Pandemia: una operación contrartística
Por Natalia Torrado
La operación-pandemia trabaja sobre los sentidos y la percepción exactamente a la inversa de cómo trabaja el arte, por eso constituye un ataque directo al arte y su función vital. Si el arte, por un lado, ponía la lupa en algunos de nuestros sentidos para ampliarlos, si el arte exacerbaba algunos aspectos y dimensiones de nuestra percepción para, por otro lado, restituírnosla expandida y plena, entonces, la operación-pandemia la arrasa por completo. Es nuestra percepción lo que hoy está siendo arrasado, en una mutación que la reduce y la degradada. Nuestra capacidad y nuestra forma de percibir están siendo moldeadas con fines redoblados de control.
La vista y el oído, por supuesto, han venido constituyendo los sentidos privilegiados de la cultura occidental moderna, pero su enfoque productivo, la limitación de su uso a la función de reproducción del sistema (que, por otra parte es el mismísimo motivo por el cual han sido los sentidos privilegiados, en relación a cómo la vista y el oído se vinculan en el imaginario moderno, y su sujeto, a la razón y al progreso) había sido también históricamente resistida y batallada desde el campo del arte.
Ampliar la “mirada” también quiso decir para el arte aprender a percibir formas nuevas, entrenar la percepción visual en direcciones alternativas, develar la relación de la percepción con el sistema de creencias y los discursos que la soportan, denunciar la percepción como un fenómeno mucho más que biológico, fisiológico y físico, y hacer visible el atravesamiento y la determinación de estos sentidos por cierta organización del lenguaje, por nuestra concepción de mundo, por los límites de nuestra cultura, por nuestra inscripción social. En suma, el arte nos decía que somos capaces de ver y oír lo que somos capaces de creer e imaginar en una época y en un contexto determinados, y emancipaba la vista y el oído de sus funciones utilitarias, los liberaba para un ejercicio autónomo, mucho más vinculado al orden de la experiencia vital que al de la utilidad. En ese marco, el arte había ganado algunas batallas.
El capitalismo también ha sabido servirse de esta expansión por parte del arte para sus propios fines, por lo cual cada gesto emancipatorio de la percepción que propusieron las vanguardias fue también integrado al sistema en los modos propios de la publicidad y el consumo, en un movimiento dialéctico en el que, sin embargo, el arte siempre contó con la ventaja de producir un resto de libertad. Una especie de contra-plusvalía. La función de sensibilización del arte siempre pudo, con todo, más allá de todo, o por todo, producirse, en mayor o menor medida; y a pesar de las múltiples revoluciones y reinvenciones que tuvo que llevar adelante para burlar la operación fagocitadora del capital, el mercado y el consumo, la función liberadora del arte se produjo. Marx decía que el arte produce necesidades que el capitalismo no puede satisfacer: de ahí esta resistencia y capacidad de conservación, a toda prueba, que la práctica artística parece tener. Tal vez, esta libertad inmanente, constitutiva del arte, sea el último objetivo, el último blanco del capitalismo que, entendiendo que no puede contra ella y que sus estrategias de neutralización por vía de la integración vaciadora no terminan de funcionar, debe atacarla de manera más sofisticada pero a la vez más directa, letal.
Si el capitalismo está en crisis, y lo está, debe entonces garantizarse la menor cantidad de perturbaciones posibles para su objetivo de preservación y sostenimiento. El arte, en este sentido, constituye una gran perturbación (no tanto en sí misma sino por la sensibilización que produce, por cómo su experiencia vuelve insoportable al mundo) de la cual el frente artístico probablemente no haya tenido dimensión, y mucho menos la confianza en que su práctica constituyera una verdadera amenaza para el sistema.
El arte nos ha dado una lección: incluso cuando lo reproducíamos como gesto sin demasiada fe ni conciencia sobre los motivos por los cuáles lo hacíamos; aun cuando el arte mismo se encontraba en decadencia, en un estado de decrepitud, cuando un gran sector de este frente se entregó a la industria del entretenimiento, sabiéndolo o sin saberlo, y sirvió a los fines del capitalismo consumista, hasta cuando las mejores intenciones políticas del arte redundaron en la despolitización de sus expresiones, así y todo, el arte fue capaz de conservar su célula libertaria, de traficarla medio moribunda, de agitar en algún registro las conciencias, de constituirse en escollo, aunque más no sea potencial, pero uno que empieza a realmente perturbar en tiempos de fase crítica del sistema capitalista.
En términos generales, es cierto que el mismo arte no creyó en sus ser intrínsecamente político, ni en su potencia política en la posmodernidad, o creyó demasiado, si la confrontamos con la pobreza de sus producciones, y se entregó al ejercicio narcisista y masturbatorio de las formas reproductivas de una identidad en decadencia; también es cierto que algunos focos de resistencia del frente artístico se singularizaron a tal punto que presionaron los bordes del conjunto y se soltaron, pegaron el salto a un orden superior, tal vez imperceptible por las vías tradicionales, pero operando y aguijoneando, volviéndose dañinos, agujeros en la fachada que ya estaba por descascararse, o ya se había descascarado sin que nadie le diera demasiada importancia. Es que el poder de la excepción es justamente ese, no requerir la suma de voluntades para dispararse a otro nivel.
El arte molesta porque es capaz de producir singularidades, excepcionalidades inapelables, que aparecen en el mundo como de la nada, y se constituyen en nuevos “posibles” para todos, para el porvenir. Su efecto es súbito, y su poder de contagio exponencial. Es verdad que no hemos sido testigos aún de un efecto-pandemia del arte excepcional. No en nuestro tiempo. Pero el sistema no puede darse el lujo de permitir semejantes irrupciones, y sus ondas expansivas en todas las esferas de la vida, mucho menos en un momento en el que su propia supervivencia está en juego, por eso se adelanta y produce otros contagios exponenciales para el exterminio de un arte así, y de una vida, así.
Entonces, esta pandemia. Suya. Y su estrategia: la vista y el oído limitados por el encuadre de una pantalla, absolutamente serviles a la producción, especialmente de arte y cultura (¡adoctrinada e irónicamente hasta nosotros! ¿primero nosotros?), achatadas por el soporte que no admite la apertura de dimensiones sensibles, y reforzada por la inflamación del ego que ha venido gestionándose con las redes sociales, una inflamación tal que se encuentra lista ya para colaborar con el enemigo, justamente por pasar desapercibida, por ser ignorada o negada por la buena conciencia artística y política que no termina de avivarse, literalmente, sobre cómo el dispositivo tecnológico, incluso con las mejores intenciones, formatea la propia subjetividad, amputa la percepción, anestesia la sensibilidad y neutraliza cualquier destello de singularidad al grito de: ¿cuál es el problema? si lo que hacemos circular es arte.
A la exacerbación acrítica y colaboracionista de la vista y el oído en la comunicación audiovisual, a través de la histeria tecnológica que ha desatado la pandemia (¡yo también quiero! ¡Yo también quiero de eso! Aparecer, que me vean, ¡que me escuchen a mí!) se suma la aniquilación del olfato, el gusto y el tacto. Aquellos sentidos que pueden vincularnos a saberes ancestrales, que nos inscriben en el tiempo, que despiertan nuestra memoria, que nos re vinculan vivamente con el pasado, que expanden nuestra conciencia en tanto nos devuelven a regiones de origen, poco exploradas, misteriosas de la percepción; justamente estos sentidos que anclan una corporeidad, que re escenifican una materia, una viscosidad, una pertenencia a la carne, justamente estos que nos previenen de los peligros, que nos alertan de, por ejemplo, el envenenamiento (somos capaces todavía de oler y degustar los pesticidas en nuestras verduras, lo somos, sucede) u otras amenazas silenciosas a nuestro organismo, a nuestro sistema de defensas, a la vida; o mejor aún, y para corrernos del discurso científico biologicista, del que es preciso hoy más que nunca renegar: sentidos que nos conectan a otros placeres, a otras dimensiones de lo sensible, profundamente ligadas al cruce de nuestro imaginario con un real, a nuestra potencia de imaginar con el cuerpo, de producir relaciones y contactos con nosotros mismos y con el entorno que no dependan de la imagen como prefabricación homogeneizadora, ni del lenguaje como comunicación eficaz.
El olfato, el gusto, el tacto, por inexplorados, por periféricos, por olvidados, por excluidos, constituyen un foco de resistencia, porque son capaces de reenviarnos a zonas del pasado, o hacerlas emerger en el presente, y eso siempre es peligroso; porque pueden desatar versiones alternas, descentradas, difusas, esquivas, respecto de las versiones que produce el lenguaje alienado, y el cuerpo expropiado. Y porque pueden re vincularnos con una dimensión de intuición sistemáticamente aniquilada por nuestras formas de vida productivo-consumistas; por todas estas capacidades, esos sentidos deben ser neutralizados. Así la lavandina y el alcohol, y los bactericidas corroen nuestra piel, los privan de su naturaleza a la vez permeable y protectora (parece que el botox no alcanzó) sobre todo sensible; saturan con sus olores el aire que respiramos y los objetos que nos rodean, funcionan como una capa que todo lo cubre borrando las diferencias, garantizando una higiene incluso estética que no permite distinguir, que no deja percibir, que borra lo no-igual. Todo lo que nos rodea y nosotros mismos sucumbimos bajo esa pátina aséptica sin demasiado argumento, y entonces todo lo que no sea debidamente esterilizado, patinado, homogeneizado, bajo el pretexto de la preservación de la vida, constituye una amenaza mortal.
El arte pierde. La sensibilidad pierde. A su vez, el virus parece producir una pérdida del sentido del olfato, que a la vez afecta el gusto; síntoma insólito que se agrega un poco tarde a los síntomas diferenciales, y que alienta la más o menos (para nada) alocada hipótesis de un virus de diseño, o que, cuanto menos, produce una resonancia atendible respecto del intento de desactivación de nuestras vías de contacto con el entorno y con nosotros mismos. Hay que cerrarse sobre sí. Si me contagio pierdo el olfato, para no contagiarse no hay que tocarse, ni a otros ni a un mismo, no hay que llevarse la mano a la boca, no hay que tocar las cosas, no hay que tocarse la cara, no hay que respirar con otros, no hay que respirar el aire que respiran otros: el barbijo y la máscara garantizan que el aire que uno respira sea el suyo propio, el mismo aire que sale vuelve a entrar, me respiro a mí, me auto-respiro: yo-conmigo hacia adentro, pero hacia un adentro que es ya una virtualidad.
Todo lo que sabemos de nuestro adentro nos ha sido enseñado, más bien, inoculado, hemos constituido nuestros adentros a partir de las fantasías objetivadas de los discursos hegemónicos: este órgano sirve para esto, y el otro para esto otro. Se usan así. Y no de otro modo. Y el discurso va cambiando: hay que beber agua para estar puro. Hay que hacer yoga (en medio del smog) para estar sano, en armonía, en fin, fantasías del estilo, por supuesto montadas sobre un sustrato biológico que a ningún loco se le ocurriría negar.
Así, nuestros adentros, y sus necesidades, no son nuestros, no nos conciernen, no son singulares. Son universales, son seriales, son pura imaginería hecha carne, o carne deshecha en pos de una salud, una sanidad. Pero desde Foucault conocemos (y ya no podemos desconocer) la mediación discursiva en la constitución del cuerpo, la sensibilidad, la experiencia vital; y claro que no podría ser de otra manera, pero el problema es que es una mediación igual para todos (todos los dominados) nada inocente, organizada en función del control social y la sofocación de nuestras capacidades creativas y emancipatorias, y que además es cada vez más efectiva. Nos deja sin margen de maniobra.
La pandemia redobla y recrudece, literaliza, potencia estas formas de control. Perdemos literalmente nuestra percepción integrada e integrante del mundo, nos aislamos del entorno y de nosotros mismos, cerramos nuestros agujeros, nuestros poros, nuestras vías de contacto con lo que nos rodea, y generamos a través de la tecnología una forma de existencia homogénea, prefigurada, reglada, limitada, que sustituye la vida, sus accidentes y sus posibilidades. Antes lo hacíamos también, puertas afuera, pero no fue suficiente control, todavía estaban los cuerpos y el arte y el amor con toda su imprevisibilidad. Con toda su potencia táctil, gustativa, olfativa. Con todo su universo brumoso de sensaciones y experiencias inalienables. Ahora lo hacemos pantallas adentro, en un estado de absoluta regulación y previsión de la contingencia. La plataforma define el encuadre. No hay más bruma (ni misterio, ni placer, ni peligro); ahora lo hacemos sin riesgo de morir, es decir, muertos.
Por suerte, y por cierto, las necesidades que genera el arte no se satisfacen con la pantallización de la vida. Las necesidades que genera el arte no se satisfacen, punto, a menos que seamos capaces de otros mundos. Si el cine hacía cuerpo de la luz, y el teatro ausencia de la presencia, la pantalla devuelve todo a la dimensión brutal de la mismidad. Esto es contra-artístico. Es el intento de aniquilamiento de la poesía. Es una guerra declarada contra el derecho a una vida singular e intensa. Desde ya, la inmolación por vía del contagio voluntario no es una salida, todavía: ya está limpiándose el sistema de viejos, de pobres, de presos, de locos, de todo lo que sobra y entorpece su libre preservación; lo único que falta es que el sistema también se depure de artistas. Pero debe haber un tercer término que supere las opciones de ser aniquilado realmente, o integrado y neutralizado virtualmente. ¿Hay esperanza? Sí, en algo del arte que no son los artistas. Algo que se mueve y se ha venido moviendo, a veces con ellos (y qué hermoso es cuando sucede) pero, a veces, también a pesar de ellos. No se mueve el arte pero se mueve un arte, y un mundo sensible que habilita. En esto hay que pensar: por algo la dimensión de la sensibilidad humana está siendo brutalmente atacada. Tal vez la sensibilidad humana sea algo sobre o subhumano, ilocalizable, poderosísimo, en devenir, una perpetua transformación, incapturable, inalienable, una o la única forma de revolución permanente posible. Pensemos en eso. Mientras tanto, quisiera creer que “ladran Sancho…”. Pero habrá que abandonar las pantallas para cabalgar. ¿Seremos esos? Con rumbo incierto.