La filosofía, el dolor y la nada
Para la filosofía, una de las pocas experiencias fundamentales que aún le quedan al ser humano es la del dolor. Mientras nuestra sociedad busca todos los mecanismos y drogas imaginables para evitar el dolor o paliarlo lo antes posible, la filosofía hace de él la última experiencia auténtica donde se comprueba el temple de ánimo de una persona, su valor. Al fin y al cabo, el dolor nos recuerda que nuestro poder tiene un límite y que somos seres finitos que tarde o temprano vamos a morir.
Los otros días pasé por la experiencia de dolor más intensa que conocí en mi vida. No fue la primera experiencia de dolor que experimenté, por supuesto, los masoquistas algo saben del dolor, aunque la esencia del masoquismo no sea el dolor, como se cree vulgarmente, sino otro estado anímico muy distinto: la espera. La espera y la autodestrucción batido todo con un estado anímico apático en el que tratás de sentir lo menos posible. Si fuera viable, no sentir nada. La búsqueda de autodestrucción, seguramente, tiene un montón de motivos psicológicos, pero también es una prueba que se da el pensamiento. Básicamente para lo que sirve es para poner en cuestión todos los fundamentos sobre los que construimos nuestra vida.
Son los fundamentos sociales de una sociedad que se está desmoronando por donde la mires, principalmente en la dimensión de los afectos: ¿quién está feliz con sus afectos amorosos? ¿Quién, siquiera, está conforme? La nuestra es una sociedad de la adicción y la frustración, lo que produce efectos psíquicos y físicos demoledores. Deseamos la sistemática autodestrucción hedonista de nuestra propia forma de vida. El dolor te saca de este marasmo de ideas contradictorias (¿quiero o no quiero ser feliz? ¿Cuál es el costo social e individual de nuestra felicidad?). Te extirpa la lucidez y te arroja desnudo a enfrentar tu existencia salvaje. Al final, no sabés qué es mejor, si el dolor o la idiotez.
Para la filosofía, una de las pocas experiencias fundamentales que aún le quedan al ser humano es la del dolor.
Este fue un dolor que duró días y que los analgésicos podían calmar tan sólo durante un par de horas. Venía acompañado de más de 40 grados de fiebre y temblores de frío que no me permitían estar quieto un segundo (hasta el punto que al segundo día comprendí que para enfrentar estos temblores no tenía que probar pausar la respiración y lograr que el cuerpo se adaptase a su ritmo, sino al revés, liberar al cuerpo para que se batiese al ritmo enloquecido de la fiebre). Los momentos en los que la droga hacía efecto, al frío lo reemplazaba una ola de sudor. Luego volvía lentamente el dolor, que se manifestaba de manera holística, todo al mismo tiempo y en cualquier lugar.
Pero ¿a qué viene esta referencia biográfica? A que justo unos días antes de que empezara este proceso (que yo adjudico al dengue, que algún médico avala y algún otro rechaza), estuve releyendo ¿Qué es metafísica?, de Heidegger, en donde el filósofo insiste en que la encarnación de la nada consiste en esa experiencia de abandono total que llama angustia: la nada que no es, es en la angustia. Sobre el final de la época metafísica, advertimos que el pensamiento filosófico se había estructurado mal y sobre un olvido, que en realidad la nada y el ser son complementarios, no se contraponen, sino que se co-pertenecen. La angustia y el dolor son tanto una expresión del ser como una manifestación de la nada. Más allá de si Heidegger se angustió o no alguna vez en su vida, en estos días de dolor advertí que otra encarnación de la nada, incluso tal vez la más auténtica, es este dolor que no es dolor de algo (de muelas, de cabeza o del alma), sino un dolor generalizado que parece nacer de los huesos mismos de nuestro cuerpo, al que no podemos darle forma y que, con su poder de destrucción, desdibuja cualquier tipo de contorno o límite de nuestro cuerpo. Es este dolor absoluto lo que nos comunica con la nada que somos, la nada intolerable que carcome nuestro ser y en la que nuestro ser terminará desembocando una vez que toda la farsa de la existencia llegue a su fin.
Lo cierto es que cuando se iban los efectos del analgésico, lo único que quería, incluso yo que detesto las drogas legales y todo el dispositivo médico de la salud preventiva, era que pasara rápido el tiempo para poder volver a tomar otro. Tal la potencia de este dolor que puso en evidencia mis límites y mi tolerancia. Fue un atisbo del dolor insoportable que atravesó mi mamá horas antes de morir, de cuyo espectáculo no voy a olvidarme jamás y que solo la morfina logró calmar por un instante.