La lengua materna
Por Daniel Mundo
Como docente universitario made in Argentina vengo dando algunos textos desde hace muchos años. Los llamo Nuestros Clásicos. Suelen ser autores alemanes. Quizás en otros países los docentes estén obligados a cambiar la bibliografía todos los años, y hasta a veces a cambiar ortogonalmente los temas de investigación. En nuestro país no están dadas ni las condiciones económicas ni las políticas para hacerlo: preferimos abocarnos de lleno a la confección de información burocrática irrelevante que la institución, por otro lado, nos exige. Cuando era estudiante me daba bronca que el docente sacara de una valija gastada una carpeta con hojas amarilladas por el tiempo; ahora soy yo el que apoya esa valija sobre el escritorio.
Algunos de esos textos clásicos que doy fueron traducidos en nuestro país, pero la gran mayoría proviene de España. El otro día, releyendo para una clase un texto de Hans Jonas (un filósofo alemán discípulo de Martin Heidegger, que vivió exiliado toda su vida en Nueva York), me pregunté por qué motivo dábamos ese capítulo de un libro secundario de un pensador que es muy, muy importante, pero que no deja de ser un pensador secundario. Un capítulo larguísimo que los alumnos tendrían que estudiar, y que a lo sumo tiene dos ideas fértiles. Dos ideas, dirán, dos ideas son un montón, y es verdad. Pero en este caso y en tantos otros las ideas se pierden entre los párrafos y párrafos en los que Hans se enamora de su propio estilo. Es algo que suele ocurrirnos a los académicos. Nuestra escritura es narcisista y masturbatoria.
Pero acá no terminó lo que pensé en ese momento. Me dije: el 90 % del material que damos fue traducido en España. El 90 % de los autores que damos son extranjeros y fueron traducidos en España. ¿Quién está decidiendo lo que leemos y pensamos los argentinos —incluso o principalmente esa secta privilegiada de argentinos que le dedican su tiempo a leer y escribir? Fuimos colonizados nuevamente por la Madre Patria, pero esta vez no por el Estado o el Imperio sino por corporaciones editoriales que nos imponen qué leer y cómo hacerlo. ¿Cómo puede ser que nos enorgullezcamos de repetir en cuanto texto escribamos autores que pasada la moda no serán leídos ni siquiera por sus discípulos? Hace años que no leo en una obra de segunda categoría (no digo en las Grandes Ligas) que se cite un autor argentino, mientras que no hay libro académico argentino que no cite decenas o centenas de autores extranjeros. Esta desigualdad da cuenta de otras desigualdades más reales —uno de los tantos legados que nos dejó la dictadura, y que acosa nuestro campo intelectual.
La queja es habitual. El ego agoniza. No somos nada. Pero todo el que lee más o menos profesionalmente sufre los desastres conceptuales y terminológicos. Cuanto más metafórica o soez sea la prosa (de Bukowski a Houellebecq), más salta a la vista la diferencia. Corporaciones editoriales como Mondadori o Anagrama logran que autores muy diferentes terminen hablando exactamente igual. Es el estilo de la editorial. Es verdad que cuando éramos chicos, con la tv blanco y negro y los sábados de súper acción, cuando jugábamos vestidos de cowboys, nosotros hablar-con-español-neutro propio de las traducciones internacionales, pero la diferencia consiste en que ahora somos profesionales en el uso de la lengua, y no meros aprendices, como lo éramos en nuestra infancia. Nada cambió.
Quizás haya un solo cambio: la colonización de campo intelectual por el periodismo. Hoy nuestro guía espiritual se llama Santiago del Moro (no sé, en verdad no sé si no es mejor que nuestro intelectual sea del Moro antes que otros que escriben como si todavía la pluma supusiera un gran peligro político). ¿Qué es el periodismo? La búsqueda de un signo que produzca un efecto que sea más importante que su causa. O en otras palabras: la duplicación intensiva de la realidad, donde el signo del medio sea más potente y significativo que el signo de la misma realidad.
No podemos culpar a las editoriales imperialistas que nos hayan colonizado —es su función vender libros—, ni que nos hayan hecho pensar que lo que escribió el prócer del momento al dorso de su boleta de lavandería fuera tan importante que se merece un libro de tapa dura. ¿Realmente el último paper del Star System exige que se lo lea con la devoción de un creyente? Mientras no seamos capaces de traducir y reelaborar, digerir y defecar en términos locales los conceptos de las estrellas del primer mundo seguiremos ignorando como los infantes la potencia política de nuestra lengua. Y toda política de la lengua exige un trabajo de autocrítica.