Cine para entender Medio Oriente
Ilustración: Gabriela Margarita Canteros
Por Inés Busquets
Mirar un conflicto desde afuera tiene sus consecuencias. El antropólogo estructuralista Lévi Strauss dice que la mejor manera de entender una cultura es mirándola desde adentro. El cine es una opción para empezar a pensar que, a veces, la vida cotidiana atravesada por la problemática es muy diferente a lo que consumimos de manera sesgada en Occidente.
Intifadas, alto el fuego y bombardeos imprevistos son parte de la naturaleza diaria. Un paisaje gris, por momentos y por otros, alegre y urbano.
Dos directores, uno israelí: Eran Riklis y el otro palestino: Hany Abu-Assad.
Dos miradas de una misma situación matizadas por lo afectivo, lo vincular, las relaciones humanas.
El día a día de una convivencia que se nos presenta extrema y que, sin embargo, deviene en una coexistencia marcada por detalles comunes y corrientes. Una almacén de barrio, una panadería, una universidad, una escuela, un patio, una oficina, son espacios compartidos donde palestinos e israelíes viven a diario. Con recaudos, pero sin temor.
El limonero (2008) de Eran Riklis, es una antinomia entre los dos pueblos. Transcurre en la frontera de Cisjordania. Una disputa vecinal entre una ciudadana palestina viuda que tiene una plantación de limoneros en su jardín, por los cuales gira gran parte de su vida: la economía, la fuente de trabajo y el legado familiar. El ministro de Defensa israelí se muda a una casa aledaña con su familia y decide presentar un decreto para podar los limoneros, por seguridad. En este film, la trama muestra una lucha de intereses disímiles con una delicadeza exorbitante; el director, con mirada objetiva, logra impregnar de belleza un litigio legal que llega a la Corte Suprema Israelí, donde la contraposición de leyes y religiones son los cimientos de una historia que se proyecta desde lo humano y visceral. Con una fotografía maravillosa, gran potencia en los primeros planos y en las miradas de los personajes. Hiam Habbas se destaca con una superioridad deslumbrante. En esta historia, el árbol es el símbolo de la desigualdad y de la injusticia.
Paraíso ahora (2005) de Hany Abu-Assad cuenta la historia de dos amigos palestinos que viven en Nablus, al norte de Cisjordania. Aquí la profundidad de la religión imprime un sello crucial en las elecciones de vida. El amor, el dolor y la entrega contados desde un punto de vista testimonial, en primera persona, aunque a veces suele distanciarse para interpelar al personaje. Busca ahondar en una decisión, trascendiendo lo ético y moral, para entender lo que subyace. Ese territorio subrepticio que es la conciencia. Aborda un tema polémico que se inserta en un marco de amistad y desborda de detalles cotidianos y familiares. Es un film para ver sin prejuicio, descubrir los paisajes y prestar atención a cada diálogo, aunque profiera de un personaje secundario.
Mis hijos (2014) de Eran Riklis, es la vida de un niño palestino, Eyad (hijo de un militante) que vive con su familia en Tira. Cuando crece va a estudiar a la universidad de Jerusalén y allí entabla una fuerte amistad con Jonathan, un chico israelí discapacitado, y su madre. El film muestra el quiebre que se produce en la vida de Eyad al descubrir un universo de múltiples religiones y formas de vida. Allí se ve claramente la distancia religiosa entre musulmanes y judíos. A pesar de ello, en Eyad acontece como un evento más. Inclusive a través del vínculo con Naomi, su novia judía.
Encuentros y desencuentros, dolor descarnado. Y sobre todo las temáticas de identidad, política y religión se ponen a prueba en un territorio hostil y un clima adverso.
Omar (2013) de Hany Abu-Assad, cuenta la historia de un joven panadero que, entre la amistad, los primeros amores y la lucha territorial, es acusado por el crimen de un soldado israelí. En torno a esto las vicisitudes para evadir la condena en prisión (de la cual no es culpable) derivarán en propuestas para ser informante, y una serie de peripecias que se resolverán en el último instante de la película. Otra vez, Hany Abu-Assad juega con los pensamientos y con aquello oculto que sólo puede discernirse en los planos detalle de las miradas.
La primera escena es impactante: Omar, como lo hace habitualmente, está trepando el muro de Cisjordania para visitar a sus amigos que viven del otro lado. Adam Bakri, en la piel de Omar, cautiva con sus gestos y movimientos que lo llevan de un extremo al otro, de manera precisa.
La profundidad y el compromiso de ambos directores conmueven. No es un cine político, ni histórico, ni documental; es puro séptimo arte, es el paroxismo de la belleza puesto a disposición para mostrar la diversidad. No es un cine liviano, ni pochoclero, es fuerte, impetuoso y a la vez reflexivo.
Otra característica común es la música y el sonido: indistintamente en las cuatros películas impera el sonido ambiente, árboles, pájaros, movimientos, voces y hasta bombardeos; además, pasajes de música árabe e instrumental. Música y ambiente se combinan de manera exquisita.
El plano detalle y el silencio son los recursos más utilizados por los directores. Del mismo modo resaltan los valores de la amistad, la lealtad y la fidelidad. Cómo si el rasgo de estilo no se tratara de una herramienta técnicamente cinematográfica sino de una huella, de un atributo intrínseco de la cultura de Medio Oriente.