Monstruitos exiliados
Por Boris Katunaric
Como ejercicio el recordar es un oficio que nos llega vaya uno a saber en qué momento. Cómo recordar, a través de qué mecanismo los engranajes de la memoria mueven la rueda que hace nítido y claro eso tan buscado, puede ser un misterio, o sólo dependemos de cierta iluminación, cierto momento de lucidez para que la palanca se accione, motivada tal vez por el azar.
Paraguay empieza por eso, el intento de recordar vinculado al azar. Cáceres, albañil y levantador de quinielas, está internado después de un accidente. “El hospital es el setenta y tres, piensa, porque se le da por relacionar todo con los números y los sueños”. El azar interviene los recuerdos y los dispara, los proyecta en una diacronía, las seis noches que intenta recordar y cuenta.
El personaje hospitalizado recuerda otra situación hospitalaria, él al cuidado de su hermano en una lenta agonía. En una de las salidas a fumar, más por surfear el tedio que por el vicio mismo, Cáceres conoce una serie de personajes de lo más extraños. El incendio de un auto abandonado es el escenario del encuentro. Es el líder de este grupo quien se presenta, Molina, pidiéndole fuego. Este encuentro desemboca en una invitación a comer un guiso.
Las seis noches crean una trama en donde lo que sobresale es la mirada incrédula de Cáceres, y esto es un logro del texto que nos transmite esa sensación de no saber bien qué está pasando, desconfiar, volver a preguntarse por qué estamos en un lugar extraño y a la vez no poder dejar de estar ahí, rodeado de situaciones cercanas al delirio, y pensar lo qué seduce de ellas (además de la hermana de Molina) y qué hay de nosotros en eso.
Hay un punto clave en la novela. Su diálogo con Molina, o en realidad la alocución de éste hacia un muy poco comunicativo Cáceres, que deja en claro cuál es la situación que viven los personajes. “Los lugares me fueron expulsando”, dice el mecánico, y es lo suficientemente claro para sintetizar qué son estos personajes. No son exactamente exiliados, esto incluye una condición política, son excluidos, desechados. Por eso se hacen llamar “Los estropeados”. Y acá está el verdadero factor político y estético que da sentido a esta construcción algo grotesca. Personajes en clave lamborghiniana; Stroppanis, Estropeados, niños proletarios, parias, locos. Al decir de Osvaldo “Con el correr de los años el niño proletario se convierte en hombre proletario y vale menos que una cosa. Contrae sífilis y, enseguida que la contrae, siente el irresistible impulso de casarse para perpetuar la enfermedad a través de las generaciones”.
El taller de Molina es un refugio antibombas de la normalidad, de lo normado, eso nos declara un grafiti que dice “viejo puto” en la persiana, además de una virgen sin manos que aparenta distinguirse. El paganismo reúne a estos estropeados, los cobija, los sostiene en este mundo hostil. Cáceres con un pie adentro y otro afuera va conociendo a estos monstruitos. Se familiariza y al mismo tiempo los rechaza.
Paraguay no es un relato de fronteras, tampoco una novela hospitalaria. Así lo dice el autor en una entrevista con Marvel Aguilera “Hay una lectura que yo hice después, posterior a la escritura, donde veo que, si bien no es la historia de un migrante (aunque la fuera, no es el centro) esa poca conexión que hay con el hermano es lo que lo conecta a su propia historia: la de los abuelos y el desalojo de su casa, la de vivir en pensiones hacinadas. No quise hacer una novela sobre el migrante en problemas, pero tampoco una novela hospitalaria. Me sirvieron de puntapié y de base para darle entidad al personaje, para que pise, para su pasado y presente”.
Paraguay, sus personajes, es un relato urbano que podría recordar más a un Silvio Astier llevado al más oscuro túnel de la locura, o a unos siete locos que no planean la revolución sino poder transcurrir sin que los sigan forzando al exilio, al autoexilio, que les permitan seguir en ese refugio antibombas de lo normado.