Gloria, cuento de Demián Konfino
Por Demián Konfino
Sus días eran obvios. Reiterados. Idénticos. Siete y cuarenta de la mañana sonaba el despertador comprado en un todo por dos pesos en neoliberales tiempos. Luego de asearse, el paquete de yerba marca Unión –con su bandita elástica-, el mate metálico con el escudito de Independiente, la bombilla y la pava a punto de hervor. No más de nueve o diez mates auto cebados. La radio clavada en Rivadavia, su única compañía. Al concluir el desayuno junto a unos biscochitos 9 de oro, dejaba todo en la mesa de pino blanco del comedor de su PH tres ambientes en Quilmes Oeste, para que su madre -una vez despierta- se encargara de no dejar rastros de su existencia matinal. Se entraba a bañar. El peine negro de bolsillo y la gomina definían su ritual arquitectura capilar de raya al costado en su abundante pelo entrecano. Elegía entre sus tres pantalones de vestir talle cuarenta y ocho, las tres camisas y las dos corbatas. Mismos zapatos y cinturón. El resto de la indumentaria dependía de las variantes climatológicas, relatividades que le ponían algo de pimienta a su mañana.
Salía despacio con su carterita de cuerina negra bajo la axila izquierda. Dos giros a la cerradura, diez metros por pasillo y a la calle.
Veintidós cuadras y media separaban su caminata hasta la Estación de tren. Cruzaba las vías por el paso subterráneo y enfilaba al boletero. “Ida y vuelta al final del recorrido, por favor”, enigmático, enunciaba. Pagaba y al andén. Adquiría el Diario Popular y recorría directo –aunque sigiloso- la chica de la contratapa. Sólo dos veces no llegó a tomar el tercer vagón de la formación de las nueve y dieciséis.
Nunca conseguía asiento. Entre los miles de laburantes yendo a la capital en el Roca, podía reconocer –sin mirar- a la decena de vendedores ambulantes que transitaban los vagones hasta el furgón.
El tuerto que oscilaba entre las mentitas y los pañuelos descartables. Los pibitos con las estampitas. El del tatuaje de “madre” en el antebrazo derecho vendiendo chocolates. El cafetero. El gordo de la granja de recuperación para adictos, ofreciendo panadería en su canastón de mimbre. El mutilado en pierna izquierda, de uniforme y medallas, sobreviviente de Malvinas repartiendo calcos a voluntad con la frase “Las Malvinas son Argentinas”. La viejita, siempre con algo diferente pero igual énfasis para todos sus productos. El flaquito enseñando la credencial de infectado con HIV.
Entre el pasquín y los vendedores se entretenía hasta la estación terminal. Una vez allí, jugaba cinco pesitos a la Nacional vespertina y con la boleta al bolsillo partía caminando hacia la oficina. Antes de ingresar, saludaba –respetuoso- a señoras y travestis trabajadoras del más viejo oficio.
Cumplía tareas en la Regional cercana de la Agencia de Recaudación Nacional, más precisamente en la Mesa de Entradas de una oficina de Fiscalización Externa del tercer piso, desde que ingresó al Organismo años antes había sido ferroviario. El avance tecnológico lo había obligado a aprender las nociones básicas de la informática, logrando adaptarse, de la vieja máquina de escribir Olivetti a diferentes programas de ingreso y egreso de expedientes.
Minutos más, minutos menos, diez menos cuarto era el primero en llegar a su prolijo escritorio. De la carterita extraía un manojo de llaves, con la correspondiente al modular petacón donde guardaba la radio y la de la cajonera donde protegía la almohadilla de tinta y el sello. Los sellos. Pero sobre todo uno, aquel que lo hacía sentir –por un instante- el hombre más formidablemente poderoso: el sello de “recibido”.
Su fiel espada acompañaba sus ánimos. Si era una señorita, omitía algún refoliado sin firma. En la última media hora de la jornada, una señora lupa secundaba la búsqueda del inexorable error en la carátula, los agregados, los acumulados, la enumeración o el paquete mismo.
Excepto el asuntito del sello, que desquiciaba a más de un compañero de otras oficinas, era un hombre apreciado por sus pares y modestamente valorado por sus superiores jerárquicos.
Piropeador suave con las ellas, aunque no muy creativo. Ingenioso en el complejo arte de recitar chistes de salón. No se le habían conocido peleas laborales, como tampoco historias de mujeres.
Peronista de cuna y voto, se consideraba apolítico. Paladín de la obediencia, nunca se había plegado a una protesta por añejas remembranzas al fantasma de la desocupación y la deshonra. Su madre, clarito le había explicado este tópico. Al trabajo, a laburar.
El fallecimiento repentino de Chicha, madre y compañera de vivienda hasta su lecho final a los noventa y dos pirulos, trazaría un antes y después en su vida.
Desafiando el psicoanálisis, ese deceso –lejos de liberarlo- lo sumió en una profunda depresión, trastorno que afectó sus relaciones laborales tanto como la rutina hogareña.
Dejó de comprar la cremona en la panadería de don Mario cuando retornaba de la oficina, hábito que tanto placer le daba a la vieja. Ya no adquirió las revistas de chimentos, ni los crucigramas, que tanta pasión imprimían a esos sábados con mamá, al despertar de la siesta.
Comenzó a aborrecer los fines de semana, ansiando el lunes. Su vida pasó a ser solo la Agencia. La satisfacción de un Gracias, Que buena mano me dio, Necesito que usted me busque esto, lo hacían sentir Alguien. Subrayaba el gramo de existencia que le quedaba a su autoestima.
Esa mañana fría de un gris lunes de invierno conurbano, en la que incorporaba a su vestuario el añejo tapado de pelo de camello con fuerte hedor a naftalina, todo hacía prever que ésta sería la gran novedad de la jornada. Nunca imaginó la gallarda noticia que lo aguardaba en su cuenta de correo electrónico oficial. La Dirección de Recursos Humanos le notificaba una distinción a su persona por “sus encomiables servicios que ha prestado a este Organismo a lo largo de estos 20 años”. Textual. Irrumpió en silencioso y emocionado llanto al comprobar que no había yerro, pues su nombre y apellido -letra por letra- figuraban entre los premiados -con entrega de medalla incluida- como Agentes que cumplían veinte, veinticinco y treinta años de trayectoria, con la presencia del Jefe máximo de la Institución Tributaria estatal, a realizarse a fin de mes.
Cuando volvía a su casa en el tren, observando desde el estribo los fondos de las fábricas de Avellaneda, pensó en Chicha. Lamentó no haber conocido a su padre. Supo, sin posibilidad de equivocación, lo orgulloso que estarían ambos. Definitivamente era Alguien, no solo para sus compañeros sino para la Institución.
No recordaba un instante de mayor jactancia. Este leve sentido de vanidad que le hinchaba el pecho derivó en un pensamiento sublime, cuando la formación dejaba atrás la cancha del rojo y atravesaba los siete puentes.
¿Qué mejor que concluir acá, en el momento de mi mayor felicidad?
Bajó los dos peldaños que lo apartaban del último estribo. Mantuvo al viento la pierna izquierda por espacio de diez segundos. Estaba por arrojarse, cuando imaginó la gloria. Volvió sobre sus pasos, satisfecho semblante, oyendo a la locutora anunciando: Vicente Atilio Nardone, Empleado Administrativo.