con que directamente no se narra desde la carencia sino desde la complejidad de realidades que no se suelen mostrar en el cine porque, como ya sugerimos (y citando a Lucrecia Martel): “el cine padece de burguesía”.
Sus realizaciones, en cambio, asustan porque rompen esquemas y nos parte la cabeza cuando se desvía del camino trillado de las simplificaciones que intentan representar algo desconocido en un ejercicio que no deja de ocultar. De otro modo es intolerable.
Campusano no es militante político, pero se puede afirmar que hace un laburo poético comprometido con su realidad. Oficia de una suerte de etnógrafo quien junto a la participación de les protagonistas reales de sus historias, conoce los territorios. Su cámara no molesta a los propios porque no es ajena, molesta a les que estamos acostumbrades a otro tipo de relatos. Incomoda, porque preferimos que otres iguales a nosotres nos cuenten qué pasa en las villas, así como esta serie de canal 7, y ahora también de Netflix, sobre la realidad carcelaria argentina. Nos acostumbraron a la comodidad de nuestro espectacular circo romano en pantalla, a costa de que les marginades nunca tomen la voz del proceso creativo para narrar su propia realidad.
Acá el director asume el objetivo de poner al servicio de un proyecto de creación un andamiaje de recursos, con una metodología similar a lo que en la academia llamamos investigación acción participativa y en la educación popular denominamos como el rol del facilitador. Acá hay un tipo que asume sus habilidades y privilegios pero le otorga sólo el potencial de ser una pieza más dentro de un entramado de aportes necesarios para construir/mostrar realidades. Historias llenas de música, preocupaciones, abusos, violencias, deseos, desigualdades y amor. Amores de amigues, parejas y familia, de camaradería y relaciones artísticas.
Ahora, paremos un poco la pelota y preguntémonos ¿qué es lo que queremos decir cuando hablamos de lo marginal? ¿marginades por qué? ¿de qué o de quién?
¿Sería legítimo realizar una comparación con nuestra vara del “deber ser” para caracterizar a todo el resto como desviado, outsider, marginal? Sin duda esas son formas artificiales de diferenciarnos. De ahí que sea fundamental aclarar a qué universos hacemos referencia cuando hablamos de “marginalidad”.
La productora Cine Bruto contiene sólo en su nombre una propuesta para resignificar la estigmatización. Juega con la idea de brutalidad ya no como sinónimo de lo no civilizado, inferior y salvaje, sino como la virtud de lo no domesticado por los valores dominantes (que en sus prácticas e ideas hegemónicas sin duda contienen, paradójicamente, inmensos niveles de salvajismo y violencia). Sin embargo, desde sus realizaciones, no se deja de reconocer lo distintivo de la marginalidad. Podemos hablar de patrones capitalistas dominantes, de concentración y distribución de bienes económicos o simbólicos que hacen imposible que el conjunto de la población logre participar del desarrollo económico y de un entramado de derechos sociales con consecuencias visibles en las condiciones de desigualdad. Falta de trabajo y guita, recurrentes preocupaciones por la ausencia de seguridad para sostener una familia en calles de tierra, techos de chapa, falta de servicios básicos, changas escasas o trabajos “flexibilizados” como está de moda denominar en estos tiempos a la explotación laboral que sufren, sobre todo, les que viven en villas.
Hablar sobre este concepto es útil si se entiende respecto a una matriz socioeconómica y político-institucional que a su vez reproduce las relaciones sociales que determinan tales funcionamientos.
La llamada economía popular también se hace presente como contexto en esas historias ya que se retrata esa gama de estrategias individuales y grupales de subsistencia. En general, por fuera de los circuitos formales y legales de producción e intercambio.
En un intento superador de las teorías posmodernas que, retomando otras mucho más clásicas y reconocidas en otros tiempos, entienden a la marginalidad como una característica intrínseca y natural de los pobres, de sus hábitos, condiciones de vida, valores o costumbres propias. El cine bruto no naturaliza la desigualdad como parte de una “cultura”, al mismo tiempo rechaza otra mirada igualmente esencialista que reza que “los pobres son así porque son todos iguales, violentos y amorales”, típica de los constructores de estereotipos que hoy se encuentran interpelados por la discursividad gobernante, materializada por excelencia en Patricia Bullrich y la propuesta de la vuelta del servicio militar como el mejor lugar para les jóvenes. Sin embargo, tampoco observamos que comulgue con el lugar común panfletario, el del romanticismo y la expresión de deseos, en el cual los y las villeras, al ser personas sometidas, poseen una bondad intrínseca, y si no es así es porque no les queda otra pero si se esfuerzan pueden salir adelante, sobre todo con ayuda social externa. Donde la inseguridad se termina solo si se “incluye”, como si la inclusión a algo de afuera represantara una verdadera alternativa cuando el derrame del consumo nunca llega en forma de dignidad.
Lo que más choca es que es un cine huidizo al encasillamiento en lo conocido, en lo que leemos, vemos y escuchamos cotidianamente. Su crudeza, de realismo ficcionado, intenta poner a jugar distintas motivaciones, personalidades, historias de vida, grupos sociales y sobre todo circunstancias, en las que todes podemos cambiar para ser buenas o malas personas, violentas, amorosas, empáticas, camaradas fieles o sin códigos. Son relatos que no proponen héroes, hay personas queridas y reconocidas por sus vecines pero que muestran bajezas en diferentes relaciones o situaciones particulares, como en VIKINGO (2009) donde el honor y respeto son códigos innegables del vikingo aunque no sea coherente en todas sus relaciones ya que, por mencionar alguna, es violento con su hijo en un intento siempre estéril de cuidarlo de las drogas y las malas juntas del barrio, o en Fango (2012) donde el Brujo, un tipo tranquilo, músico de heavy metal que busca formar una banda de tango trash, termina involucrado en una trama de violencias machistas desencadenadas por el accionar de Nadia, una piba lesbiana del barrio.
“Su sustrato fundamental radica en que los conflictos e historias estarían ahí sin presencia de la cámara” comenta José Celestino sentando una posición alejada de lo que él llama la “mera recreación” o “puesta en escena”. Por lo contrario, entendemos que se trata de la magia y la amargura de la vida puesta en películas.
Este tipo de representación viene a romper con una serie de estructuras del cine argentino ya que desde el protagonismo, la cooperación y el trabajo colectivo se destaca por su potencial de transformación de un imaginario social reducido por las voces que comúnmente logran proyectarse.
Los medios de producción audiovisual que históricamente sólo pudieron ser tomados por cierto sectores de clase empiezan a ser disputados por este tipo de producciones, así como el movimiento feminista y las comunidades originarias de diversos lugares del mundo están poniendo en cuestión el hecho de que se hable por elles, discutiendo el derecho de darles consejos y sobre todo sermones desde afuera, con total legitimidad. Lo mismo vale para la clase trabajadora y particularmente para las poblaciones villeras.
Seguramente desde el cine no haremos la revolución pero hay que saber apreciar a les que revolucionan el arte como forma de discutir la impunidad para imponer una forma dominante, pero parcial, de interpretar el mundo.
Porque el arte no es ajeno a la vida ni mucho menos al conflicto entre clases en la disputa de sentidos y formas de ser y estar.
(*) Duki, “Entre cuatro paredes”, cortina de la tercera temporada de la serie El Marginal.