Dioniso, el dios plebeyo y las reglas de nuestra sociedad
Por esas cosas de la vida inútil que suele llevar un filósofo, tuve la suerte (¿buena? ¿mala? dios dirá) de leer sobre muchos dioses que habitaron la historia, por los cuales millones de personas mataron o murieron, y que hoy ni siquiera vale la pena interrogar o develar. El universo se despobló de dioses, y si alguno sobrevive a la aniquilación general que se llevó a cabo en la Época Moderna, lo hace como objeto de fanatismo o como pantomima institucional, no como sujeto vengativo o un juez supremo. A los dioses no los mataron enunciados terribles, los mataron cosas tan vulgares como la electricidad. Tan raro como encontrar un dios vivo en la actualidad es hallar a un filósofo que se interrogue por ellos.
El más aburrido de todos los dioses siempre me pareció el Dios católico, un ser omnipotente que sabe hasta cuántos cabellos me quedan en la cabeza: ¿qué sentido tiene comunicarme con un ser así como no sea para castigarme o sentirme una piltrafa insignificante? Es lógico, además, que a un occidental le atraigan los dioses orientales, aunque sea por lo exótico que resultan. Lo cierto es que ningún dios, ni de acá ni de allá, ni en mayúscula ni en minúscula, me intrigó más que ese del que cada vez me fui volviendo más creyente. Se llama Dioniso y lo considero un dios nietzscheano, no porque Nietzsche lo haya inventado, pero sí porque lo resucitó y lo rescató de cierto olvido.
¿Quién no escuchó hablar de Dioniso? En el campo cultural es muy reivindicado. A raíz de la interpretación que Nietzsche hizo de él, se lo suele oponer automáticamente con Apolo, el dios de la mesura, la distancia, la figurabilidad y la belleza armoniosa, todos principios que definieron lo que en la historia se consideró el Bien. Dioniso, en cambio, es el dios de la desmesura, la transgresión, la metamorfosis, las fiestas, la fertilidad, un dios peligroso para ese cosmos ordenado que imaginaba la filosofía. Un dios profano y espurio que extraordinariamente nació dos veces.
La primera vez, cuando fue carbonizado por su padre mientras estaba en la panza de su madre (vale la pena saber lo que pasó: Hera, la esposa celosa de Zeus, le había chismeado a Sémele que el padre de su hijo no era quien ella creía sino Zeus, frente a lo cual aquella le pidió a este que se revelara en su auténtica naturaleza: cumpliendo este deseo se convirtió en rayo y la fulminó). El segundo nacimiento se debió a que, frente a la catástrofe que había desatado, el mismo Zeus terminó ese embarazo interrumpido abriéndose un tajo en el muslo y poniendo al feto a incubar allí. De aquí que se haya vuelto un dios, un dios extraño que todo el tiempo necesitaba que lo reafirmen o reconozcan como dios, como si siempre dudara de su auténtica naturaleza. El que no lo reconocía, pagaba consecuencias espeluznantes, como la de matar a sus propios hijos, por ejemplo.
A los dioses no los mataron enunciados terribles, los mataron cosas tan vulgares como la electricidad.
Dioniso es un dios con una doble naturaleza, una parte divina, otra humana, lo que le granjeó el favor de los mortales, según se dice (para Nietzsche, vale recordarlo, representaba la otra cara del dios cristiano, cuya naturaleza también es dual). Parece que Dioniso era bello, y podía ser confundido con un ejemplar del género femenino (este travestismo algunos se lo adjudican a que cuando era niño lo vestían de nena, pero no está comprobado). Es el dios que inventó el vino y sus efectos liberadores y desinhibidores. En realidad, lo principal de este invento dionisíaco que tanto bien y tanto mal trajo a la humanidad son los efectos que provoca, no la sustancia de la que está formada ni su gustación clasemediera; en esta línea, cualquier sustancia desinhibidora es dionisíaca. En términos actuales, un poco vagos, diría que es un dios sadomaso —lo que este término significa está en discusión, aunque el sentido común e incluso algunos especialistas, lo definen con demasiada facilidad.
En interpretaciones postnietzscheanas se plantea que ya no hay tantas diferencias como se creía entre estos dos dioses que cito acá (Dioniso y Apolo), aunque me cuesta creer en este nuevo maridaje. Los lectores de filosofía estamos más acostumbrados que los de teología a encontrarnos con estos mestizajes, es cierto. En este caso yo ya tenía ordenado el mundo: Spinetta era apolíneo y Charly, dionisíaco; River y Boca, “fiesta” y fiesta, y así dividía un mundo que no se prestaba a confusión. De pronto, ese mundo ordenado se venía abajo: Charly y el “Flaco” eran re amigos, Apolo provenía de Asia y podía ser vengativo, cruel y sanguinario como el que más. ¡Guau!
No es que no me guste esta interpretación, pues de hecho que Apolo no tenga un perfil tan nítido y noble como nos lo habíamos imaginado, y que se parezca a su rival Dioniso en varios rasgos, entre ellos en su capacidad de violentar los límites hasta llegar a lo socialmente no recuperable e incluso a lo intolerable, lo humaniza y lo densifica. Se sospecha con alguna verosimilitud que Apolo provino de Asia, aunque con el tiempo se haya convertido en el paradigma de la cultura griega —que era una cultura que odiaba Asia y lo bárbaro que provenía de allí. De hecho, no aparece representado en ninguno de los cacharros encontrados de la sociedad micénica.
Me acuerdo perfecto mi primer contacto con Dioniso. Tendría 20 años y recién había entrado a la facultad. En una de las materias leímos La genealogía de la moral. Cuando salí de esa clase corrí a comprar lo que encontrara de Nietzsche. Por supuesto, a esa edad y de donde provenía yo (en la casa de mis padres no había libros) no tenía ni idea de lo que significaba la mitad de las palabras de Nietzsche, pero sí tenía una idea de lo que era el Bien y lo que era el Mal. Esa idea se esfumó como se esfuman los conejos en la galera del mago. Para bien y para mal. Para bien, porque estructurando así el espectro de la realidad, la complejidad de ésta se reducía al tamaño de mi entendimiento. Para mal, porque de allí en más la realidad y los valores para juzgarla y juzgarme no dejaron de proliferar, y si bien sé lo que es el bien y lo que es el mal, eso que sé nunca volvió a ser estable e incuestionable.
¿Qué razón puede haber en Dioniso? ¿Dioniso y sus fans son capaces de tener razón? Creo que sí, aunque sea una razón diferente a lo que nosotros mentamos por tal cosa. Una razón no racional, en todo caso. Una razón efectiva, con otra lógica, y también, ¿por qué no?, con otra ontología. En esta ontología pasional y arrebatada, el ser no es uno, como lo es en la ontología que organizó la filosofía instituida. Para ésta, el ser es mientras que su contrario, la nada, no es. Dionisio nos revela que aquí hay un encubrimiento, una negación, pues si aceptamos que el ser es, no llegamos a entender por qué no se lo pudo definir nunca con precisión y claridad. Para Dioniso, si el ser es algo, es con-fusión.
Cuando lo que uno creía bueno, en verdad es malo, falso, fraudulento, y lo que creía malo se vuelve bueno, apetecible y terrible (lo que creía evidente se vuelve confuso, y lo confuso evidente), uno desde ahí ya debería intuir lo complicada que le resultaría la vida a un ser como éste. Me estoy expresando mal. Así como lo intento explicar, es una inversión idiota: cambio Mal por Bien y listo. La cosa tiene que ser un poco más complicada, como lo es la misma vida. En realidad, el Bien y el Mal no son absolutos ni relativos. No solo dependen del contexto, dependen principalmente de los efectos que provocan en los que cometen las acciones. No tienen valor independientemente de ellas. Se llama inmanentismo esto. Cuando leí a Nietzsche todo el orden de mi vida supersticiosa se desmoronó. Se estaba viniendo abajo la dictadura, también. Viví décadas entre esas ruinas. Un poco por casualidad, otro poco por desconfianza, me di cuenta, quizás tarde, que ese acto demoledor y liberador que Nietzsche llevó a cabo fue básicamente un acto simbólico o conceptual: una idea enamorada de sí misma.
Si bien sé lo que es el bien y lo que es el mal, eso que sé nunca volvió a ser estable e incuestionable.
Peor aún: todo se infectó con la duda de si esta recuperación dionisíaca que vivíamos de modo tan liberador no era, en verdad, lo que alentaba el mismo capitalismo de consumo y, por lo tanto, en lugar de combatir a éste a partir de actos transgresores, lo que se hacía era alimentarlo y fortalecerlo. Ya estamos en los 90. Solo que la cuestión con Dioniso es esta: su experiencia y su pedagogía no son edificantes. Sus saberes se transmiten, pero se lo hace como se transmiten sus ideas los conjurados: rodeados de silencio, sin capacidad de ser apropiados (en los dos sentidos de esta palabra). La hegemonía sensible y perceptual de la clase media nos vende un Dioniso hedonista que hace las travesuras propias de un individuo de esa clase social (como acabar con el planeta tierra, por ejemplo).
De última, lo que más necesita el capitalismo de consumo son novedades rápidamente reciclables, no mercancías sólidas e irrompibles. Cosas que se puedan destruir con más facilidad que lo que implica su producción (por lo menos tal como imagina el proceso de producción, el consumidor), y que destruirlas no cause culpa ni resentimiento, sino alegría y coraje. Tal los engranajes en los que está enganchada nuestra sociedad, que suelen ser cubiertos o negados (psicoanalíticamente negados) por temibles conceptos como depresión, recesión o hiperinflación. Las reglas de nuestra sociedad son dionisíacas, y las fuerzas apolíneas están alertadas sobre su crisis. Tal nuestro desconcierto, tal nuestro fervor por lo que somos, que somos capaces de convertir a Apolo en un dios subalterno. ¿Habremos llegado a un momento histórico en el que Apolo no le teme al desorden, sino que también lo propicia?
No es malo (ni bueno) todo esto. Bienvenidos los momentos históricos. Cuando me surgió la duda de qué transgresión había vivido Nietzsche, qué acto de inconsciencia o qué “locura” dionisíaca había practicado, advertí que la demolición a martillazos llevada a cabo por él había derribado un muro muy sólido, pero que era un muro hecho de palabras, y que lo había hecho en nombre de la vida. Es cierto —y contundente: Nietzsche terminó perdiendo la razón. Pero ¿cuánto de lo que profesaba llegó a practicar este docente universitario al que echaron de la facultad, este profeta sin discípulos y casi sin amigos? Siempre me gustó pensar que Nietzsche enloqueció porque su pensamiento experimentó la contradicción al mismo tiempo, no primero esto y luego aquello, su contrario, sino esto, aquello y lo de más allá, todo a la vez. A este tiempo estático y extático lo llamó el eterno retorno de lo mismo. En la pintura sería como ver con la misma valoración perceptual lo que es el fondo y lo que es la figura —experiencia que solo una máquina o un ser auténticamente apático que se ubica más allá de la satisfacción o la insatisfacción (cuando satisfacción e insatisfacción significan y son lo mismo), son capaces de experimentar. Como sabe cualquier aprendiz de pensador, nada más tentador para un pensamiento que su propia locura.